Delfina Dib y un grito de libertad
La cantante argentina radicada en Bogotá lanzará próximamente su primer álbum, con el que sanó un corazón roto y se reencontró con su fuerza.


Por Santiago Cembrano
Fue un “no” rotundo y seco, como una cachetada bien dada. El 2014 llegaba a su ocaso y Delfina Dib iba a completar un año de haber dejado su Buenos Aires natal para migrar a Bogotá. Vivía en la resonante Casa Volketa, en Chapinero, y sobrevivía juntando la ayuda de sus compañeros de casa como un colchón o un plato de comida caliente con los pocos pesos que ganaba como vestuarista, mesera o vendiendo sánduches en la calle. Su mamá, Gabriela, le había advertido: “¿Colombia? ¿Qué vas a hacer allá?”. Delfina, tenaz, quería conocer el mundo, apostar por su música, ser libre. Desde Bogotá recordaba la voz materna de desaprobación: “¿Acaso no hay estudios de grabación en Argentina?”. Había aguantado con orgullo y sabía que empezar de cero en un país nuevo no era fácil, pero el hambre en las noches estaba picante. No podía más. Por eso jugó la última carta que le quedaba en la baraja, la que había guardado para usar en una emergencia. Llamó a su mamá y le pidió plata. Para su sorpresa, su grito de socorro no tuvo respuesta: “No. ¿Te quisiste ir a vivir a Colombia? Ahora te la bancás sola”, le respondió Gabriela. Su nueva vida la tendría que construir ella sola.
El 31 de diciembre de 2014, Delfina sumó las monedas que encontró en sus bolsillos, los billetes de su billetera y el saldo de su cuenta de ahorros. El total era 20.000 pesos. Con eso hizo la cena de Año Nuevo para ella y dos amigas. Llegar entera al final del año era motivo de celebración y una gran enseñanza. “Hay una fuerza ninja de adentro que me hace sacar el fua en el momento que es, cuando todo se pone como ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy! ¡Uy!, y eso me lleva a algo mejor”, dice al recorrer los recuerdos de su llegada a Colombia. Con su convicción y sus sueños empuñados como si fueran un azadón, Delfina ha labrado su camino hasta consolidarse en el panorama musical colombiano, una fuente inagotable de candela que cada vez que entona enciende todo lo que la rodea. Superestrella en potencia, equilibra rapeos filosos, baladas emotivas, dembows sensuales y traps enérgicos, atravesados por su escritura sensible y pujante que proyecta en quien la escucha esa fuerza ninja que nunca la ha dejado desfallecer. Más de la mitad de su vida la ha pasado haciendo música, pero apenas a sus 34 años está cogiendo impulso para lo que viene.
El poeta chicagüense Gil Scott-Heron dijo que para conocerte solo debes mirar el rostro de los demás: ese es tu reflejo. El impacto de Delfina y su música no lo captan sus millones de reproducciones o en qué festivales toca, esto no se trata de la hoja de vida. Su magia se revela en la cara iluminada de emoción de una veinteañera que la reconoce en la calle y se acerca dando saltitos. “Tu música me ha salvado la vida muchas veces”, confiesa tras la foto de rigor y se va agradecida entre el ajetreo ruidoso de un sábado por la noche en el centro de Bogotá. Delfina se despide sonriente y se queda callada. Los dones de la vida no son para quedárselos sino para compartirlos, dijo también Scott-Heron, el padrino del hip hop.
Minutos después, considera lo que pasó y no oculta su sorpresa: “Eso fue re loco, muy fuerte. Es como Wow, boludo, me quieren. Muy zarpado. No he dejado de cantar lo que quiero cantar y funcionó”. En la carrera 7 con 21 huele a canelazo, tres niños juegan fútbol y evitan que un perro muerda el balón y un Michael Jackson de baja resolución interpreta Thriller sin mucha convicción. “Es muy loco, boludo. Me flashea la cabeza que me digan eso” , repite. “Pienso como Pará, ¿será verdad? Y sí, obvio es verdad”.
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Delfina siempre la tuvo clara. Una tarde de finales de los 80 estaba viendo televisión con su mamá y Madonna apareció en la pantalla. Tenía dos años y apenas estaba aprendiendo a hablar, pero en ese momento fijó el rumbo de su vida: “Yo así”, balbuceó mientras señalaba a la reina del pop. “De chiquita siempre soñé con ser cantante. Siempre. Me imaginaba tipo una limousine, la red carpet y el hotel”, recuerda. De camino al colegio, el carro familiar se convertía en una tarima llena de luces que Delfina reventaba con covers de Illya Kuryaki & The Valderramas. Gabriela, al volante, la miraba con cara de alguienmateaestaniñaporfavor.
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El impacto de Delfina y su música no lo captan sus millones de reproducciones o en qué festivales toca, esto no se trata de la hoja de vida. Su magia se revela en la cara iluminada de emoción de una veinteañera que la reconoce en la calle y se acerca dando saltitos.
Creció en San Isidro, al norte de Buenos Aires, acompañada del río y los árboles que la hacían sentir libre. El barrio fue su primer escenario y el origen de su primera banda, con amigos de la zona y del colegio: Venfresca, una mezcla de cumbia, reggae, ska y rap. Estaba bien pero, a sus 20 años, ella era la que más energía metía para componer, para grabar, para todo. No le bastaba que estuviera bien, apenas bien, ella quería mucho más: la música era todo su vida. De vacaciones en Uruguay decidió que iba a ser solista y que necesitaba un cambio de escenario.
Venfresca salió de gira en 2011 y llegó a Bogotá. Para Delfina la conexión fue inmediata, por eso se quedó unos meses más. Cuando volvió a Buenos Aires mantuvo el contacto con la gente que había conocido en Colombia y lo siguió expandiendo. Por eso se zambulló de cabeza cuando tuvo la oportunidad de volver a un campamento de producción en enero de 2014. Y entonces lo supo: ese era el lugar donde debía y quería vivir, entre montañas y un entorno cultural que se abría ante ella como el lugar donde podía alcanzar los sueños que tenía desde niña. Voló a Buenos Aires, vendió sus cosas y regresó a Bogotá para quedarse.
“Las cosas fueron pasando. Me di cuenta de que soy una ninja, tipo Si pude con esta voy a poder con la que sea”, recuerda Delfina de cómo logró acomodarse mejor a la ciudad. Con el colectivo Falsas Primas hacía fiestas y vendía ropa. Con el productor Camilo Zúñiga formaron Zideral, ella desplegaba toda la fuerza de su voz sobre las bases electrónicas de él para dibujar metáforas abstractas. En 2015 salió su primer disco y en 2016 empezaron a ganar algo de dinero. En 2018 decidió seguir su camino aparte, buscar la libertad a través de una escritura más personal e incisiva para todo lo que debía decir, decirlo a nombre propio como se lo había prometido a sí misma en esas vacaciones en Uruguay.
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En un café al lado del Teatro Jorge Eliécer Gaitán lleno de libros y vinilos, Delfina pide una aromática de frutas. Lleva grandes candongas doradas, un chaleco oversize y una gorra de la NASA que ensombra los rasgos fuertes de su rostro, un mapa que revela su ascendencia árabe. Llega la aromática, se la toma despacio y le saca la hierbabuena antes de comerse las fresas. Inhala, exhala y habla de su 2021, uno de los años más duros de su vida.
En 2021 Delfina estaba en modo hogar, más de películas y pizza con el novio y las gatas que de calle y chorro; la pandemia y la cuarentena contribuyeron a que prefiriera la comodidad de la cueva. Este modo se rompió con tres pérdidas que llegaron seguiditas. Primero terminó con su exnovio, el rapero Pezcatore de Rap Bang Club; luego murió su asistente emocional, su gata Ela, que la había acompañado desde que llegó a Colombia; finalmente, murió su abuela Eugénie, la mamá de su papá, que estaba a punto de cumplir 102 años. Golpeada, se deshizo de absolutamente todo lo que tenía y viajó a Buenos AIres. Delfina tocó en su ciudad, Palermo y Montevideo. Su tierra abrazó su música: unos le preguntaban que cómo no la habían conocido antes y otros la reconocían con admiración. Vivió sus duelos acogida por el abrazo de su familia y amigos y mudó de piel en medio de esa nostalgia porteña de tangos y miradas perdidas hacia el horizonte. Tras unos meses en los que descansó y recuperó la fuerza vital, volvió a su casa, Bogotá. A los días quiso irse de nuevo.

“Yo siempre quise viajar y moverme. Para crear y hacer cosas nuevas, cada vez mejores, me tengo que mover. No me funciona quedarme quieta en un lugar mirando por la ventana y viendo siempre lo mismo”, cuenta Delfina sobre su nomadismo. Como se precia de ser instintiva y sus corazonadas la han guiado por el camino correcto, dejó que el destino de su viaje apareciera solo. México aterrizó en su mente y dijo Bueno, México. Se fue con el plan de quedarse 15 días, tocar en Guadalajara y grabar un videoclip. Volvió después de un mes, con la certeza renovada de que solo se pertenecía a sí misma y con un disco nuevo bajo el brazo.
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Una tarde de finales de los 80 estaba viendo televisión con su mamá y Madonna apareció en la pantalla. Tenía dos años y apenas estaba aprendiendo a hablar, pero en ese momento fijó el rumbo de su vida
En Ciudad de México conoció al productor colombiano Julián Bernal gracias a Elsa y Elmar, Soy Emilia y una noche de tacos. Esa misma noche fueron a su casa y, cuando ella se fue, ya había una canción. La conexión fue inmediata: “Él es una persona muy tranquila, con mucha paz y yo soy más bien arriba. Yo estaba muy sensible y el man supo cómo tratarme, acercarse, validar mis ideas, escucharme”. Delfina volvió al otro día e hicieron otro tema. En cada sesión él le preguntaba a cuántos beats por minuto había despertado y según su respuesta decidían el color con el que iban a trabajar. Al final ya tenían diez temas, un álbum que refleja cómo se reencontró consigo misma y el estado meteorológico de su alma. Por eso lo tituló Directo al cora: una misiva del suyo al corazón de todas las personas que lo escuchen. Con orgullo dice que nunca ha sido tan ella como en este, el primer álbum de su carrera.
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Su tierra abrazó su música: unos le preguntaban que cómo no la habían conocido antes y otros la reconocían con admiración. Vivió sus duelos acogida por el abrazo de su familia y amigos y mudó de piel en medio de esa nostalgia porteña de tangos y miradas perdidas hacia el horizonte.
Delfina está obsesionada con Directo al cora —del que hacen parte los sencillos Tiempo y A.K.—como una madre primeriza, lo cuida para que nada ni nadie lo arruine. “Cayó así de una, como un flancito de caramelo, que lo levanté y Ah, lo desmoldé bien, ¡Vamos, boludo!”. Lo cuida por todo lo que le dio en su proceso emocional y aclara que, primero que todo, es por ella y para ella, no para tirarle a nadie sino para entender por qué duele y cómo es que se sana. Si ahí afuera hay gente que se identifica con lo que ella canta, que estaba buscando esas palabras para darle sentido a sus sentimientos, qué alegría. El único mensaje para los demás es el mismo que ella se retiñe en la mente con cada canción: que crea en sí misma, que sea feliz, que haga las cosas con el corazón. Por eso, cuando le preguntan por todo lo que ha pasado en su vida recientemente, responde: “No importa, cuando escuches mi disco entenderás un poco”.
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En su casa, un monoambiente del centro de Bogotá, Delfina pide por teléfono que vengan a arreglar la cisterna de su baño. Cuelga y se queda masticando la palabra “cisterna”, como si no se correspondiera con lo que nombra. Menciona palabras que sí suenan a lo que son, instrumentos africanos como el shekere o el yembé. ¿Y “Delfina” suena a Delfina? “Sí”, responde ella mientras prende un bareto. “Yo creo que sí”.
Delfina Dib se llama Delfina Dib. Se presenta ante el público con el mismo nombre que indica su DNI, un homenaje a La Delfina, una mujer que combatió en las guerras civiles argentinas de inicios del siglo XIX. “Cuando me abrí mi Soundcloud me puse Delfín Dib, pero eso no iba para ningún lado. Y ahí dije Yo me tengo que llamar como me llamo. Es mi personalidad. No me gustan las caretas. Mis canciones hablan de las cosas que yo vivo”, explica. De haber sido por su padre, el abogado penalista Alberto Gustavo Dib, se habría llamado Pancracia Sanpirulo. Pancracia Sanpirulo Dib, imagínate eso. “Porque flashaba, boludo, le pintaba esa al man. Era medio loco. Mi mamá le dijo Te doy dos días para que pensés otro nombre. Y unos días antes de que yo naciera él volvió de la oficina y le dijo: Ya sé, Delfina. A mi mamá le encantó”, recuerda. La Delfina es recordada por lo aguerrida que era, por su destreza con las armas.

Alberto, hijo de libaneses, solía volver a casa con regalos de sus clientes del entretenimiento, como discos, entradas para conciertos en el Teatro Colón o invitaciones para el ballet, que formaron la infancia de Delfina. Él era de esos abogado de oficio que en un momento estaba viendo televisión en calzoncillos y al otro salía corriendo a atender algún caso. Figura paterna para jóvenes y no tan jóvenes bonaerenses, si no estaba sacando de la cárcel a uno estaba buscándole a otro dónde vivir. El entretenimiento, su alma de artista, volvía en las fiestas familiares, cuando contaba los chistes de siempre para gusto del público de siempre. Jugaba rugby y era hincha de Boca Juniors, tanto que montaba a toda la familia en su Ford Windstar para celebrar por la Boca cuando los xeneizes ganaban. No tomaba ni fumaba, pero comía por dos y no iba al médico. Decía que iba a hacer dieta y volvía a la casa con la corbata manchada de pizza, listo para comer de nuevo.
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Bogotá era el lugar donde debía y quería vivir, entre montañas y un entorno cultural que se abría ante ella como el lugar donde podía alcanzar los sueños que tenía desde niña. Voló a Buenos Aires, vendió sus cosas y regresó a Bogotá para quedarse.
Cuando la hermana de la mamá de Delfina y su esposo murieron en un accidente de tránsito, Alberto, sin dudarlo, dijo: "Tenemos tres hijos más a partir de hoy" y adoptó a los sobrinos. Mantenía a su madre, a su hermana, a su nueva familia. Su corazón era enorme. Dos años después, cuando tenía cuarenta años y Delfina ocho, falleció de un infarto. Tras el funeral, cuando entró a su habitación, lo primero que vio Delfina fueron sus juguetes y lo primero que pensó fue que no tenía tiempo para esas bobadas. Tenía que crecer rápido y no podía darle ni medio problema más a su mamá, debía cuidarla. “De chiquita la vida me cagó a piñas, boludo. Fue como Ah bueno, bien, la vida es una mierda. Fue terrible. Cómo hice, wacho, no sé”, dice. Todavía detesta los cementerios y el olor a ciertas flores. No lo ha dejado de extrañar a su papá, porque nunca lo ha dejado de sentir cerca. Se comunican mágicamente y en momentos decisivos siente su presencia.
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A Delfina la suelen comparar con Nathy Peluso, aunque ella no siente que sean parecidas. Su artista favorita es Rosalía, por su fortaleza y delicadeza, de la que le gustaría aprender. Admira a Queen Latifah y cada vez que escucha a Danay Suárez se emociona por cómo rapea y canta. Ellas la influencian, se incorporan a su arte, a su vida. Delfina es una y muchas, todas: “Hay una dicotomía en mi interior, donde conviven un gaucho de la pampa y la mujer de un narco. Tengo mi lado Mercedes Sosa, pachamama, la tierra argentina, el mate y la guitarra. Pero también está la Delfi Kardashian: soy muy ambiciosa, me encantan Gucci y Louis Vuitton, soy una lámpara”.
Al pasear por el campo de las mujeres de la música que la inspiran, la voz de Delfina se agudiza cuando llega a la principal: Chavela Vargas. De ella le gusta todo, quisiera ser como ella cuando vieja y a la vez haberla tenido como abuela. Se identifica con Chavela porque ambas son mujeres fuertes, viajeras con la música como pasaporte, desarraigadas de su tierra, que interpretan las canciones palabra por palabra para que se sienta cada una al máximo. Sobre todo, porque ambas se definen como libertad.
