América Latina busca nuevos mejores amigos
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O la actual administración estadounidense entiende muy poco lo que sucede en su patio trasero o sencillamente no le importa. Entre tanto, Rusia y China hacen cada vez mejores migas con la región.
En América Latina hay un nuevo mapa político, una situación inédita que hace apenas veinte años era absolutamente impensable. El “patio trasero” de Estados Unidos está cambiando de color y los protagonistas de esta transformación no son, en lo fundamental, representantes de las viejas estructuras dominantes sino nuevos movimientos y nuevas figuras que surgen en oposición a los partidos y las castas tradicionales. En la primera década del nuevo siglo surgió una variedad de gobiernos que, aunque estaban lejos de ser homogéneos ideológica o políticamente, casi todos se parecían entre sí por sus propuestas de cambios estructurales, unos más drásticos que otros, y por un deseo de mayor independencia frente a Washington. Se les ha llamado o se han autodenominado “progresistas”, “populistas”, “socialistas”, “socialdemócratas”, “dictatoriales” o “de izquierda”, lo que confirma su carácter variopinto y refleja las diferentes realidades de la región. Con la excepción de Cuba, todos llegaron inicialmente al poder mediante procesos electorales y respetando las reglas del juego de la democracia liberal, aunque en Venezuela y Nicaragua consiguieron perpetuarse hasta hoy en día. En otros países, como Chile, se cambió la Constitución y en algunos se ha venido hablando de procesos similares.
El giro al progresismo
Desde 1999, y a lo largo de los primeros años del siglo XXI, empezó a reconfigurarse el panorama político con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela y los gobiernos de Luis Ignacio Lula da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua y José Mujica en Uruguay; sin contar, claro está, con el sempiterno régimen socialista de Cuba. En los casos de Nicaragua y Venezuela se implantaron sistemas claramente antidemocráticos, corruptos e ineficientes que destrozaron la economía, abolieron las libertades, se alinearon con Moscú y La Habana, rompieron con Washington y se aislaron internacionalmente. En el resto, con unas pocas excepciones, fue más protuberante la perorata populista que los avances concretos en beneficio de las mayorías. Pero de todas maneras durante esta etapa Latinoamérica pudo disfrutar de cierta holgura económica gracias a los precios de las materias primas y al crecimiento de los mercados para las mismas, todo lo cual facilitó la gestión de la mayoría de estos y los demás gobiernos del área. Pero la verdad es que ni los unos ni los otros fueron capaces de solucionar a fondo los enormes problemas de sus países, los cuales se verían agravados en el siguiente decenio.
A partir de la crisis financiera de 2008 la situación se complicó en forma dramática para el continente. Lo poco que se había ganado anteriormente se perdió con creces: las economías nacionales llegaron poco a poco a tasas mínimas de crecimiento, los niveles de desigualdad (tal vez los más altos del mundo) y el desempleo alcanzaron nuevos picos, la pobreza global se acercó al 40 por ciento, la deuda externa adquirió proporciones astronómicas y la corrupción se volvió un mal generalizado. No es de extrañar que, según el Latin American Opinion Project, de la Universidad de Vanderbilt, en 2019 apenas un 57 por ciento de los habitantes de la región considerara la democracia como la mejor forma de gobierno. Precisamente en ese año estallaron protestas populares de una magnitud desconocida hasta entonces en Chile, Colombia, Ecuador, Honduras y Haití, entre otros, que reclamaban reformas y mejores condiciones de vida para las mayorías marginadas. Y entonces llegó la pandemia del covid, que golpeó de manera particularmente fuerte a esta parte del mundo, en especial a los más desfavorecidos, y empeoró la crisis que ya estaba mostrando sus características más devastadoras.
En medio de las dificultades socioeconómicas de esta segunda década y ante la incapacidad y la indolencia de los sectores dominantes se acentuaría el proceso político iniciado en 1999. Se eligieron administraciones de corte progresista o abiertamente populistas en Brasil (Dilma Rousseff), en México (Andrés Manuel López Obrador), en Argentina (Alberto Fernández), en Bolivia (Luis Arce), en Perú (Pedro Castillo), en Honduras (Xiomara Castro), en Chile (Gabriel Boric) y en Colombia (Gustavo Petro). Además, es muy probable que Lula da Silva gane los comicios de octubre en Brasil y retorne a la presidencia para un segundo mandato. Como ya se dijo, en Nicaragua y Venezuela se aferraron al poder por medio de la fuerza los regímenes autocráticos de Daniel Ortega y del sucesor de Chávez, Nicolás Maduro.
No obstante, a partir del año en curso Latinoamérica tendrá que enfrentarse a una nueva y terrible crisis mundial provocada por la guerra de Ucrania, la desaceleración económica de China y la lenta recuperación de los efectos de la pandemia. El progresivo incremento de los precios de la energía y los alimentos, la inflación generalizada, la caída del PIB, la acelerada devaluación de las monedas ante el dólar, las complicaciones en las cadenas de suministro y las altas tasas de interés hacen prever una recesión global desde finales de 2022. Ante esta perspectiva, resultará muy difícil que los gobiernos, independientemente de su color, puedan cumplir la mayor parte de las promesas que han hecho a sus conciudadanos para solventar la delicada situación. Con el fin de sacar adelante sus programas de izquierda, centro o derecha, varios mandatarios se han visto obligados a recurrir a la ayuda de los poderosos del momento –Estados Unidos, China y Rusia– para lo cual requieren poder jugar a tres bandas y moverse como una suerte de “nuevos no alineados”.
América Latina y las grandes potencias
Tradicionalmente, desde los tiempos de la Doctrina Monroe, los Estados Unidos siempre reaccionaron con rapidez y contundencia ante cualquier asomo de rebeldía o indisciplina en su patio trasero. Con la excepción de la Cuba de los años sesenta y gracias al apoyo irrestricto que le brindó la antigua URSS, los demás intentos de insubordinación fueron sofocados o severamente castigados con medidas económicas y políticas. Aunque los ejemplos de Guatemala en 1954 y de Chile en 1973 son los más emblemáticos, hubo muchos otros golpes militares patrocinados por Washington a lo largo del siglo XX. Sin embargo, a pesar de que en abril de 2019 el asesor de Trump John Bolton aseguró que “la Doctrina Monroe está viva y saludable”, la realidad actual parece bien diferente y el Tío Sam ya no está en condiciones de comportarse como antaño.
Desde el principio de la presente centuria Estados Unidos empezó a “descuidar” la región por la cruzada que emprendió contra el terrorismo y las costosas y prolongadas guerras de Irak y Afganistán, así como la intervención en Siria. Y el giro político hacia el progresismo en el continente coincidió exactamente con la nueva estrategia geopolítica de Washington y su cambio de foco. Además, al final del período que nos ocupa, Donald Trump no ocultó su indiferencia y desdén hacia estos países como consecuencia de su consigna ultranacionalista de “America First”. La crisis de los refugiados contribuyó a tensionar aún más las relaciones de la Casa Blanca con al menos media docena de países latinoamericanos desde donde partían cientos de miles de personas que trataban de ingresar a Estados Unidos y eran rechazados de manera brutal por las autoridades fronterizas norteamericanas. La construcción de un muro en los límites con México tampoco contribuyó a mejorar el ambiente.
Pero mientras todo esto sucedía, a nivel internacional se operaban importantes cambios en la correlación de fuerzas. Para la segunda década del siglo China se había convertido en la segunda potencia económica del mundo y Rusia, ya recuperada del traumático derrumbe de la URSS, se abría camino a codazos para encontrar de nuevo un lugar entre los grandes del mundo. Tanto Beijing como Moscú pronto advirtieron las grietas que se estaban produciendo en el entramado latinoamericano y el vacío que comenzaba a dejar Estados Unidos, al igual que las oportunidades que esto les ofrecía desde el punto de vista económico y estratégico. Y quién lo creyera, en cuestión de pocos años China se volvió el segundo socio comercial del continente, pasando de 18.000 millones de dólares en intercambios en 2002 a 450.000 millones en 2021 y hoy es la fuerza dominante en el desarrollo de proyectos de infraestructura en la región. Brasil, el país más grande y rico de Latinoamérica, pese a la ideología de derechas de su presidente, no solo tiene a China como su principal socio comercial, sino que entró a formar parte del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica), un poderoso bloque económico creado en 2009 que suma casi una cuarta parte del PIB y el 41 por ciento de la población mundiales. Hace apenas unas semanas, en medio de la guerra de Ucrania, Argentina solicitó formalmente su ingreso a esta alianza. Todo lo anterior, a pesar de la inconformidad no disimulada de Washington y de las recomendaciones del Departamento de Estado para que tanto argentinos como brasileños guardaran las distancias con Moscú y Beijing.
Como para que no quedaran dudas acerca de las intenciones de los dos gobiernos latinoamericanos, días antes de la invasión rusa a Ucrania, cuando era evidente que esta se produciría de un momento a otro, Alberto Fernández y Jair Bolsonaro visitaron a Vladímir Putin en el Kremlin para estrechar los lazos bilaterales. Antes de continuar su viaje hacia China, el presidente austral formuló una declaración que puso los pelos de punta a Estados Unidos: “Tenemos que ver la manera en que Argentina se convierta en la puerta de entrada de Rusia a América Latina de un modo más decidido”. Y remató diciendo: “Estoy empeñado en que Argentina tiene que dejar de tener esa dependencia tan grande con el Fondo [Monetario] y Estados Unidos; tiene que abrirse camino hacia otros lados y ahí Rusia tiene un lugar muy importante”. Una vez en la capital china, Fernández oficializó la vinculación de su país a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, el descomunal programa chino de obras de infraestructura con el que Beijing compite a brazo partido con Estados Unidos por la influencia en todo el mundo. Rusia, por su parte, no solo ha reforzado sus lazos militares y económicos con Cuba, Nicaragua y Venezuela, sino que logró que la posición de las naciones latinoamericanas ante el conflicto ucraniano no fuera de apoyo unánime a Washington, si bien la mayoría condenó la agresión de Moscú. Por último, no puede olvidarse que tanto China como Rusia respondieron rápida y eficazmente a la pandemia en Latinoamérica anticipándose en muchos casos a Estados Unidos y Europa en el envío de vacunas contra el covid.
La respuesta de la administración Biden a esta situación ha sido, por decir lo menos, entre ingenua y errática para un mandatario que, como vicepresidente, había visitado la región 16 veces. Por ejemplo, para enfrentar el problema de la avalancha migratoria a Estados Unidos, lanzó la idea de destinar 4.000 millones de dólares (¡diez veces menos de lo que piensa gastar en la guerra de Ucrania!) para combatir las causas que generan este problema, o sea, la miseria, la corrupción y la inseguridad en países como Guatemala, Honduras, Haití y El Salvador que ostentan niveles de pobreza cercanos al 50 por ciento. Creer que con esta cifra se van a solucionar los problemas ancestrales que aquejan a Centroamérica y otras zonas y que existen las condiciones para que esos dineros no desaparezcan en medio del cáncer de la corrupción es una mera fantasía. Pero simultáneamente, Biden optó por dejar intactas la mayoría de las polémicas medidas antiinmigración del gobierno de Trump y que tanto repudio han suscitado en la opinión latinoamericana.
Otra iniciativa fue aprovechar la Cumbre de las Américas de comienzos de junio para supuestamente limar asperezas y fortalecer las relaciones con sus vecinos. Empero, comenzó cometiendo el error de vetar a tres países –Cuba, Nicaragua y Venezuela— por el carácter antidemocrático de sus regímenes y por sus inclinaciones ideológicas. De inmediato, el presidente mexicano decidió que su país no participaba en una reunión interamericana que de entrada excluía a tres de sus miembros. Y para rematar, los jefes de Estado de los principales países generadores de migrantes a Estados Unidos –Guatemala, Honduras y El Salvador—tampoco se hicieron presentes. La gran oportunidad para mejorar la postura norteamericana se echó a perder en una cumbre deslucida, irrelevante y que causó más problemas de los que hubiera podido solucionar. Pero mientras excluía a Venezuela de la cumbre, la Casa Blanca siguió dando palos de ciego y resolvió acercarse a Caracas para iniciar un deshielo en las relaciones con miras a aliviar la crisis petrolera resultante del conflicto ucraniano. Definitivamente la actual administración estadounidense o no entiende qué sucede en su patio trasero o sencillamente le importa muy poco. Entre tanto, Rusia y sobre todo China, a quienes nada les importa el color de los estados de la región, siguen haciendo progresos y desplazando a Estados Unidos de sectores estratégicos de lo que hasta hace muy poco era su histórica zona de influencia. Si bien Washington está aún lejos de haber perdido el juego, los gobiernos latinoamericanos tienen ahora otras opciones con quienes interactuar política y económicamente en un mundo cada vez más multipolar.