Putumayo: anatomía de una matanza
9 Abril 2022

Putumayo: anatomía de una matanza

Uno de los primeros detalles que emergieron sobre el operativo fue que los militares habían llegado vestidos de negro a la vereda Alto Remanso. El Ejército explicó que el objetivo de esto era hacerse pasar por la guerrilla. Ilustración: Jorge Restrepo.

Crédito: Jorge Restrepo

Once personas murieron en el Putumayo en una acción del Ejército con características de operación militar legal, pero también de falso positivo. Al lado de irregulares armados cayeron civiles inermes, incluido un menor de edad.

Por: Alfredo Molano Jimeno

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El lunes 28 de marzo, a las 6:56 de la tarde, el presidente Iván Duque informó en un escueto trino que un operativo de la fuerza pública había logrado “la neutralización de 11 integrantes de disidencias de las Farc y la captura de cuatro criminales más en Puerto Leguízamo”. A la mañana siguiente, el “exitoso” operativo militar empezó a mostrar trazas oscuras. En redes sociales corrió la información de que todo había ocurrido en la vereda del Alto Remanso, donde se desarrollaba un bazar de tres días al que acudieron comunidades de Ecuador, Perú y Colombia asentadas a las orillas del río Putumayo, a la altura de Puerto Ospina. También se supo que entre los muertos estaban el presidente de la Junta de Acción Comunal, su esposa en embarazo, un gobernador indígena y un menor de edad, entre otros. A estas alturas, la operación militar ya requería una revisión.

Lo primero que saltó a la vista es que había más muertos que armas. Once personas perdieron la vida, cuatro quedaron heridas, pero en el pretendido campo de batalla solo había cinco fusiles y una pistola. Algo no cuadraba –y aún no cuadra– en la aritmética castrense. Como si fuera poco, los militares no estaban uniformados, vestían sudaderas y camisetas negras, muchos de ellos estaban barbados y, según los sobrevivientes, llegaron gritando: “Somos la guerrilla”. 

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Alto Remanso, donde ocurrió la matanza, queda a cuatro horas en lancha de Puerto Leguízamo. 

El terreno a cubrir era inmenso y había decenas de testimonios por oír. Seis periodistas enviados por El Espectador, Vorágine y Cambio decidieron dejar a un lado la competencia y unir esfuerzos para reconstruir esta historia compleja. El trabajo conjunto dejó como resultado más de 30 testimonios de sobrevivientes, habitantes, familiares de las víctimas, militares, fiscales y técnicos judiciales, así como un paquete de escalofriantes fotografías, informes oficiales y reveladores videos que fueron analizados por expertos forenses*. 

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Del baile a la balacera

El 14 de marzo, las comunidades de las veredas de Alto y Bajo Remanso, la Concepción, Puerto Ospina, El Bayo, El Hacha, La Payita y La Paya, en el Medio Putumayo, recibieron una convocatoria del cabildo del Alto Remanso a un bazar de tres días que se llevaría a cabo el sábado 26, el domingo 27 y –“gran remate”– el lunes 28. 

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La invitación, escrita en computador, llevaba escrito en bolígrafo un encabezado con las iniciales CDF (Comando de la Frontera), e incluía agenda de actividades: “Encuentros deportivos masculinos y femeninos”; “desafíos gallísticos”; “amenizado con un potente sonido” y “premio para la primera pareja que rompa el baile”. Los fondos recogidos en la actividad comunitaria se destinarían a la construcción de una placa huella de dos kilómetros en la vía que comunica el casco urbano –de unas 15 casas– con la laguna de El Hacha. 

El bazar, en su primer y su segundo día, transcurrió sin altercados. Cuarenta equipos de fútbol se inscribieron y al final no hubo campeón, ni masculino ni femenino, porque los finalistas decidieron repartirse el premio sin disputar el juego. La noche del domingo fue a todo dar. El trago y el baile dejaron el terreno encharcado por las pisadas de cientos de personas y tapizado en latas de cerveza, botellas y basura. 

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Una semana después, el sitio de la matanza seguía como si la fiesta hubiera sido el día anterior. 

El centro poblado está compuesto por una cancha de microfútbol, cinco construcciones de cemento –de las cuales una sirve como aula de clases para niños de primero a quinto de primaria– y un burdel con cortinas rojas y un tubo de pole dance en la mitad. También hay una empalizada, que hace las veces de cocina, y una caseta, donde funcionaron la tienda del bazar y la pista de baile. Además, hay unas cuantas casas levantadas en madera.

La fiesta superó la luna menguante y fue asaltada por el amanecer. A las siete de la mañana, hora en que coinciden los borrachos amanecidos y los niños recién despiertos, sonaron los primeros disparos de fusil. El caos y el miedo se tomaron la pista de baile, la cocina y el burdel. La música se detuvo. Gritos y llantos, gente corriendo en busca de un muro de cemento para protegerse. Pedidos de auxilio y perros ladrando en medio de la balacera. El primer objetivo de los hombres armados, que se presentaron como “la guerrilla”, fue la cocina, donde se encontraban ocho adultos y tres niños, uno de ellos de cuatro meses. En ese instante, Divier Hernández, presidente de la Junta de Acción Comunal, coordinaba el cambio de turno de las cocineras.

Los hombres de negro

En el primer reporte público de las Fuerzas Militares sobre el operativo, el mayor general Édgar Rodríguez Sánchez, jefe del comando conjunto No. 3 Suroriente, aseguró que el operativo se lanzó contra Carlos Emilio Loaiza Quiñonez, alias Bruno, y otro comandante llamado Managua, pertenecientes al “grupo armado residual 48 que hacía parte de la Segunda Marquetalia”. Rodríguez Sánchez fue comandante entre 2006 y 2007 del Batallón de Infantería No. 27 Magdalena en Pitalito (Huila) y es investigado por la Jurisdicción Especial de Paz por 56 “ejecuciones extrajudiciales”. Los testimonios de la población y de la fuerza pública coinciden en que el operativo empezó sobre las siete de la mañana y en que la balacera se prolongó durante poco más de una hora. En el resto de los detalles, sus versiones son absolutamente diferentes, casi opuestas.

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Las casas aledañas a la cancha de microfútbol quedaron con huellas visibles de la balacera. 

La Mona, una mujer de unos 30 años, abrió los ojos sobre las 6:45 de la mañana. Iba tarde para recibir el turno de la cocina. Se bañó y se arregló apurada y a las 6:58 estaba frente a don Divier, como ella le decía. “Nos encontramos en la cancha y fuimos para la cocina, que es la última casa al fondo. Era lunes de desenguayabe y se necesitaba hacer un caldito con los huesos de marrano que había. Otras mujeres iban a hacer unas empanadas y yo estaba desmechando la carne. Terminamos y fuimos hacia la cancha, cuando sonó una explosión entre el río y el caño. Nos fuimos a la parte de atrás de la casa cuando escuchamos un rafagazo. Éramos 11 y decidimos salir hacia la montaña corriendo. En eso venían todos los manes, unos con la cara barbada y otros con la cara tapada. Venían con sudadera verde y camisa negra. Dijeron: ‘Corran, corran para atrás’. Retrocedimos y nos botamos al piso, que era de cemento. Uno de los hombres decía: ‘Agache la cabeza, agache la cabeza. No me mire’. Nos hablaban en tono amenazante. Un señor dijo que era guerrillero del frente yo no sé qué y nos encerró en la casa con candado. Teníamos en la mente que era la guerrilla y nos iban a matar. Nosotros oíamos todo lo que ocurría afuera de la casa, las vainillas al caer en el piso, cuando cargaban la metralleta, los gritos de horror. Cuando se calmó un poquito, pude ver por la hendija”, asegura.

Todos los testimonios recaudados coinciden en que no se identificaron como miembros del Ejército sino como “guerrilleros” del Frente Carolina Ramírez, es decir, de una estructura asociada a la disidencia que dirige alias Gentil Duarte, exguerrillero de las Farc que disputa el control de esta región de Putumayo con los Comandos de la Frontera, otra disidencia dedicada totalmente al narcotráfico. Estos dominan cada rincón de la margen izquierda del río Putumayo, entre Puerto Asís y Puerto Leguízamo. El Remanso está casi en la mitad entre un puerto y el otro, a cuatro horas desde un punto u otro en una lancha con buen motor. Al bazar de ese fin de semana arribaron comunidades campesinas, indígenas y afro que sobreviven en la marginalidad que el Estado les ha dejado, allá donde no hay señal de celular, ni colegios, ni luz, pero sí hay fuerza pública, coca y organizaciones ilegales. 

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Nadie sabe quién inició el fuego. Si fue el Ejército que llegó vestido de negro y sin insignias, o si fue un grupo de entre cuatro y seis integrantes de los Comandos de la Frontera que estaban en el bazar armados. Así se lo contaron a los periodistas algunos pobladores que narraban lo ocurrido en voz baja, con temor de estar siendo escuchados por alguien. 

Oímos cuando dijeron que había que matar al ‘perro que estaba en la cancha’ –se referían a don Divier–. También mataron al vecino, don Óscar, y uno dijo que le había pegado tres tiros. De la pieza salimos casi a la una de la tarde. Vimos a don Divier muerto y también a Óscar, que estaba en boxers. Al salir, nos mandaron para la cancha a sentarnos. Ahí ya había llegado un helicóptero; los que estaban de negro se habían cambiado a camuflados normales. Nos hicieron sentar y nos decían groserías. A una señora que pidió un poco de agua para su hijo le dijeron que claro, que la casa invitaba, y sacaban cosas de la tienda que manejaba el finado don Divier. No nos dejaban ir al baño ni susurrar y ahí estuvimos hasta las 5:30 de la tarde al sol y al agua”, continúa la Mona.

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Desde el mediodía y pasadas las cinco de la tarde, la comunidad que asistió al bazar fue retenida por el Ejército en la cancha de microfútbol. 

El testimonio de otra mujer que se encontraba también en la cocina coincide con el de la Mona. Agrega detalles sobre el asesinato del presidente de la junta y de su esposa, Ana María Sarrias, que estaba embarazada de su tercer hijo y dejó una niña de seis y un niño de dos.

“Cuando nos trajeron hacia la cancha, yo miré al presidente de la junta muerto, miré a un vecino mío que vive como a 20 minutos, y a mí me iba a dar algo y dije: aquí mataron fue a la gente que no es guerrilla, ¿qué pasó acá?, se volvieron locos”.

Agrega que escuchó cuando un hombre llamó a un tal Chacal, que sería el francotirador, y le dijo: “Maten a ese hijueputa, está escondido atrás de la palma, era él, porque cuando salimos del cuarto el cuerpo estaba ahí, junto a la palmera. Le pegaron el tiro en toda la frente”. La narración de los instantes en que las balas alcanzaron a Hernández y a Sarrias es reiterada en todos los testimonios. Aseguran que primero hirieron a Divier, y que este le pedía a un vecino que salvara a Ana María, su esposa embarazada. Los gritos de auxilio no fueron atendidos. La última imagen que vieron los esposos fue la terrible agonía del otro.

Los relatos permitieron reconstruir las escenas y las historias de vida de la mayoría de las víctimas mortales. El gobernador se llamaba Pablo Panduro Coquinche, tenía 48 años y lo apodaban Pantalón; Divier tenía 35 años y su esposa, Ana María, 24; Brayan Santiago Pama Pianda tenía 16; Rubén Darío Peña Scarpetta, 21; Óscar Oliva Yela, 40; Luis Alfonso Guerrero Martínez, 32; Enuar Ojeda Sánchez, 23; José Antonio Peña Otaya, 40 años; Alexánder Peña Muñoz, 30, y Jhon Jairo Silva Mutumbajoy, 34. Según los testimonios, seis de los once muertos eran civiles. El Ejército, en cambio, asegura que todos eran guerrilleros. Las organizaciones defensoras de derechos humanos tienen sus propias cuentas y advierten que entre los caídos hay civiles y también combatientes. El panorama en este aspecto es confuso. Varios relatos identifican a unos como trabajadores sin vínculos con ningún grupo ilegal, otros aseguran que algunos de ellos estaban en actividades delictivas; sin embargo, y aun asumiendo que unos tendrían relaciones con las disidencias, los testigos insisten en que estaban desarmados cuando llegó el Ejército.

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Los familiares de José Antonio Peña lo enterraron en Puerto Asís, Putumayo. 

No se habla de Bruno

Un alto oficial del Ejército, que pidió reserva de su identidad, argumentó que el operativo era conjunto entre la Fiscalía y unidades del Comando contra el Narcotráfico y Amenazas Trasnacionales que le seguían la pista a alias Bruno, a quien el oficial calificó como un “reclutador de menores, violador de mujeres y comercializador de drogas”. Con orgullo, sostuvo que la operación había sido un acto de soberanía territorial, y que habían llegado “a liberar” a las comunidades de “semejante delincuente”, que tenía su centro de poder en esta vereda.

El militar aclaró que el asalto fue tan limpio que, para evitar mayores afectaciones a la población civil, tuvieron que resignarse a ver a alias Bruno, la madrugada del domingo, abandonar el lugar en una lancha. También aseguró que el procedimiento se hizo de acuerdo con la doctrina operacional, las reglas del DIH y los derechos humanos, y que “no había ni muertos ni heridos civiles”, pues todas las personas “neutralizadas” hacían parte de los Comandos de la Frontera, bien como combatientes, bien como colaboradores. 

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La versión del oficial tiene verdades a medias, cosas ciertas y mentiras. Es cierto que murieron combatientes, como también que, como dijo un funcionario de Medicina Legal, hubo personas que no deberían haber caído en la operación. Una cosa es someter a un enemigo armado y otra matar, sin fórmula de juicio, a un sospechoso de pertenecer a un grupo ilegal. En ningún caso es aceptable disparar contra civiles desarmados, incluyendo un menor y una mujer embarazada. Una operación militar siempre debe partir de garantizar la vida de los no combatientes.

Además, los testimonios recogidos coinciden en que los soldados se llevaron dinero, celulares y saquearon la tienda comunitaria, de donde se llevaron los 11 millones de pesos del producido y casi 100 botellas de Buchanan’s. Una persona denunció que le robaron 36 millones de pesos que llevaba de la venta de una finca. Una carta adjunta a las denuncias, recopiladas por el abogado David Melo, calcula que los militares se habrían llevado 200 millones de pesos de varias personas que estaban en el bazar. Vale advertir que en una zona cocalera es usual que se muevan grandes sumas en efectivo.

La denuncia más grave y reiterada en los testimonios es que los cuerpos fueron manipulados irregularmente por el Ejército. Dicen que los movieron de los lugares donde cayeron y les pusieron armas de fuego y prendas militares. En uno de los videos recogidos, cuya duración es de siete minutos y 18 segundos, se ve a una mujer que se retuerce en el piso ahogada en llanto por el asesinato de su hija. “Ay, Dios mío, señor”, grita. El video registra a alguien que dice: “Un falso positivo, que lo matan y les ponen armas a los civiles”. Otra persona interviene ante los militares para que a la señora la dejen ver a su hija. Quien contesta tiene un casco militar, camisa negra con insignias de la Fiscalía y una incipiente barba. Discute con las personas. Y entre los reclamos sobresale una voz que dice: “Más berraco que le ponen armas a Pantalón”, como era conocido el gobernador indígena Pablo Panduro.

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Otro caso señalado como un falso positivo es el de Brayan Santiago Pama, un menor de 16 años que murió a la orilla del río cuando corría en dirección a su casa. Santiago era hijo de Rodolfo Pama, un campesino cuya familia fundó el Alto Remanso y que, según su profesor, había estudiado hasta el pasado diciembre en Puerto Asís. A principio de año, había regresado a vivir a la vereda con su padre y uno de sus hermanos. “Vivía jornaleando, en el rebusque”, señala uno de sus familiares.  

Una de las muchachas se dio cuenta de que Santiago estaba muerto y llamó a don Rodolfo. Él se acercó al barranco, vio al niño y gritó: ‘¡Mi hijo, mi hijo!, me lo mataron. Hijo, levántese, abra los ojos’.

“Don Rodolfo, el papá de Santiago, fue el último en salir de la casa donde nos tenían. Él salió a buscar al niño, pasó por el lado y no lo vio. Como a las tres de la tarde los soldados nos mandaron a buscar sábanas para tapar los muertos que estaban al sol y a la vista de todos. Una de las muchachas se dio cuenta de que Santiago estaba muerto y llamó a don Rodolfo. Él se acercó al barranco, vio al niño y gritó: ‘¡Mi hijo, mi hijo!, me lo mataron. Hijo, levántese, abra los ojos’. Yo quise ir a consolarlo y le pedí a uno de los señores que me dejara, pero me dijo: ‘¿Qué quiere, está buscando a ese bandolero que está tirado en el piso?’ Le dije que no, que quería acompañar a don Rodolfo. El soldado repetía que era un bandolero”, recuerda una mujer entre sollozos. 

Otros habitantes narraron que Santiago corría junto a una persona que portaba un fusil. Según los relatos, estos habrían sido impactados por un francotirador y el menor de edad había tratado de auxiliar al combatiente herido en el momento en que recibió un disparo en la cabeza. Después, cuentan varias personas, fue subido a una lancha militar, de las que popularmente son llamadas pirañas, y finalmente llevado hasta el helicóptero que transportó los cuerpos. 

Una serie de fotografías advierten de un manejo extraño del cuerpo de Santiago. En la primera, el menor aparece tirado en la lancha, encima reposa el cuerpo de otro hombre. Este tiene una prenda camuflada que parece un arnés de proveedores. Otra fotografía, desde otra perspectiva, muestra los mismos dos cuerpos, pero esta vez tienen fusiles encima. Una tercera imagen de Brayan Santiago lo muestra en tierra, con la camisa levantada, los pantalones por debajo de la cintura y varias heridas en sus brazos. 

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Brayan Santiago Pama, un menor de 16 años/ Crédito: Angie Pik (Vorágine).

Un médico forense, que analizó las imágenes por petición de los periodistas, conceptuó que los cuerpos fueron manipulados, arrastrados y subidos a la lancha donde se tomó la primera foto. Una posterior fue tomada con los fusiles acomodados sobre los cadáveres. “Los hallazgos preliminares de los cuerpos indican que hubo manipulación y alteración del sitio con fines de escenificar, es decir, se muestra algo que en realidad no ha ocurrido, para desviar la investigación de forma deliberada”, explicó el especialista. Una foto más muestra el cadáver del adolescente sobre la tierra, y cerca se ubica otro cuerpo, el mismo que se ve en la lancha, y a unos metros de ellos hay tres fusiles. La imagen, asegura el forense, muestra que ese no fue el lugar donde murieron, argumenta que los lagos hemáticos no corresponden a la hemorragia masiva que produciría ese tipo de herida. Además, de acuerdo con el experto, hay señales de “arrastre” por las huellas en el piso y por la camisa levantada del menor. La última fotografía, que es solo del rostro de Santiago, se ve contra un fondo rojo. Según los testimonios, se trata de las cortinas del burdel de la vereda, que fueron usadas para envolver los cadáveres y movilizarlos hasta el helicóptero que se los llevó. 

Durmiendo con el investigado

A un tanatólogo que recibió algunos de los cuerpos también le llamó la atención que los occisos hubieran dado tantas vueltas antes de llegar a la morgue. Asegura que los cadáveres venían provenientes del Batallón de Artillería No. 27 Santana. “Recibimos los cuerpos y los llevamos a la morgue de Puerto Asís. Al siguiente día, en horas de la mañana, se realizó el desplazamiento de los cuerpos para Mocoa, el cual se hizo en los carros de la Fiscalía y en un carro de la funeraria”, explicó.

Justamente, sobre el levantamiento de los cadáveres y los actos urgentes realizados por el CTI de la Fiscalía existen varios interrogantes. El primero surge de la versión del Ejército de que se trató de un operativo conjunto con la Fiscalía. El ente investigador dio otra información. Descartó la operación conjunta y detalló que recibieron el llamado para hacer el levantamiento de los cadáveres solo a las 2:35 de la tarde del mismo lunes 28 de marzo en el Batallón de Santana. Asimismo, informó que a la vereda El Remanso solo pudieron llegar el primero de abril en horas de la tarde.

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Los investigadores llegaron en un helicóptero del Ejército, pues, según argumentaron, son quienes les prestan la seguridad. Para las organizaciones que componen la Mesa Territorial de Garantías, que hizo una misión humanitaria de verificación el sábado 2 de abril, resulta inquietante que la Fiscalía hubiera llegado al terreno cuatro días después de la operación. También, que se hubiera transportado en una aeronave militar y que el recaudo de pruebas se hubiera realizado bajo la mirada de los soldados, que estuvieron dispersos a lo largo de la escena. “No brinda tranquilidad que los testimonios fueran entregados bajo la observación de los militares y que el material probatorio estuviera a su disposición por varios días”, anotó una integrante de la Mesa. 

Desde el día que ocurrió la operación militar, un dispositivo de soldados mantuvo su presencia en el casco poblado. “No es justo que el mismo Estado nos haya hecho esto. Ellos están para proteger a las comunidades y no para masacrarlas. No entiendo por qué el Gobierno dice que hay 11 guerrilleros abatidos, si yo doy fe de que cinco de los asesinados son conocidos de todos nosotros”, reclamó uno de los habitantes de El Remanso. Una vereda que hace tiempo no le hace honor a su nombre, pues es uno de esos pueblos abandonados que sobreviven por la economía cocalera, de la que comen los grupos armados ilegales, las comunidades e incluso algunos miembros de la fuerza pública. Actores que, en la lógica de la marginalidad, coexisten en un delicado equilibrio que de cuando en vez se rompe y deja rastros de una masacre o de una operación militar, y en algunos casos, como este, de una mezcla de las dos. 

*Los periodistas de Vorágine, El Espectador y Cambio que llegamos hasta el lugar de los hechos coincidimos en que la historia que tratábamos de reconstruir era más grande e importante que nuestras capacidades individuales como reporteros y debía estar por encima de cualquier espíritu de competencia común en este oficio. Por eso, y porque el país tiene derecho a conocer de la forma más completa posible lo que ocurrió el 28 de marzo en Puerto Leguízamo, decidimos actuar como si fuésemos una unidad investigativa y compilar la mayor cantidad de material posible en el corto tiempo que teníamos, para luego compartirlo. El resultado es un trabajo colectivo que recaudó cerca de 30 testimonios, videos y fotografías que cada periodista se dio a la tarea de narrar a su manera.

 

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