'C' de complaciente: una noche con Rosalía en Bogotá
Más allá del impresionante 'show' de la catalana, su figura en tarima invita a reflexionar sobre la modernidad, la hiperrealidad y la fragilidad de la figura pública.
Foto: María F. Fitzgerald.
Por Sebastián Narváez Núñez
En un mundo abrumador, hiperconectado, hiperdependiente de la tecnología y hasta extravagante por donde se le mire, encontrarse con un lienzo en blanco durante buena parte de un concierto es, cuanto menos, chocante y al mismo tiempo alivianador.
Contrario a la parafernalia que suele adornar los escenarios de figuras masivas en la industria del entretenimiento con su pirotecnia, sus llamaradas de fuego en el escenario, sus montajes colosales y visuales exagerados, lo que acompaña a Rosalía en el escenario, durante su Motomami World Tour, no es más que un sinfín blanco vertical que se extiende desde el techo hasta la parte de adelante de la tarima, una tela suspendida encima, dos pantallas verticales a los lados, un camarógrafo y un grupo de coreógrafos que también hacen parte de lo que las imágenes y el sonido relatan en las pantallas.
Eso, de entrada, propone una experiencia innovadora, un relato que por donde se le mire responde a las dinámicas de las redes sociales en la actualidad, donde la narrativa de la vida transcurre en un plano vertical y justamente es lo que la intención de este montaje está contando directamente a esta generación. De ahí parte una relación que se acomoda y retrata el momento del mundo que habitamos: un mundo constantemente instagrameable.
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Serían las 9:03 de la noche, en el Movistar Arena de Bogotá, cuando los trazos de una mariposa azul dibujada a mano alzada empezaron a darle vida a ese lienzo blanco impoluto. Cada nueva línea conectaba con la ansiedad de una euforia efímera en los asistentes. Arriba, en el escenario, iban apareciendo las palabras: "Motomami, Rosalía", círculos imperfectos, líneas abstractas, tachones y rayones al azar; abajo, en el público, las palmas acompañaban coros que gritaban “Rosalíaaaaa, Rosalíaaaaa”, “Saoko papi Saoko”, “Roooosy, Roooosy”, casi que desesperadamente, como quien invoca un deseo de que la espera acabe de inmediato. De repente, el apagón, las luces estrambóticas tras el escenario, el sonido de un derrape, como si de una llanta quemando un asfalto imaginario se tratara. Un ritual de invocación a la que también es conocida como "la Motomami".
Finalmente, Rosalía, camuflada entre sus bailarines, escondida, al igual que ellos, tras un casco de luces brillantes, hizo su entrada. El público, inmediatamente, estalló.
De su show de casi dos horas y media, podría hacerse un repaso de las canciones de su disco Motomami. Podría decirse que además cantó Aislamiento y Lax, que son temas inéditos, que cantó Despechá, su más reciente sencillo; Blinding lights, su remix junto a The Weeknd y colaboraciones como La noche de anoche, con Bad Bunny y Linda, con Tokisha. Podríamos también hablar de los shows simultáneos, ese discurso audiovisual multiplataforma en el que el performance toma una nueva dimensión y se narra, paralelamente, lo que transcurre en el escenario, pero también los videoclips producidos en vivo a través de las pantallas, la hiperrealidad de ser ella misma por momentos quien se graba en primerísimo primer plano generando una cercanía absoluta, una relación directa con ella; y finalmente, el relato invididual de cada celular, de cada persona apuntando no solo a ella, sino a sí mismos, transmitiendo esa emoción de cantar hasta el afonismo y mostrarlo en redes, porque es allí donde transcurre la vida que ven los demás y es una celebración constante de momentos que se atesoran en historias de Instagram que en 24 horas ya no van a ser relevantes.
Podríamos hablar de todo esto, que no es más que una réplica de un show que simplemente cambia de locación en fechas diferentes, con un formato innovador, sí, con un montaje minimalista y al mismo tiempo tambiém impresionante. Con un sentido estético curado al detalle, claro. Pero sobre todo, con la preocupación y la necesidad que responde a lo que la gente quiere relatar en su “vida digital”, o al menos todo pareciera estar dispuesto para que suceda de esa manera.
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Cualquier artista con los medios necesarios puede montar un show absurdo con un escenario extravagante, figuras colosales, invitados de lujo, luces, visuales hipnóticos, hologramas, todo lo que se les pueda ocurrir, pero hay en Rosalía un interés genuino por hacer parte de ese momento de tu vida y hacerlo inolvidable.
Y sin embargo, lo más impresionante de todo, al menos a mi parecer, no es solamente el desarrollo de todo esto, sino algo más íntimo que tiene que ver con la figura de Rosalía como una artista comprometida con complacer. Y es que cualquier artista con los medios necesarios puede montar un show absurdo con un escenario extravagante, figuras colosales, invitados de lujo, luces, visuales hipnóticos, hologramas, todo lo que se les pueda ocurrir, pero hay en Rosalía un interés genuino por hacer parte de ese momento de tu vida y hacerlo inolvidable.
Esa cercanía existe en varios niveles, desde sus confesiones y anécdotas íntimas en escenario, hasta romper con el performance, salirse del libreto para percatarse de tu existencia y hacer lo posible por valorar que estés ahí, con ella. Se toma el tiempo de tomarse una foto contigo porque llevas una pancarta que dice que si no logras esa foto te van a echar del trabajo. Bromea contigo y dice que luego de esa foto, te mereces un aumento. Te sube al escenario para bailar con su crew o para cantar su versión (y tú versión) de Abcdefg. Te recibe, en un acto casi que macondiano, una bolsa de pandebonos que hiciste con la ilusión de que te viera, los aceptara y se los comiera. Luego de eso, te dedica una canción porque le diste de comer. Detiene el show y deja todo en silencio para atenderte porque te sientes mal y no va a seguir hasta que te recuperes. Te firma un vinilo en medio de una canción. Se pone la ruana que le bordaste con el ícono de Motomami con los colores de la bandera de Colombia. Te recibe las flores, los peluches, las camisetas que le arrojas al escenario. Hace un paneo con su mirada, te señala allá arriba en el último rincón y te dice que aunque estés lejos te ve y te siente. Se preocupa porque sepas que ella sabe que existes, que sabe bien que estás ahí por ella. Genuinamente quiere saber que estás atesorando ese recuerdo.
Al final, vale la pena también rescatar la evolución del personaje a lo largo del show. De entrada Rosalía se presenta como una diva futurista, con sus cascos luminosos, con su maquillaje excéntrico, con una puesta en escena de coreografías tan amorfas como elegantes, tan sincronizadas y libres, tan detalladas e hipnóticas. Es la “motomami” que se sube en una pirámide humana que emula justamente ese vehículo frenético, para luego ir rompiéndose poco a poco, dejar de lado esa idea de la diosa y hacerse vulnerable, despojándose de su maquillaje, alejándose de sus bailarines que la siguen, la idolatran y la graban, para terminar sentada sola, frente a un piano, casi desmoronándose, sintiendo cada palabra que sale de su ser, desde la nostalgia en Pienso en tu mirá, hasta el deseo en Hentai, pasando por la introspección en Diablo y el anhelo en Delirio de grandeza.
De ser la diva que comanda una pirámide humana en forma de moto pasa a ser la mujer que se divierte en monopatín, sin más pretensiones que deambular por el escenario con sus amigos, como si no existiera la fama y sus vicios, como si hubiese alcanzado el balance entre la estrella masiva que llena aforos a su paso y la muchacha que simplememente quería reivindicar el flamenco y su raíz, sin saber que en su destino estaba transmitirle al mundo su propia visión del éxito, que no sería posible sin esas personas a las que se acerca y hace sentir especiales en cada concierto.
Al final de la noche, la satisfacción es mutua y de eso no hay ninguna duda.