¿Qué nos ha pasado?
4 Julio 2022

¿Qué nos ha pasado?

Crédito: Colprensa

Charles Kleiber nació en Moutier (Suiza) en 1942, en el seno de una familia numerosa. Construyó escuelas en Argelia y un hospital en el Pays d'Enhaut como arquitecto: su primera vida. A continuación, dirigió el Servicio de salud pública del Cantón de Vaud, se doctoró en economía de la salud en la Universidad de Lausana, segunda vida, y dirigió el Centro Hospitalario Universitario de Vaud, ( CHUV ), tercera vida. Finalmente, en su cuarta vida, fue, durante 10 años, secretario de Estado de Educación e Investigación. En este contexto, apoyó la cooperación científica entre Colombia y Suiza. Su quinta vida está dedicada a los encuentros.

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La Asociación Colombiana de Investigadores en Suiza (ACIS) festejará 30 años en septiembre, en Lausana. El texto siguiente es el prólogo del libro publicado para esa ocasión. Su autor, Charles Kleiber, fue durante 10 años Secretario de estado suizo para la formación y la investigación. Durante sus vidas anteriores, Kleiber fue arquitecto y posee un doctorado en economía de la salud.


Traducción de Eduardo Sánchez, primer presidente de ACIS.


Por Charles Kleiber

Nunca los humanos han sido tan numerosos, ricos, libres, saludables. Nunca las mujeres -la mitad del cielo, decía Mao- han sido tan poderosas. Nunca ha retrocedido tanto la pobreza extrema ni la violencia extrema. Nunca la esperanza de vida ha sido tan larga, nunca hemos estado tan bien informados, capaces de hablarnos, capaces de hacer retroceder lo desconocido, de recorrer el universo y explorar la vida. Nunca: eso es lo que dicen los números. Generación tras generación, las civilizaciones han hecho su arduo trabajo. Ese trabajo es nuestro legado. 

Pero este legado esconde ahora una realidad más oscura. Nunca tantos terrícolas se han sentido tan poco reconocidos, tan desprotegidos: ¿Dónde está mi lugar? se preguntan, y sus gritos se mezclan con el ruido del mundo. Nunca la Tierra ha estado tan amenazada: empezó sola y podría acabar sin nosotros. Nunca el sentimiento de injusticia ha sido tan fuerte. Nunca la confianza ha sido tan débil. Millones de terrícolas, antes llevados por la historia, han olvidado su larga marcha hacia el progreso. Se sienten abandonados, el mundo se está construyendo sin ellos. Una crisis tras otra suenan las alarmas. ¿La justicia? Ya veremos más tarde. ¿La felicidad? Ni siquiera nos atrevemos a decir su nombre. ¿La libertad? Poco a poco se convierte en el derecho a consumir. Un mecanismo elusivo, indiferente a la miseria, un proceso sin nombre, sin lugar, sin rostro -¿el sistema?-, nos arrastra, nos transforma, nos convierte en lo que somos y no nos deja en paz. ¿El individuo? Es rey, pero está solo y cautivo. La fiesta ha terminado, solo queda el resentimiento. 

¿Qué nos ha pasado?

Siempre más, siempre mejor, siempre más rápido, cuanto más tenemos, más queremos, tomo, consumo, boto: la carrera por el consumo, por el beneficio y por el poder nunca ha dejado de arrastrarnos. Queríamos todo, de inmediato. Queríamos ser libres, queríamos ser ricos, queríamos ser amos y dueños de la naturaleza. Y aquí estamos, pronto seremos ocho mil millones de terrícolas, unidos por el mismo destino, separados por condiciones de vida que no tienen nada en común; unidos por un único planeta, separados por culturas que no se comunican entre sí. La unificación técnico-económica del mundo está en marcha, pero las identidades, las culturas y las afiliaciones históricas se resisten y las fronteras se cierran. El rumor anunciaba el fin de la historia, pacificada por la democracia y el mercado: a lo que asistimos es al regreso de las pasiones más violentas.
 
La tecnología dirige sin tregua, tejiendo su red, digitalizando, interconectando, liberándonos y esclavizándonos, creando nuevos deseos y satisfaciéndolos. Lo digital se alimenta de lo digital y sigue ampliando su imperio sin cesar. El mercado era un intercambio, un encuentro, una esperanza de una vida mejor, una emancipación. A partir de ahora, los mercados mandan y los gobiernos gestionan. Business as usual. Todo se vende, todo se compra, incluso la vida. ¿Quién recuerda que la justicia es una elección que expresa los límites y la imposibilidad de vivir todo?

Peor aún: los procesos de verdad que nos rigen ya no marchan. Nos decían cómo comportarnos para vivir en armonía, entre nosotros y con los seres vivos, cómo se puede contener la fuerza, cómo ser nosotros mismos, diferentes y semejantes. Ellos creaban la confianza, hoy están mudos o casi. ¿Qué es lo que todavía sacude nuestras convicciones, cuestiona nuestras creencias, se resiste a las ideologías, se resiste al prêt-à-penser, se resiste a lo políticamente correcto, excava en lo real, se atreve a decir nuestros vagabundeos? La ciencia, de forma lenta pero segura, está perdiendo su autoridad. Al ponerse demasiado a menudo al servicio del dinero o del poder, al replegarse, orgullosa, sobre sí misma, ha perdido poco a poco su fuerza: el conocimiento a través de la prueba ya no es una prueba. La justicia pierde su legitimidad.

El derecho ya no consigue integrar las nuevas demandas de justicia, los gritos de aquellos y aquellas  que no encuentran un lugar, los frágiles procesos de emancipación que necesitan protección. El arte, la última protesta contra la nada, se ha convertido en una mercancía, los medios de comunicación venden rumores, hay que vivir. ¿La política? Demasiado preocupado por sí misma, demasiado apegada al poder, es incapaz de gestionar los egoísmos y contener la violencia del mundo. En resumen: la verdad, como proceso social capaz de dar cuenta de la realidad y de compartirla, de arbitrar entre diferentes opiniones y preferencias, de hacer que la gente conviva, no demasiado mal, lo mejor posible, la verdad se está debilitando. Su impulso se ha roto: ha perdido su condición de universal, los regímenes autoritarios se aprovechan de ello. Así, la realidad, "nuestra patria común" (Albert Camus), calla. ¿Cómo, entonces, podemos arbitrar, hacer compromisos y construir el consenso que nos permita vivir juntos? Adiós a la verdad: pantallas contra pantallas, información contra información, creencias contra creencias, narraciones contra narraciones, nada puede distinguir la verdad de la falsedad. Con ello, la confianza desaparece.

Afortunadamente, el planeta dijo que no. Queríamos mirar al lado, el planeta nos obliga a mirar en nosotros mismos. Estábamos obsesionados con el cómo, él nos pregunta el por qué. Habíamos ignorado los límites, él nos los recuerda. Vivíamos en lo inmediato, él nos obliga a mirar a largo plazo. En el espacio de veinte años, todas nuestras contradicciones salen a la superficie. Lo que era legítimo, asegurado, garantizado, se derrumba. Nuestros mejores años fueron los de este colapso silencioso.

Y sin embargo, hemos amado estos tiempos. Y por una buena razón: el mundo nos pertenecía, pensábamos que nuestro mundo era EL mundo. ¿No nos produjo, nos formó, nos alimentó, nos reconoció, nos protegió, nos dio un lugar, innumerables oportunidades, nos deslumbró, nos abrió los ojos y nos cegó? Era trágico, pero las tragedias estaban lejos, escondidas en los pliegues de la historia. Y para tranquilizarnos, cuando la duda se hacía más fuerte, nos decíamos que, a la larga, las ideas favorables al bien común siempre acaban imponiéndose. Que la razón, al final, se impondría. Que las inevitables tensiones sociales serían reguladoras, que la tecnología, como siempre lo ha hecho, solucionaría las cosas. Al igual que los hombres blancos bien educados de la época, yo portaba felizmente las viejas tradiciones, aceptaba sin discusión el legado patriarcal, amaba los motores de gasolina, saludaba las autopistas, comía demasiada carne importada de países lejanos, disfrutaba de posiciones sociales dominantes. Ese tiempo se acabó, hay que inventar algo diferente.

¿Qué será el futuro?

Toma forma en los incendios que crepitan, en los ríos que se desbordan, en los domos de calor que abruman territorios mucho más grandes que Suiza. En la conmoción de los que lo han perdido todo. En nuestros miedos.  Algo se resiste al mundo que hemos construido y a las falsas promesas: ¿la Tierra, la vida misma? No volveremos atrás, la temperatura, grado tras grado, sigue subiendo. ¿Hasta dónde? A partir de ahora, un lento proceso de transformación borra los puntos de referencia, uno por uno. El futuro es borroso: ¿Cómo podemos proyectarnos en el futuro, cuando la incertidumbre nos corroe? Esta es la pregunta que ofrecemos a las nuevas generaciones. 

Con la pandemia llegó la primera respuesta. Ola tras ola, se impuso a nuestro descuido.  A partir de ahora, somos vacunados, no vacunados, enmascarados, precavidos, temerosos, agotados, testados, obedientes o casi. Esperamos instrucciones. Corremos detrás. Ya no nos besamos ni nos tocamos. El virus ha alterado nuestros rituales: ya no nos reunimos, o dudamos, las bodas y los funerales son más escasos. La pandemia ha puesto fin a las conversaciones: evitamos los temas que nos enfadan, así que es mejor callar. La pandemia limitó los desplazamientos: lo lejano es demasiado lejano. Es la misma vida, la vida de antes, sólo que más pequeña. Esperamos que pase. ¿Somos amos y dueños de la naturaleza? Aquí estamos, más vulnerables que nunca, atrapados en dependencias y servidumbres, incapaces de pensar en otro futuro. El virus, al insinuarse en nuestra vida cotidiana, al invadir nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestras comunidades, nos muestra que sólo el peligro extremo puede cambiar los comportamientos y las narrativas que los justifican. Que, al final, sólo el miedo primitivo a la propia desaparición puede ser la base de las decisiones colectivas de autoridad que nos permiten bifurcar. Que estas decisiones se impugnen en nombre de la libertad de disfrutar y consumir. Que serán tomadas al borde del abismo, cuando se alcance el umbral de la tolerancia y el miedo sea el más fuerte. Que nuestras democracias serán puestas a prueba como nunca antes. Que el odio circula y espera su momento. Que la posibilidad de un mundo común desaparece en el ruido y la furia. Bienvenido al futuro.

¿Qué no quisimos ver?

Que el enemigo vive en nosotros, que bailamos con él. Su nombre: posesión, disfrute, poder, exceso. Todo lo que los dioses, las tradiciones, las religiones y las ciencias nos dicen desde hace siglos. Nos habita, encuentra nuevas fuerzas en los efectos del sistema, actúa en la vida misma, se aloja en nuestras decisiones, nuestras ambigüedades, nuestros deseos, nuestros silencios, nuestros procedimientos, nuestros algoritmos. En la servidumbre que se convierte en voluntaria. ¿Cómo podemos resistir?

Tenemos que buscar. Buscar sin cesar los lugares humildes donde la libertad está en marcha: las empresas que se vuelven solidarias, los barrios que quieren pertenecer a sus habitantes, las instituciones que se cuestionan, la economía que se vuelve circular, las luchas ciudadanas que reúnen a individuos que no tienen nada en común y donde se inventa un nuevo "nosotros". Identificar los procesos de emancipación en los que se están inventando otros futuros: el de las mujeres, el de los géneros, el de las minorías asfixiadas, el de los países que están despertando, el de los artistas que están inventando novedades y con ellas un nuevo imaginario.

Economizar, fomentar la sobriedad, dar nuevas oportunidades a nuestros objetos, trabajar en las cuestiones que nos cuestionan, hacer decir a los precios el dolor de los hombres y de la naturaleza. Experimentar, experimentar y en la experimentación dar a luz otras formas de ser humano. Definir las líneas rojas que separan lo aceptable de lo inaceptable. Vivir lo vivo, vivir el presente, saber por qué pensamos lo que pensamos, no aceptar nada sin comprender, desnudar a los dioses, cuestionar los mitos, luchar. Y al hacerlo, explorar nuestras zonas de sombra, aprender del enemigo, entender sus trucos, darle voz, mirar la vida en la cara, mirar la muerte en los ojos, desnudar nuestras creencias, dar una voz más fuerte al amor, inventar las narrativas que contra la mentira sacarán una parte de la verdad del mundo.

Porque las inevitables renuncias pueden convertirse en invención. Porque las ideas circulan y borbotean. ¿Es, contra la pulsión de muerte, la pulsión de vida, contra la servidumbre voluntaria, el gusto por la libertad?  Algo en el fondo de la historia se resiste. Una emancipación subterránea se impone, llevada por nuevos seres, "capitanes de sus almas", que poco a poco van poblando el mundo. Hay que buscar, todo nace de la lucha y esta lucha es interminable. Conocemos por acción, por historia o por palabra. Conocemos con la memoria que se crea y se recrea. Conocemos mezclando los saberes prácticos y teóricos, en la disputa que nos hace descubrir lo que es verdadero, lo que es correcto, lo que es bello. El conocimiento es una conquista colectiva y una aventura personal. "Siempre conocemos con alegría, aunque sea nuestro dolor. Conocer es compartir la soledad, participar en la vida de los demás y del mundo. Y si este conocimiento está en nosotros, no inerte sino activo, generando valores, conocer es participar en la recreación de nosotros mismos y del mundo" (André Bonnard, La tragedia y el hombre)

Valores mortales. La paz no se encuentra evitando la vida, sino yendo a su encuentro, allí donde brota. Los humanos, los vivos, tenemos el mismo cielo, la misma historia, el mismo tiempo, tan largo que nos olvida. La misma verdad.  Y "qué importa nuestra cobardía si hay un solo valiente en la Tierra, qué importa la tristeza si hay alguien en el tiempo que se ha dicho feliz" (JL Borges, El oro de los tigres).

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