El incansable Iván Cepeda
Lo que empezó hace diez años como una denuncia penal contra el senador Iván Cepeda terminó siendo el comienzo del eclipse político de Álvaro Uribe, el hombre más poderoso de Colombia.
No siente lo que ha pasado como un triunfo. No lo celebra. Iván Cepeda dice que no se alegra tampoco de lo que él llama “el sufrimiento de Uribe y los suyos”. Hasta hace poco era impensable que un senador de la oposición pudiera poner en jaque a Álvaro Uribe, que ha ganado cuatro de las cinco elecciones presidenciales de este siglo y se ha convertido en el eje de la política colombiana. El pasado miércoles, Carmen Helena Ortiz, la juez 28 penal del circuito de Bogotá, rechazó la solicitud de preclusión de la Fiscalía que buscaba archivar el proceso contra el expresidente por los delitos de soborno en actuación penal y fraude procesal.
Cepeda, de 59 años, a quien Uribe ha llamado “el joven senador de Far”, sentado en el estudio de su austero apartamento y mientras acaricia a sus dos perras chow chow, Raisa y Micaela, comenta: “soy consciente como ser humano y entiendo lo que esto ha significado para él y su familia”. Asegura que no es un tema personal y reconoce las virtudes de polemista de Uribe, pero agrega que debe responder ante la justicia.
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En el año 2012, Álvaro Uribe acababa de terminar dos períodos presidenciales, después de reformar la Constitución para reelegirse y poner como su sucesor a Juan Manuel Santos. Estaba en el pináculo de su gloria y no toleraba cuestionamientos, por eso denunció penalmente a Iván Cepeda ante la Corte Suprema de Justicia por lo que dijo en un debate sobre relaciones entre políticos y grupos paramilitares. Dos años después, el 17 de septiembre de 2014, Cepeda mencionó que existían testimonios según los cuales la Hacienda Guacharacas, que perteneció a la familia Uribe Vélez, fue el lugar de creación del Bloque Metro de las Autodefensas.
Ante la afirmación, Álvaro Uribe cruzó la Plaza de Bolívar para ir al Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema, y ampliar la denuncia contra Iván Cepeda. Tal vez, para ese momento, el expresidente no se imaginaba que ese show mediático acabaría convirtiéndose en el peor dolor de cabeza de su vida. Al contrario de lo que mucha gente se imagina, la decisión de Uribe no fue producto de la cólera ni tomada al calor de la discusión en la Comisión Segunda del Senado. Uribe tenía ya redactada la ampliación de denuncia en la que aseguraba que Cepeda había abusado de su investidura para visitar presos con el propósito de presionarlos para que declararan falsamente en contra suya.
No es inusual que en la efervescencia de una discusión parlamentaria se hable de demandas e investigaciones. La enorme mayoría de las veces todo se queda en palabras, los ánimos se serenan y las acciones judiciales rara vez se concretan. Sin embargo, esta vez fue diferente. El expresidente Uribe había decidido denunciar y llevar a la cárcel al incansable investigador de la parapolítica, el senador Iván Cepeda del Polo Democrático.
Como resultado de esa denuncia, la Corte designó una subsala de instrucción de la Sala Penal compuesta por los magistrados José Luis Barceló, Fernando Castro y Luis Hernández. La investigación arrancó silenciosamente. Dentro de las pesquisas, los investigadores del CTI, adscritos a la Corte, hicieron seguimientos e interceptaciones telefónicas que empezaron a mostrar un resultado sorprendente: contrario a lo que planteaba la denuncia, no había evidencias de manipulación de testigos por parte de Iván Cepeda, pero sí en contra del denunciante Uribe. A comienzos de 2018, la Corte decidió archivar el proceso contra Cepeda y, en cambio, compulsar copias para investigar a Álvaro Uribe.
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Cepeda recuerda ese día como una montaña rusa de emociones: “Ese momento estuvo lleno de contradicciones e incertidumbres. Me acababan de diagnosticar el cáncer. Estaba a punto de iniciar mi campaña para el Senado y pensaba que se me iba a cruzar con la quimioterapia. Yo pensaba que el resultado judicial iba a ser positivo, pero no sabía qué iba a pasar con mi salud. Tampoco me había imaginado que la Corte tuviera pruebas contra Uribe”.
Desde esa época resultaba claro que el expresidente estaba enterado de que sus comunicaciones eran objeto de monitoreo judicial. Una interceptación da cuenta de una conversación con el ganadero Juan Guillermo Villegas, otro de los presuntos fundadores del Bloque Metro, en la que Uribe afirma: “Las llamadas las interceptaron todas y la Fiscalía nos hizo seguimiento. Yo desde hace muchos días sabía eso pero no lo había concretado. Me están investigando a mí con usted y que tienen interceptado el teléfono. O sea, esta llamada la están escuchando esos hijueputas”.
La comunicación es del 23 de diciembre de 2015. Es decir, más de dos años antes de que le compulsaran copias el expresidente estaba al tanto de que sus comunicaciones estaban interceptadas y tenía claro lo que podía y no podía decir en las llamadas. Con la decisión de compulsar copias, Uribe sabía que contaba solo con cinco días para presentar un recurso legal en contra de la apertura de un proceso. Lo que sucedió en esa corta semana está en la raíz de los problemas que sigue viviendo el expresidente hoy.
El hombre clave de esa semana, y de casi todo el proceso, se llama Juan Guillermo Monsalve, hijo del administrador de la Hacienda Guacharacas que fue propiedad de los Uribe. Está preso en La Picota, condenado por secuestro, como parte del grupo Los Rastrojos. Desde hace 11 años, Monsalve ha sostenido consistentemente que presenció el nacimiento del Bloque Metro en esa finca. La estrategia consistía en que cambiara su testimonio, se retractara y culpara a Iván Cepeda. Tres personas fuera de la cárcel y una adentro lo presionaron para eso: el abogado Diego Cadena, que fue a La Picota; el ganadero Juan Guillermo Villegas, otro de los presuntos creadores del Bloque Metro y quien de manera permanente presionaba a la familia del testigo; el amigo de Monsalve llamado Carlos Eduardo López, conocido con el alias de Caliche; y el secuestrador Enrique Pardo Hasche, un hombre de alta sociedad condenado por el secuestro del suegro del expresidente Andrés Pastrana.
Lo que no se imaginaban es que el preso Monsalve había grabado los intentos de cambiar su testimonio y que envió una parte de esas grabaciones, los mensajes de voz y de WhatsApp de alias Caliche, al senador Iván Cepeda. “De manera inmediata se las remití a mi abogado Reinaldo Villalba y el ofició inmediatamente a la Corte denunciando que al testigo lo estaban presionando”. La carta de Villalba a la Corte Suprema de Justicia relatando estos hechos marcó el inicio de una nueva etapa en el proceso.
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Esa comunicación llegó la víspera del vencimiento del término para presentar el recurso de reposición. Ese viernes 23 de febrero de 2018, Uribe se paró en las escalinatas del Palacio de Justicia sin ingresar para entregar el documento. No había explicación de la espera que terminó convertida en un mitin político. El reloj corría y el abogado Jaime Granados no llegaba. Era evidente que aguardaban algo que no se presentó. El apoderado hizo esperar una hora y 18 minutos a su cliente, como lo contó en esta crónica el periodista Guillermo Gómez para Noticias Uno.
La contrariedad era tan obvia que después de esperar tanto a Granados, y la retractación de Monsalve que no llegó, Uribe terminó no entrando a la Corte a entregar el escrito, única razón de su presencia en la sede judicial.
El recurso fue rechazado y la Corte Suprema abrió el proceso. Cuando las supuestas presiones a Monsalve se hicieron públicas surgió un escándalo que al principio parecía tener más kilometraje mediático que jurídico. Como ha sido costumbre, el expresidente sostuvo que no había hecho nada indebido y que todo podía mostrarse públicamente porque reiteraba la pulcritud de su comportamiento.
En junio de 2018, la Corte decidió que había razones para vincular formalmente a Uribe a una investigación citándolo a indagatoria y también para pedirle a la Fiscalía que investigara a varias personas como posibles coautores, de estos hechos. El más emblemático de todos era el abogado Diego Cadena, conocido más por sus diligencias al interior de las cárceles que como litigante serio. A muchos los sorprendió saber que el más poderoso expresidente de Colombia tenía en su equipo al abogado de alias Don Diego, Diego Rastrojo, y otros narcotraficantes.
Pocas semanas después, Uribe renunció al Senado anunciándolo en Twitter: “La Corte Suprema me llama a indagatoria, no me oyeron previamente, me siento moralmente impedido para ser senador, enviaré mi carta de renuncia para que mi defensa no interfiera con las tareas del Senado”.
“La renuncia siempre me pareció engañosa. Desconfiaba mucho de ese anuncio. Obviamente era un resultado político muy importante pero agridulce porque sabíamos que, en lo judicial, podía significar el traslado del proceso a la Fiscalía”, señaló Cepeda.
Cuando Uribe ya había mandado la carta de renuncia, sus abogados optaron por otra estrategia. A comienzos de ese mismo año, en 2018, había sido aprobado un acto legislativo que dio vida a dos nuevas salas de la Corte Suprema de Justicia. La Sala Penal perdería su competencia para procesarlo y el caso quedaría en manos de una nueva Sala de Instrucción, cuyos magistrados no habían sido aún elegidos. La salida tuvo visos cómicos. Otra vez por un trino, Uribe le ordenó a su subalterno político Ernesto Macías, presidente del Senado, que engavetara la carta.
Meses después, el 9 de octubre, fueron elegidos los magistrados y el caso fue asignado por reparto a uno de los recién llegados, César Reyes. El proceso entró en un largo periodo de hibernación. Desde afuera parecía que no estuviera sucediendo nada, pero lo que realmente pasaba es que el nuevo instructor estaba leyendo más de 18 cuadernos reservados. La investigación ya era muy voluminosa con más de 30 mil folios, 20 mil comunicaciones interceptadas, reportes de seguimiento de policía judicial, además de entrevistas a varios presos.
Los resultados de la lectura solo se empezaron a ver en el último trimestre del año siguiente, 2019. El 8 de octubre, la Corte Suprema de Justicia oyó en indagatoria al expresidente Uribe, quien llegó al Palacio de Justicia rodeado de seguidores, como si se tratara de una manifestación política. Una monja vociferante con un inmenso megáfono se convirtió en el símbolo de la jornada.
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Después de eso, el proceso pareció sumergirse nuevamente en un letargo público hasta 10 meses más tarde cuando la Fiscalía llamó a interrogatorio al abogado Diego Cadena. Muchos pensaban que ese iba a ser el techo de la investigación hasta cuando la Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia tomó una decisión que estremeció a Colombia: declaró al expresidente Álvaro Uribe imputado y le dictó medida de aseguramiento, dándole como lugar de detención domiciliaria su hacienda El Ubérrimo de 1.200 hectáreas.
Uribe se declaró “secuestrado” por la Corte Suprema de Justicia y desde su cómodo sitio de reclusión empezó a dar entrevistas a diversos medios y a emprender una campaña internacional de desprestigio contra sus jueces y contra el senador Iván Cepeda con expertos contratados en Washington, mientras seguía recibiendo a sus aliados políticos para ordenarles cómo proceder.
Los días de la fugaz detención de Uribe, paradójicamente, también fueron duros para Iván Cepeda: “Mientras eso pasaba el presidente Iván Duque trataba de deslegitimar la decisión de la Corte Suprema. El gobierno de Trump se mostraba contrariado porque la Corte de Colombia no actuaba como ellos querían. Toda la derecha internacional interviniendo. Y además la bancada del Centro Democrático desplegando una ofensiva contra mí. Me metían derechos de petición sobre muchas comunicaciones de los últimos cinco años. Mientras que medios afines a Uribe repetían una historia sin fundamento que presentaba a mi esposa como si fuera amiga personal del magistrado César Reyes. Durante una semana intentaron demostrar que eran amigos porque habían trabajado en niveles muy diferentes en un programa de USAID. Además llegaban vehículos a nuestro apartamento, rondaban fotos de nuestra vivienda y sabíamos que todo esto venía de Álvaro Uribe”
En ese entonces, más que a su propia defensa, Uribe estaba dedicado a impulsar un referendo que acabara definitivamente con las altas cortes para imponer una corte única que pudiera ser elegida de acuerdo con sus intereses. Quizá la situación habría seguido inalterable si no fuera porque la misma Sala de Instrucción de la Corte produjo un documento sobre la masacre de El Aro que señalaba la presunta participación del entonces gobernador de Antioquia Álvaro Uribe en estos hechos.
Fue entonces cuando renunció por segunda vez a su investidura de senador. Había dicho en el pasado que no lo hacía para escapar de la jurisdicción de la Corte Suprema de Justicia, pero los hechos se encargaron de demostrar lo contrario.
Lo que Uribe realmente buscaba era que su caso pasara a la Fiscalía General de la Nación, dirigida por Francisco Barbosa, un compañero de estudios del presidente Iván Duque. Barbosa le debía su puesto a Duque y Duque el suyo a Uribe.
El cambio de jurisdicción significaba también una modificación del marco normativo del caso. Mientras la Corte Suprema lo procesaba bajo el antiguo Código de Procedimiento Penal, que es el que rige para los aforados, la justicia ordinaria tenía que aplicarle el nuevo. Las consecuencias son muchas y muy variadas, pero una se volvió el eje de la discusión: ¿Era equivalente el llamamiento a indagatoria que le había hecho la Corte a la imputación de la Fiscalía? Si la respuesta era afirmativa, el caso debía continuar en el punto en el que lo había dejado la Sala de Instrucción. Por el contrario, si no lo era, el proceso volvía a su estado preliminar y podía ser archivado de un plumazo por un fiscal sin pasar siquiera por el visto bueno de un juez.
La lucha de los abogados de Uribe, encabezados por Jaime Granados, se concentró en lograr la anulación de las pruebas y el retorno del proceso a su etapa preliminar. Un juez de garantías, uno de tutela, el Tribunal Superior de Bogotá y la Corte Constitucional en dos decisiones, reiteraron que Uribe conserva la calidad de imputado y que, por lo tanto, una eventual preclusión solo podía ser autorizada por un juez.
Mientras esto pasaba, el fiscal Francisco Barbosa designó como delegado para el caso a un personaje muy particular: Gabriel Ramón Jaimes. Había ocupado importantes cargos en la Procuraduría de Alejandro Ordoñez más por su afinidad religiosa con el jefe del Ministerio Público que por su competencia jurídica. Llegó a la Fiscalía después de haber aspirado por concurso a varias posiciones en el poder judicial sin lograr obtener el puntaje mínimo en las pruebas de conocimiento. En la Fiscalía había tenido un papel más bien gris y terminó relegado a un modesto despacho en Fusagasugá hasta cuando Barbosa decidió sacarlo del sótano y convertirlo en su hombre de confianza.
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Desde el primer momento quedó claro que Jaimes no quería acusar a Uribe. No lo llamó a interrogatorio siquiera. Dedicó todos los esfuerzos y recursos de la Fiscalía a descalificar los testigos y pruebas que obraban en el proceso.
El fiscal se portaba como aliado del procesado y enemigo de sus alegadas víctimas como lo recuerda el senador Cepeda. “No concedía nada de lo que pedíamos. Todo el tiempo procedía con dilaciones. Tuvimos que interponer derechos de petición para que nos entregara los resultados de sus gestiones que teníamos derecho a conocer. Nos enterábamos de todos sus pretendidos hallazgos a través de una revista”.
Cuando llegó la audiencia Jaimes había tenido cerca de ocho meses para diseñar una estrategia jurídica para terminar el proceso. Su deseo era claro pero su preparación confusa. A cualquier observador desprevenido le hubiera costado mucho trabajo distinguir entre el papel que desempeñaban Jaimes y los defensores de Uribe.
Fue el trabajo jurídico de los representantes de víctimas lo que logró poner las pruebas recolectadas por la Corte Suprema de Justicia sobre la mesa. Los abogados Reinaldo Villalba, Miguel Ángel del Río, el exfiscal Eduardo Montealegre, pese a sus salidas de tono que fueron oportunamente reprendidas por la jueza; y el exvicefiscal Jorge Fernando Perdomo lograron presentar la causa no solo a través de las pruebas sino encuadrándolas dentro de la doctrina legal y las normas procesales. Otro importante soporte jurídico de las alegadas víctimas fue Ramiro Bejarano.
El discurso de la defensa, en cabeza de Granados y Lombana, detrás de quienes estaba una enorme batería jurídica de la que hacían parte Victor Mosquera, Juan Felipe Amaya e Iván Cancino, entre otros, coincidió con el del fiscal Gabriel Ramón Jaimes y el del delegado de la Procuraduría, Jorge Enrique Sanjuan. El plato fuerte estaba reservado para el día final de la audiencia cuando el propio Álvaro Uribe intervendría ofreciendo la palabra final sobre su caso.
Inicialmente se programó todo para que esa intervención sucediera el jueves 10 de marzo de este año, cuatro días antes de las votaciones para Congreso y consultas partidistas. Parecía un escenario perfecto para Uribe porque sería, al mismo tiempo, el colofón de su defensa y el abrebocas de las elecciones. Sin embargo, un veedor ciudadano se dirigió a la jueza y le pidió posponer la diligencia para que no interfiriera con la campaña electoral.
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Resignado a esa circunstancia, Uribe acudió después de las elecciones, pero esperaba hacer una presentación política y doctrinaria, una especie de Yo acuso, el célebre alegato de Émile Zola en defensa del capitán Richard Dreyfus. Pero resultó distinta. Con cordialidad pero también con firmeza, la jueza le explicó a Álvaro Uribe que la ley establecía que la intervención del imputado no podría convertirse en un discurso político y que debía restringirse a responder las pruebas que obraban en el proceso.
La intervención que de entrada amenazaba con convertirse en un concejo comunitario desde El Ubérrimo terminó reducida a tres horas en las que Uribe permanentemente trató de hacer goles diciendo que no iba a decir lo que dijo. No alcanzó a ser un cierre jurídico notable ni una pieza oratoria memorable. Apenas un listado de supuestos agravios asordinado para el cual el expresidente dijo que había preparado 539 páginas escritas a mano.
Cepeda asegura que esperaba más: “Resultó una retahíla de viejos señalamientos de Uribe. La juez, que durante las audiencias fue rigurosa con todo el mundo, tuvo que recordarle que debía ceñirse a las normas y limitar su intervención a los aspectos jurídicos”.
La jornada decisiva llegó el miércoles pasado cuando la jueza 28 penal del circuito, Carmen Helena Ortiz Rassa, rechazó la petición de preclusión de Gabriel Ramón Jaimes y lo explicó punto por punto en una audiencia que empezó a las ocho de la mañana y terminó a las 9:13 de la noche. Algunos recibieron la decisión judicial como si se tratara de un punto de llegada. El incansable Iván Cepeda sabe que este es, apenas, un punto de partida.