Juan Manuel Renjifo, el coleccionista
5 Octubre 2022

Juan Manuel Renjifo, el coleccionista

Juan Manuel Renjifo y Patricia Ibáñez viven en las afueras de Funza, un pueblo de la sabana que en pocos años será absorbido por la gran ciudad de Bogotá, que crece hacia el occidente sin planeación ni miramiento.

Por: Daniel Schwartz

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Su hogar aún goza de cierta tranquilidad pero el pueblo también está creciendo y poco a poco han aparecido conjuntos de vivienda y comercios que terminarán alterando la vida apacible que durante más de dos décadas han sabido construir allí.

Viven en la Hacienda San Isidro, una casona colonial que fue adquirida por el general Rafael Reyes antes de su mandato presidencial. Como Juan Manuel, el general tenía vocación de explorador, le interesaba meterse en las selvas y encontrar su lugar entre el monte. La casa principal está destruida: conserva su fachada agrietada por el tiempo y la naturaleza. En las antiguas pesebreras de la Hacienda, hoy en día un lote aparte de lo que era la casa principal; donde hay una cruz de hierro en la fachada, viven Juan Manuel y Patricia. Una torre, en cuyo interior parquean la camioneta, es la que divide la casa del jardín, que más que un jardín es un potrero sabanero, a veces inundado, que ha sido tomado por la naturaleza de una forma más o menos controlada.

Juan Manuel es un hombre de una tranquila intensidad, casi parsimoniosa. Tiene bigote blanco, cachucha y la típica ropa de los exploradores contemporáneos: pantalón cargo y chaleco. Patricia, recién operada de la cadera, viste una pijama blanca. A diferencia de Juan Manuel, que tiene rasgos fuertes y mirada seria, el rostro de Patricia es fino y delicado, con una sonrisa que no puede evitar. Ella, además, tiene la lengua más suelta: mientras Juan Manuel habla de los logros y los títulos de su padre, Patricia, más perspicaz y con algo de malicia, dice que todos en la familia Renjifo se hicieron científicos por el deseo de satisfacer al padre. El abuelo de Juan Manuel fue un importante hombre de ciencia. Su padre, Santiago Renjifo, fue médico, ministro de Salud, experto en enfermedades tropicales, explorador científico, y fue el gran promotor de la enseñanza de la salud pública en Colombia. Siendo funcionario del gobierno, logró la declaración del Parque Nacional Natural  Sierra de la Macarena, la primera reserva natural nacional de Colombia. La hija de Juan Manuel y Patricia, Camila, es bióloga como su padre.

Juan Manuel junto a una Boa Constrictora
Juan Manuel junto a una Boa Constrictora.

Fuera o no una predestinación, Juan Manuel dedicó su vida a la ciencia, al estudio metódico de los animales y, sobre todo, de los anfibios. La pasión de su padre por los animales hizo que Juan Manuel tuviera una infancia rodeada de serpientes, ranas y sapos. No conociendo más, estudió biología en la Universidad Javeriana. Luego hizo un máster en ciencias biológicas en la Universidad de Kansas, en Estados Unidos.

Durante muchos años Juan Manuel trabajó en el Instituto Nacional de Salud (INAS), en donde tuvo el gran reto de crear un suero antiofídico que pudiera contrarrestar el veneno de las serpientes endémicas. Lo logró, y hasta el día de hoy su suero antiofídico -una pócima mágica cuyo proceso de producción es muy complejo- es utilizado en todo el país. Pero la razón por la cual Juan Manuel es aún más importante en Colombia no es la consecución del suero antiofídico.

Pero el trabajo de campo durante sus años en el INAS fue tomando otros rumbos: mientras conseguía datos para la investigación sobre las serpientes tropicales y analizaba sus entrañas, por una pulsión casi que involuntaria, Juan Manuel comenzó a fotografiar y catalogar todas las ranas, sapos y serpientes que aparecían por su camino. A algunas también las esperaba, inmóvil en la mitad de la selva, sin preocuparse por desatender el trabajo que le había sido comisionado.

Hace un mes, y por esto Juan Manuel es noticia, la Biblioteca Luis Ángel Arango abrió al público el Archivo Renjifo, la colección fotográfica más grande de biodiversidad colombiana. Su obstinación, que parecía no tener un destino claro y que lo hizo merecer el regaño de sus antiguos jefes, encontró un nuevo sentido.

La juiciosa clasificación de especies que construyó durante toda su vida profesional es ahora uno de los acervos documentales más preciados sobre la biodiversidad del país. El 11 de septiembre, que coincide con la celebración del Día Nacional de la Biodiversidad, se abrió al público el Archivo Fotográfico de Biodiversidad Medioambiental y Cultural de Colombia Juan Manuel Renjifo, la colección fotográfica más robusta y completa en el área científica de toda la red de bibliotecas del Banco de la República.

Se trata de un archivo fotográfico cuidadoso hasta la perfección, mantenido con pulcritud y cariño. Son más de 85.000 fotografías, 35.000 en formato digital. Todas las fotografías están clasificadas con lugar, fecha, tema y nombre científico de cada animal fotografiado. Es una colección inigualable, un archivo que será insumo para investigadores del país y del mundo, que contribuirá al reconocimiento de la biodiversidad, cada día más amenazada por la huella humana. En el archivo hay imágenes de selvas húmedas, bosques secos, humedales, nevados, bosques nublados; el compendio de una vida de viajes, de paciencia, de amor y respeto por la naturaleza que nos rodea. Un trabajo que mezcla el arte y la ciencia, el frío de las nieves perpetuas y el calor de la selva, la paciencia de esperar el momento preciso durante horas para conseguir un registro fotográfico y la obsesión casi neurótica de guardar evidencias y recuerdos de viaje.

El Archivo Juan Manuel Renjifo, según dice él mismo, es una victoria absoluta: pocas veces este tipo de archivos se queda en Colombia. Cierto pragmatismo académico, influenciado por una visión colonialista, ha hecho que las grandes colecciones fotográficas de la naturaleza vayan a parar al extranjero, a universidades norteamericanas que guardan, victoriosas y con recelo, un legado que no les pertenece y que poco les interesa.

La fotografía de la fauna acompañada de una anotación precisa de la taxonomía animal constituye una definición interesante en el mundo de la conservación: es algo así como una conservación que permite conservar. Estas fotografías clasificadas son una conservación primigenia, anterior, que sienta las bases para conocer qué es lo que debemos salvaguardar. En Colombia es cada vez más común el discurso de la conservación de especies. Pues bien, la conservación que ha hecho Juan Manuel Renjifo, es decir, la catalogación celosa de todo aquello que va encontrando en sus expediciones por Colombia, es el primer paso para saber qué es lo que se debe conservar y cuidar de la naturaleza, dando señales a quienes diseñan las políticas públicas ambientales. Además de dotarnos de un conocimiento ordenado que antes no teníamos, su archivo es también el testimonio de aquello que tuvimos y que ya perdimos: muchas de las especies fotografiadas ya no existen, muchos lugares que componen la escena de sus fotografías han cambiado para siempre.

La labor de documentar la naturaleza es tan egoísta como filantrópica. Es el trabajo celoso de unos cuantos individuos que, a veces sin darse cuenta, terminan contribuyendo a un bien común. Es un arresto individual que tiene una importancia incalculable para el país. Recuerda Juan Manuel con tristeza que el país no conoce muchas colecciones que fueron vendidas en otros países o que nunca recibieron la atención del Estado: “Vea lo frágil que es el conocimiento: la colección de sonidos de aves y ranas que por muchos años recopiló Mauricio Álvarez terminó en la Universidad de Cornell. Ya nadie en Colombia sabe quién fue es ese señor ni cuál fue su trabajo”, dice Juan Manuel con desolación. Peor fue el destino de su buen amigo Gilberto Mahecha, “el dendrólogo que podía hablar con los árboles” y que murió hace un año, y de quien pocos conocieron su trabajo.

Liberación de Cryptochelis Leucostomum en La Putana, Santander.
Liberación de Cryptochelis Leucostomum en La Putana, Santander.

Pienso en estos hombres, Juan Manuel incluido, como herederos de una tradición antigua. Son los herederos de los botánicos y expedicionarios del siglo XIX, aquellos hombres que recorrieron el país, infinito en esa época, con el prístino y sencillo deseo de conocer (algunos menos bienintencionados que otros). Fueron científicos, pero también artistas, intelectuales de primera línea que dibujaron con detalle y gran estética todo lo que encontraron. Catalogaron sus hallazgos y permitieron conocer un mundo desconocido y al cual unos pocos valientes llegaron. Como El Sabio Caldas en la Expedición Botánica o Manuel Ancízar en la Comisión Corográfica, el trabajo de personas como Juan Manuel, sea o no por una vocación de servicio, sigue nutriendo un conocimiento sobre nuestro país que quizá nunca estará concluido, pero que siempre habrá que hacer.


Patricia, la esposa de Juan Manuel, es artista ilustradora y ebanista. Su contribución a la colección, silenciosa y por fuera de los focos de atención que ha recibido su marido, pero fundamental: desde la mañana hasta la noche, la vida de la pareja giraba en torno al archivo, a la clasificación detallada del material. Patricia afirma que los biólogos, más que científicos, son recolectores: “guardan el frasquito, la patica del animal, el tejido, la membrana, la fotico. Mejor dicho, son acumuladores por excelencia”, dice. Fue tanta la acumulación, que durante muchos años tuvieron una colección viva en una edificación contigua a la casa. Allí tenían ranas venenosas, sapos viscosos, serpientes cascabeles y corales. Dejaron de tener el animalario porque cuando Juan Manuel dejó de trabajar en el INAS ya no podía conseguir fácilmente los ratones para alimentar a las serpientes.


El coleccionismo, sea cual sea, es también una obsesión, una pulsión por imponer cierto orden en el caos, un tributo casi ritual al azar, una mágica enciclopedia. El azar, precisamente, jugó un papel clave en la colección de Juan Manuel: debía esperar durante horas, mimetizarse en la naturaleza, a la espera de que algo pasara. Ese es el azar del coleccionista, pero también del científico, aquél que descubre, que ve por primera vez lo que nadie más había visto, el que se maravilla al observar lo que ha requerido tanto esfuerzo. El azar llega también cuando se archiva: allí aparecen categorías, similitudes y diferencias que son notables únicamente cuando se llega a la filigrana del orden, a la clasificación del caos.


Pero el archivo es también una obsesión que pone toda su atención en el pasado y olvida el futuro. Hace unos años, antes de catalogar con juicio la colección, a Patricia le daba miedo que a Juan Manuel le diera Alzheimer, enfermedad común en la familia Renjifo. Le preocupaba, sobre todo, que Juan Manuel dejara de recordar sus descubrimientos. Pero el miedo mutó. Pasó de aterrarse por el olvido a preocuparse por el recuerdo excesivo. Pasó como en la tragedia de Funes el memorioso, personaje del cuento homónimo de Jorge Luis Borges, que, luego de caerse de un caballo, pudo recordarlo todo, todo. A pesar de sentir un apego emocional por las cajas de fotos, para Patricia fue un alivio que llegaran los archivistas de la Biblioteca Luis Ángel Arango para llevarse esa colección que ya comenzaba a comérselos. La creación del Archivo Juan Manuel Renjifo fue para los dos un descanso, el fin de un trabajo que parecía nunca acabar. El karma del coleccionista es ese, que una colección puede ser infinita.


Juan Manuel está orgulloso de sus equipos de grabación de sonidos. Luego de almorzar, me puso su equipo en el hombro y me llevó a buscar los sonidos de los pájaros que cantan en su jardín. Con una grabadora gigante rematada por una suerte de antena satelital, salimos a buscar el canto de las mirlas y los copetones. Sin embargo, la potencia del equipo de grabación era tan poderosa que amplificaba los sonidos de los carros y las tractomulas que pasaban a varias cuadras de la casa. El sonido de los motores de los aviones -paisaje sonoro que es común en el occidente sabanero- era pálido, pero profundo, y retumbaba con fuerza en los audífonos del equipo de grabación. El dulce canto de las aves se escuchaba, por el contrario, en un segundo plano.

Juan Manuel y Patricia quieren vender la casa y ya tienen comprador. Dejarla sería cerrar para siempre el ciclo del archivo, abandonar la base operacional de un trabajo de vida. Pero Juan Manuel dice que seguirá trabajando en la colección. Cada vez que pueda, añadirá nuevo material, nuevas especies y fotografías al archivo que ahora reposa en las bóvedas de la biblioteca. Ya tiene en mente su próximo destino: buscar al mono araña en las cuencas del Magdalena Medio.

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