La transición energética a la colombiana
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Hay un antes y un después del año 2015, cuando tuvo lugar la 21ª Conferencia de las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 21), que concluyó con la firma del Acuerdo de París, al tiempo que la Asamblea General de la ONU adoptó la Agenda 2030 compendiada en los 17 Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS).
Por: Amylkar D. Acosta M
La descarbonización de la economía para contrarrestar el cambio climático y conjurar sus estragos, por una parte y propender por la universalización del acceso de la población a energías limpias por la otra, son dos compromisos inaplazables de la comunidad internacional y la Transición energética la estrategia para lograrlo.
Colombia por su parte tiene el compromiso con la comunidad internacional de reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), que para el 2019 alcanzaron las 275 millones de toneladas, 0,57 por ciento de las totales, en un 51 por ciento para 2030. Y ha venido dando los pasos conducentes para su cumplimiento. A ello apuntan la Ley 1844 de 2017, mediante la cual se ratificó por parte del Congreso de la República del Acuerdo de París y el Documento Conpes 3918 de 2018 contentivo de la estrategia para la implementación de los ODS.
De acuerdo con el principio establecido en la COP26 de “responsabilidad común pero diferenciada”, se reconoce que no todos los países tienen las mismas responsabilidades y compromisos, así como las capacidades para enfrentar el reto del cambio climático. De ello se sigue que cada país debe adoptar su propio ritmo a efectos de cumplir con los suyos, consultando sus potencialidades y limitaciones.
A guisa de ejemplo, mientras el total de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) a nivel global en 2019 fue de 51,1 miles de millones de toneladas, en Colombia sólo se registraron 275 millones, equivalente al 0,57 por ciento. Entre tanto las de China, EEUU, India y Rusia, que son los principales responsables de tales emisiones, concentran el 30,65 por ciento, el 13,54 por ciento, el 7,20 por ciento y el 4,52 por ciento, respectivamente. Mientras un colombiano emite 1,6 toneladas de CO2 equivalente anualmente, el promedio mundial, según el Informe del Banco Mundial en 2018 estaba en 4,47 toneladas. Un chino, por ejemplo, emite 8 veces más que un colombiano y uno del Reino Unido 2,7 veces (¡!).
En consecuencia, cada país se ha de dar su propia hoja de ruta de la Transición energética, consultando sus especificidades y peculiaridades. La estrategia a seguir, por tanto, difiere de un país a otro. La línea de base de la que parten cada uno de ellos es determinante. Hay una enorme diferencia, por ejemplo, entre aquellos países que dependen de la importación del petróleo, del gas y del carbón para proveerse de los mismos y otros que, como Colombia, dependen de la producción y exportación de los mismos. El Documento Conpes 4075 de marzo de 2022 y sus lineamientos de la política de Transición energética trazó el derrotero a seguir, siempre consultando la real realidad de nuestro país.
En Colombia, a diferencia del resto del mundo, en donde la principal fuente de emisiones de GEI es el sector energético con el 73,5 por ciento, este solo contribuye con el 14 por ciento. Entre tanto, el cambio de uso del suelo, la agricultura, la ganadería y la deforestación participan con el 59 por ciento. Ello se explica en gran medida porque mientras en el resto del mundo, en promedio, la participación de la generación de electricidad con base en el parque térmico es del 64,9 por ciento, en Colombia a duras penas llega al 30 por ciento (¡!). Dicho de otra manera, entre Colombia y el resto del mundo, especialmente con respecto a los países desarrollados, existen grandes asimetrías, las cuales hay que tener en cuenta a la hora de definir nuestra propia hoja de ruta de la Transición energética.
De ello se sigue que el Pareto del costo-efectividad para la reducción de la huella de carbono en el caso de Colombia invita a poner el énfasis en la política que contrarreste el inadecuado uso del suelo, las malas prácticas en la agricultura y la ganadería y sobre todo detener el ecocidio de la devastadora deforestación, que supera las 170.000 hectáreas anuales, equivalentes a la extensión del territorio del Distrito Especial de Bogotá. Solo así podrá cumplir Colombia con su compromiso con la comunidad internacional de reducir sus emisiones de GEI en el 51 por ciento hacia 2030. En concepto del ambientalista Juan Pablo Ruiz, “la prioridad nacional debe ser reducir la deforestación, mejorar el manejo de la tierra y reducir la demanda interna de hidrocarburos”. Lo advierte claramente el director de la Iniciativa Internacional de Clima y Bosques de Noruega Andreas Dahl-Jorgensen, según él “no podemos resolver el problema del clima sin abordar la deforestación…Y no cumpliremos los ODS si seguimos talando bosques en todo el mundo”.
Ello, sin perjuicio de la necesidad de imprimirle celeridad al impulso de la generación de energía a partir de fuentes no convencionales de energías renovables (FNCER) y limpias, las cuales, además de robustecer y diversificar aún más la matriz eléctrica, contribuirán también a que la misma sea más resiliente frente al Cambio climático. Eso sí, teniendo claro que no toda la economía se podrá electrificar ni las FNCER van a desplazar las fuentes convencionales de generación de energía sino que se complementarán y respaldarán mutuamente. Y desde luego, es fundamental precaverse de que la Transición energética no ponga en riesgo la seguridad energética. Y tan importante como esta es la soberanía energética, esta es una de las lecciones aprendidas de la crisis energética global que se ha abatido sobre los países que integran la Unión Europea (UE).
Esta, además, es la oportunidad de ampliar la cobertura del servicio de energía a los 431.117 hogares que aún no cuentan con el mismo, siendo esencial como lo cataloga la ley y por consiguiente un derecho fundamental que les asiste. Sobre todo, a los 207.449 hogares ubicados en sitios remotos, de difícil acceso y baja densidad poblacional, lo que dificulta conectarlos tomando la electricidad de la red del Sistema interconectado nacional (SIN), dada la flexibilidad que ofrecen las soluciones modulares solar-fotovoltaicas, instalando en ellos paneles solares. A ello concurre también la generación distribuida o embebida, cuya energía se consume in situ, prevista en la nueva arquitectura del sistema eléctrico.
De esta manera, además, se estaría cumpliendo con el 7º de los 17 Objetivos del desarrollo sostenible (ODS) para garantizar la universalización del acceso a una energía asequible, segura, sostenible y moderna. De esta forma se podría, de paso, sustituir el consumo de leña por parte de 1.2 millones de familias campesinas que no tienen otra opción distinta a esa para la cocción de sus alimentos.
Ello se justifica con creces, no sólo por razones de conveniencia si no por los altos costos en los que se incurre por parte del Gobierno a través del Instituto de Planificación y Promoción de Soluciones Energéticas para Zonas no Interconectadas (IPSE). En efecto, el costo de los subsidios a los combustibles, según cifras para el 2018, es del orden de los $288.514.728. Lo más insólito es que cuesta más el transporte del combustible hasta los poblados en donde se genera electricidad con plantas térmicas que el combustible mismo.
El Gobierno Nacional, los departamentos y municipios se deberían comprometer en un ambicioso programa de masificación de la instalación y el uso de los paneles solares, con lo cual al tiempo que se aliviaría el bolsillo de los usuarios del servicio de electricidad se promovería la cultura del ahorro y el uso eficiente de la energía. Es esta, también, una forma de involucrar al usuario como agente activo de la cadena, ahora en modo Transición energética. Por lo demás, el Ministerio de Vivienda, ciudad y territorio, debería asegurarse de que en la ejecución de sus planes y programas de vivienda de interés social (VIS) se contemple la dotación de paneles solares en los techos.