Ana Bejarano Ricaurte
14 Agosto 2022

Ana Bejarano Ricaurte

SOTANA DE ORO

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Qué pereza hablar de impuestos. Y se vuelve tortuoso el debate público cuando se copa de novatos expertos tributarios. Lo más aburrido es gastar tinta y cabeza en este tema cuando el verdadero problema no es tanto quiénes los pagan sino a dónde va a parar realmente nuestra plata. Pero se hace necesario, pues el gobierno de Gustavo Petro ha radicado una nueva reforma tributaria. Y comienza el festín de debates anodinos sobre asuntos que nadie entiende realmente sino un grupo de economistas o abogados y formuladores de política pública que hablan jeringonza sofisticada. Que si la comida chatarra efectivamente lo es, que si le van a echar marihuana en lugar de azúcar a las tortas de cumpleaños y otras taradeces. 

Una de las posturas del Gobierno que ya está clara es que no impondrá impuestos a las Iglesias. Lo dijo Petro en campaña, y no podría ser diferente porque eso implicaría molestar a las congregaciones cristianas de la Colombia Humana. Pero el asunto merece una segunda mirada, señor presidente. 

Actualmente las Iglesias están exentas del impuesto sobre la renta y el predial, y esos privilegios tienen notables consecuencias. Desde siempre las empresas de fe han gozado de regímenes especiales que los eximen de pagar impuestos. Es obvio, porque el clamor de la separación del Estado y la Iglesia es relativamente nuevo en las democracias modernas. Es aún más joven su materialización, pues a pesar de estar en la Constitución de 1991, siguen existiendo vástagos del matrimonio entre el Estado y la fe. 

Esta concesión se ha justificado con la excusa de que no se pueden gravar los dogmas religiosos. Que las Iglesias alimentan asuntos espirituales, que además tienen trascendental importancia social y por eso merecen el perdón de la autoridad tributaria. Que los lugares, personas y actividades de fe son factores que simplemente promueven el bien común y personal. También se argumenta que los impuestos a las actividades sagradas pueden usarse como una forma de persecución religiosa. 

A pesar de todas esas buenas excusas, afuera del púlpito se oficia una misa muy distinta. Lo cierto es que hoy en día muchas organizaciones religiosas no se limitan a promover dogmas. Las Iglesias se han diversificado en sus actividades y actúan como grandes conglomerados económicos, llenos de predios y de distintos servicios, que cobijan bajo un solo paraguas de fe. La DIAN reportó que para el año 2021 el patrimonio líquido de las congregaciones religiosas en Colombia ascendía a más de 16 billones de pesos y los ingresos brutos eran superiores a los 5,8 billones al año. ¡Ay, qué negocio provechoso para los mercaderes de las almas!

El punto es si las Iglesias se merecen las exenciones tributarias ideadas para las organizaciones sin ánimo de lucro cuando actúan como feroces actores del mercado capitalista. Claro, tener mucho dinero no es sinónimo del deseo de lucrarse, pero sí lo son la cantidad de otros negocios en los que se acumulan fortunas y se enriquecen pastores. 

En Estados Unidos, por ejemplo, la agencia de impuestos (IRS, Internal Revenue Service) ha acabado con la exención de Iglesias al verificar que están enteramente involucradas en proselitismo electoral. ¿Es la actividad política que adelantan muchas Iglesias en Colombia —incluyendo las amigas de Petro— una actividad sin ánimo de lucro? Por supuesto que no. La política puede ser de interés público, pero quienes la ejercen están ahí para lucrarse, aunque a veces lo hagan legalmente. 

Lo bueno es que cuando las Iglesias se comporten solo como tales, o cuando realmente actúen sin ánimo de lucro, podrían seguir recibiendo las exenciones tributarias de cualquier fundación. Así funciona en muchos otros países. Es cierto que algunas actividades sociales no deben ser gravadas y en ocasiones las Iglesias cumplen esos requisitos, pero la prohibición generalizada, porque sí y sin derecho a pataleo, es una gabela injusta que debe acabarse.  

Aparte de semejante privilegio, que además les alcanza para no pagar predial sobre parqueaderos y otros lugares que carecen de una clara relación con el culto, también están exentas de presentar sus estados financieros, informes de beneficiarios o pagos a terceros. Una sotana de hierro, o tal vez de oro, que cobija todas sus operaciones. No es solamente el dinero que pierde el erario sino que la lupa de la autoridad poco cae sobre ellos y por esa vía se autorizan abusos que ni siquiera conocemos. ¿Acaso es imposible pensar que en un país como Colombia, donde se lava plata hasta vendiendo arepas, con semejante riqueza oculta no se pueda servir el mismo propósito? Incluso si no tributan, ¿no deberíamos tener derecho a que se les mire con la misma intensidad con que se ausculta al microempresario que empuja su emprendimiento?

Para 2021 ya existían 8525 iglesias y asociaciones religiosas registradas ante el Ministerio del Interior. Se certifican más de 1000 cada año. Con esa aprobación ya obtienen muchos más beneficios y menos transparencia de las que se les exige a las fundaciones. Y claro que Colombia es un país rezandero, pero ¿tanta denominación creada tan rápido y tan fácil no merecería un mayor control? Por lo menos ver qué es lo que hacen con toda la plata que recogen, su mayoría en efectivo.

Y, por supuesto, también es injustificado este privilegio en un Estado que tiene el mandato de ser laico. De permitir y proteger pero no privilegiar las manifestaciones religiosas. Esta gabela es la imposición de que quienes no creemos ni militamos en ningún culto financiemos el mito de los otros. No hay ninguna razón constitucional para permitir este abuso, y si se regula adecuadamente se puede evitar la persecución, porque las reglas serán para todas las Iglesias, grandes o pequeñas, ricas o pobres. 

Katherine Miranda ha batallado este asunto con valentía en el pasado y la ha hecho merecedora de persecución: “¡Diabla! ¡Pecadora! ¡Atea comunista!”. Y se propone presentar esta iniciativa de nuevo, así le impongan penitencia. Adelante.

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