9 Julio 2022

Peter Brook, o mi encuentro con un hombre notable.

Con base en sus recuerdos como espectadora y sus lecturas, la escritora y actriz Laura García hace una semblanza del legendario director de teatro y cine que falleció el pasado 2 de julio a los 97 años de edad.

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

 

Peter BrooksPor Laura García

Corría el año de 1978. El Festival de Teatro de Caracas, inspirador indirecto del bogotano una década después, bullía en su esplendor. Yo estaba ansiosa por participar como actriz y conocer la crema y nata del teatro internacional. Estarían presentes el insigne director polaco Tadeusz Kantor con su montaje de La clase muerta (texto clásico de su “Teatro de la Muerte”), del que nunca pude desprenderme, por la intensidad vibrante y experimental de su propuesta escénica, en la que él, a la vez pintor y actor, se paseaba entre los personajes a lo largo de la representación de manera conspicua. Y también estaría Peter Brook, el ya afamado director británico de 53 años, cofundador de la Royal Shakespeare Company, quien había despojado al teatro de oropeles; lo había apartado de ese previsible teatro de solo boletería, foyer, butacas aterciopeladas, iluminación, cambios de escena, distancia entre actores y público e intermedios, para devolverle su calidad de arte vivo, mutante, desprovisto de fórmula. Brook llevaba el Ubú rey, de Alfred Jarry, cuyo primer texto, “¡Mierdra!” —y no “¡Mierda!”—, nos revienta como una bofetada.
Daría una charla el día de la representación por la mañana. Ya yo había entrado en detalles de quién era él gracias a la biografía de J. C. Trewin, de 1971, que lleva su nombre y que había extraído de la biblioteca del Consejo Británico de Bogotá, y al magnífico Lunáticos, amantes y poetas, el teatro experimental contemporáneo de Margaret Croyden, que una tía me había traído de Nueva York con una amorosa dedicatoria.
Esas imágenes preciosas en blanco y negro…
Del propio Brook, en 1946, el año de su montaje de Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare. Del actor Paul Scofield, en Hombre y superhombre, de George Bernard Shaw, y en El rey Juan, de Shakespeare, con el Birmingham Repertory Theatre. De la controvertida producción en Stradford de Romeo y Julieta y de Medida por medida, ambos de Shakespeare. De la histórica resurrección en 1955 de Tito Andrónico, de Shakespeare, con Laurence Olivier y su esposa Vivien Leigh, a quien cuatro años antes Olivier había celado hasta el cansancio durante el rodaje en Estados Unidos de la pieza de Tennessee Williams Un tranvía llamado Deseo. Vivien hacía de Blanche du Bois y Marlon Brando de Stanley Kowalski. Puedo entender a Olivier.

"El actor, pues, es lo único indispensable. El actor y la luz. Y un tapete. No se necesita más".


Y las imágenes rodaban con fotografías de Hamlet, La tempestad y Moderato cantabile —película con Jeanne Moreau—; y otro largometraje basado en la novela de William Golding, El señor de las moscas, de 1963; sin olvidar aquella de Glenda Jackson como Charlotte Corday en Marat/Sade, de Peter Weiss (La persecución y el asesinato de Jean-Paul Marat, como fue representado por los internos del manicomio de Charenton bajo la dirección del marqués de Sade: su título completo), donde se advierte la savia de Antonin Artaud, creador del Teatro de la Crueldad y quien, como Brook, buscaría allende el marco europeo, otras culturas que vindicar; US, sobre la guerra de Vietnam; Edipo, de Séneca, el circense Sueño de una noche de verano, con sus trapecios y plumas de avestruz que bajaban de la tramoya en Stratford, con Ben Kingsley como Demetrio; y luego imágenes de sus otros montajes a partir de su llegada a París y la apertura del espacio Les bouffes du Nord, de claro acento isabelino en su disposición escénica, cuando hizo un viraje artístico y personal en su carrera como director, que ya no tendría, por fortuna, vuelta atrás. Porque como él mismo diría, el teatro es un arte autodestructivo.
Y por eso, a partir del rompimiento, impulsó la representación hacia locaciones más extrañas, estrangulando la relación cómoda con el público en espacios convencionales. Necesitó dejar pasar adelante, en tándem con la esencialidad, al jugador que arriesga y no al repetidor de éxitos. Y es entonces cuando emerge su International Centre of Theatre Research, hijo suyo y de Micheline Rozan, cuna de su trabajo con actores, bailarines y músicos de otras latitudes, con los que había recorrido África y Oriente Medio, el mayor ejemplo de interracialidad cultural hasta ese momento.
Entonces, en ese encuentro en la Venezuela de 1978 con ese hombre notable, recibí una lección. Estábamos esa mañana en un auditorio completamente moderno, iluminado, sentados cómodamente, mirando en primerísimo e ineludible plano la nuca de la persona de adelante, cuando nos interpeló con lo siguiente: Ayer presentamos el Ubú rey debajo de un árbol aquí en Caracas y esta noche la haremos en un teatro semiderruido, mi ideal de teatro. Ahora, en este sitio, cómodo, iluminado, ustedes pueden están arriesgando quedarse dormidos. Están aislados de mí. El edificio teatral, el espacio teatral, debe presentar cierta incomodidad para el espectador”. Y prosiguió: “Careceremos de escenografía. Serán solo los actores y algo de utilería, que podrá transformarse a sí misma en objetos varios ('un zapato puede ser eso, pero también un teléfono; o sus cordones pueden ser espaguetis o un bigote, o un par de marcos de anteojos. Una escalera no es solo una escalera'). El actor, pues, es lo único indispensable. El actor y la luz. Y un tapete. No se necesita más. Porque la escenografía¸ el decorado, pueden desviar el ojo del espectador. En su ausencia, ustedes ponen en marcha su imaginación. El teatro solo existe en el momento preciso en que esas dos palabras —la de los actores y el público— se encuentran”.

Un artista y pensador brillante, no cabe duda. Un hombre notable. Que recibiría en 2019 el premio literario Princesa de Asturias por sus apasionantes, eruditos y transgresores escritos


Recordaba que ya en 1968 había escrito en su icónico libro El espacio vacío: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral”.
Un año posterior a este momento tan afortunado para mí, Brook estrenaría la película Encuentros con hombres notables, sobre los primeros años de búsqueda espiritual y de conocimientos ocultos de George Ivánovich Gurdjieff, el místico, compositor, escritor y maestro de bailes de origen armenio que llegó a Europa en 1920 proveniente del Este y cuyo libro más representativo es Encuentros con hombres notables (razón del título de este artículo). En Hilos del tiempo, su autobiografía, Brook nos compartiría esas enseñanzas espirituales.
Diez años después, en 1988, junto con Jean-Claude Carrière, Brook tejería para el teatro el Mahabharata, el gran poema épico de la India, de ocho y más horas de representación. Ya habría dirigido una exitosa Carmen, de Georges Bizet, pues también incursionó en la ópera. Y en esa misma época se aventuró con un montaje minimalista de El jardín de los cerezos, de Chéjov, que pude presenciar en la Brooklyn Academy of Music con la actriz Natasha Parry, esposa de Brook, en el papel de Liubov Andréievna Ranévskaya, la propietaria de la finca que posteriormente va a venderse. Un drama que remata Chéjov en el último acto con el sonido tajante del hacha tirando abajo el jardín de los cerezos. El fin de una era: su simiente. Y seguirían más: La tempestad, de Shakespeare, con el actor Yoshi Oida, en 1991, y El vestido, una historia sudafricana de Can Themba, que fue interpretada en el Kennedy Center en 2014.
Pero Brook se interesaría asimismo por la neurología, aunque declaró que, ante todo, antes que el teatro, lo que le fascinaba era viajar. Un artista y pensador brillante, no cabe duda. Un hombre notable. Que recibiría en 2019 el premio literario Princesa de Asturias por sus apasionantes, eruditos y transgresores escritos. Que vino a Colombia y se presentó sorpresivamente en 1980 en el TEC de Cali, pero no logró nunca el beneplácito de nuestro nobel para hacer Cien años de soledad en teatro porque, a su parecer, Brook ya no estaba en edad para emprender un proyecto de tales dimensiones. Pienso que lo estaba. Habría quedado, aunque de manera efímera, porque el teatro lo es, esencial, deslumbrante.

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí