Sandra Borda
18 Enero 2023

Sandra Borda

La universidad y el acoso: una combinación fatal

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Llevo demasiado tiempo viendo de primera mano o escuchando a través de otras, historias sobre diversas formas de acoso de profesores hacia estudiantes. Son demasiadas. Y antes de que alguien salte a decir que también pasa con las profesoras mujeres, de una vez advierto que jamás he escuchado un caso de esos y si se ha presentado, frente al mar de casos que involucran a profesores hombres, el asunto es evidentemente una excepción a la regla. Repito, he pasado mi vida entera en universidades, en Colombia y fuera del país, y me alarma observar que no hemos podido erradicar con contundencia esa práctica de nuestras instituciones. 

Y ya que estamos en lo que salir de los argumentos fáciles para poder dar una discusión tan importante con toda la seriedad que amerita, también dejemos claro que esa letanía según la cual la mayoría de veces las acusaciones son falsas y por eso no es una práctica sana creerles a las víctimas, es un argumento falaz. Para mi pesar, las falsas acusaciones constituyen también notables excepciones a la regla. El costo de hablar es demasiado alto como para incurrir en él diciendo mentiras. Esto lo saben bien las víctimas. 

Se preguntará el lector entonces, ¿por qué un salón de clases es un lugar tan propicio para que el acoso tenga lugar con tanta frecuencia? y, digámoslo ya, ¿con tan altísimos niveles de impunidad?

Para empezar, diría que las grandes asimetrías de poder entre una estudiante y un profesor en un aula de clase son condición necesaria mas no suficiente para el acoso y el abuso. Cualquier asimetría lo es: el control financiero de los hombres sobre las mujeres en el hogar, la relación entre un jefe y su subalterna, el control sobre las notas y por tanto sobre el futuro profesional de un profesor sobre sus estudiantes, son todas situaciones que les otorgan a los hombres la posibilidad de controlar, manipular y extorsionar. 

Además de las formas de control explícitas, es preciso reconocer que el conocimiento, la elocuencia y el carisma también son herramientas de seducción a las que son vulnerables las estudiantes mujeres. Por eso, la sola práctica —frecuente entre los profesores hombres— de establecer relaciones de pareja con sus estudiantes, ya plantea un escenario muy problemático. No es acoso, no constituye un delito, pero desde mi punto de vista, el que este tipo de relaciones tengan lugar en un escenario tan desigual y con tanto control de por medio, ya enturbian irreversiblemente el ambiente de aprendizaje y la interacción social en el salón de clase. 

Igual sucede en los lugares de trabajo, no es prohibido, pero tampoco resulta recomendable que los jefes entablen relaciones de pareja con sus subalternas. No es simplemente incómodo o “malo para la productividad”, estas relaciones aumentan la vulnerabilidad de las mujeres cuando ellas ya están en situación de desventaja. Por esa razón, en muchos lugares del mundo, en universidades y lugares de trabajo, en ocasiones este tipo de relaciones son prohibidas. 

Pero la cosa no para ahí. Es preciso reconocer que el tablero, en el aula de clase, está demasiado inclinado en contra de las mujeres. Ya sea porque todavía (cada vez menos, por fortuna) subsisten profesores que creen que la inteligencia de los hombres es superior y las mujeres solo vamos a la universidad a buscar marido, o porque profesores hombres (ojalá cada vez menos, cruzo los dedos) también encuentran en el aula de clase un escenario ideal para hacer realidad su fantasía de tener una relación con una mujer joven y atractiva, con un mantenimiento absoluto del control sobre ella. Así, hay desde aquellos que se creen con facultades para tocar y poseer, a las buenas o a las malas, hasta los que simple y sencillamente se ponen en la tarea de “levantar” estudiantes a punta de coqueteos, usando su capacidad de ayudar (o de entorpecer) el desempeño académico de su víctima. 

Si por alguna razón las estudiantes escapan al control y deciden en una valentía admirable desafiarlo, entonces llegan las amenazas: no solo con las notas, con el futuro profesional, con abrir y cerrar puertas, con invocar un “la universidad y mis colegas siempre me creerán más a mí que a una muchachita que iba perdiendo el curso”. Pero si esas amenazas no valen y las estudiantes deciden seguir hablando y reclamando, la siguiente pared es todavía más alta: lo que sigue son los y las colegas apoyando incondicionalmente al victimario por solidaridad de gremio o porque ellos temen ser los próximos, las instituciones educativas tratando de bajarle el volumen al escándalo para que su reputación no se vea afectada, y la consecuente y terrible soledad de las víctimas que hace que les empiece a parecer mejor idea dejar pasar el “mal momento”. Cuando hay suerte, la cosa termina en que la universidad pide una renuncia y calla dejándole el problema a la próxima institución educativa que bajo el velo de la ignorancia decida contratar al perpetrador. Cuando no, no pasa absolutamente nada. 

El golpe psicológico es tan fuerte que es justamente en esta parte del proceso que la gran mayoría de las víctimas decide pasar la página. Luego la alternativa de una denuncia legal no alcanza ni siquiera a aparecer entre las opciones. Y ellas quedan condenadas a hacer parte del mismo gremio de su agresor, sometidas para siempre por su propio silencio si no quieren que su futuro profesional se les desvanezca en las manos. Ojalá el profesor no sea además una figura pública con algo de poder político porque entonces allí el miedo se multiplica y el silencio se convierte en una cuestión de supervivencia. 

Piense el lector en todo esto la próxima vez que, con algo de altitud moral, tenga ganas de pararse en un pedestal a demandar a través de un tuit denuncias penales por parte de las víctimas. 
 

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