Afganistán, una tragedia olvidada
22 Mayo 2022

Afganistán, una tragedia olvidada

"¿Y qué pueden esperar estas gentes de Joe Biden, quien hoy pregona a los cuatro vientos su preocupación por los ciudadanos ucranianos sometidos a la barbarie rusa pero que en repetidas ocasiones ha expresado sin matices su desprecio por los afganos?".

Por: Gabriel Iriarte Núñez

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La invasión rusa a Ucrania y la subsiguiente guerra no declarada entre Moscú y la OTAN, con todos los horrores que han acarreado a la población civil de la antigua república soviética, han opacado e incluso enviado a una especie de cuarto de San Alejo las grandes tragedias humanitarias que desde hace tiempo se viven en otras latitudes. Tales son, por ejemplo, los casos de Siria, Irak, Yemen, Libia y Afganistán, en donde innumerables civiles son víctimas de conflictos que han causado la muerte o heridas a centenares de miles de personas indefensas, obligado a millones a buscar refugio fuera de sus países y sumido en la peor miseria a cantidades ingentes de seres inocentes, para no hablar de la destrucción de la infraestructura esencial de dichas naciones. Los Estados Unidos invadieron Afganistán en 2001 y libraron una guerra que duraría 20 años, en nombre de la lucha contra el terrorismo y con el propósito de derrocar el gobierno talibán e implantar un sistema democrático de corte occidental en esas remotas tierras.

Durante dos décadas Washington gastó en su aventura afgana casi dos billones y medio de dólares (aproximadamente 300.000 dólares diarios) y sacrificó a 2.500 soldados y 3.900 contratistas, mientras que sus aliados europeos sufrieron 1.200 bajas mortales. Sin embargo, estas cifras resultan pequeñas cuando se las compara con el costo que tuvo que pagar Afganistán que, cuando llegaron las tropas estadounidenses, no acababa de recuperarse de diez años de agresión soviética, siete de guerra civil y cinco de la tiranía asesina de los talibanes. Solamente durante la intervención norteamericana, entre 2001 y 2021, murieron más de 50.000 civiles afganos (algunas fuentes hablan hasta de 70.000), 69.000 efectivos de las fuerzas militares de Kabul patrocinadas por el Pentágono y 53.000 rebeldes talibanes. De una población de 40 millones de habitantes, casi igual a la de Ucrania, el conflicto generó una terrible crisis de refugiados de más de cinco millones de personas, similar a la Ucrania. Pero con una diferencia fundamental: mientras que los ucranianos han sido recibidos con los brazos abiertos y en las mejores condiciones posibles en toda Europa, las mujeres y los niños afganos a duras penas encuentran un mísero refugio en Pakistán e Irán puesto que ya se demostró hasta la saciedad que en los países del primer mundo no son bienvenidos.

Si bien es cierto que la invasión gringa logró asestar golpes demoledores a Al Qaeda en Afganistán, no pudo derrotar definitivamente a los talibanes ni mucho menos implantar un sistema de gobierno democrático viable, a imagen y semejanza del de Occidente. El terrorismo resurgiría con nuevos bríos en Irak y luego en Siria bajo la siniestra forma de ISIS. Las millonadas invertidas en organizar, adiestrar y equipar un ejército afgano y en estructurar un gobierno central se perdieron en buena medida por la corrupción generalizada y la desconfianza de la población en los burócratas de Kabul y sus patrocinadores, los ocupantes estadounidenses. Situación que fue aprovechada por los talibanes, quienes poco a poco fueron recuperando su influencia en todas las provincias distintas de la capital.

Finalmente, en agosto del año pasado, el gobierno de Biden consideró que había llegado la hora de terminar esta “guerra sin fin”, la más larga y también la más inútil, que había librado Estados Unidos en toda su historia. Ya desde la administración Obama se venía notando el cansancio de Washington con esta empresa, pero no fue sino hasta la llegada de Trump a la Casa Blanca cuando se dieron los pasos que llevarían a la salida de Afganistán. En febrero de 2020 se firmó un acuerdo entre Estados Unidos y los talibanes, que ya dominaban la mayor parte del país, por medio del cual los invasores se comprometían a retirar sus tropas en mayo de 2021 y los rebeldes a iniciar conversaciones con el régimen de Kabul y a impedir que en suelo afgano encontraran protección organizaciones terroristas. Así las cosas, en un intento por darle relevancia al tema, Biden anunció con bombos y platillos que sus efectivos militares saldrían definitivamente de Afganistán el 11 de septiembre, 20 años después del ataque a las Torres Gemelas. Empero, ante la evolución cada vez más adversa de la contienda, Washington decidió anticipar un mes la evacuación de su personal militar y civil. Y fue así como se produjo la oprobiosa debacle de la retirada estadounidense, una operación improvisada y chapucera, que más parecía una huida despavorida que una salida ordenada y digna. A pesar de que la Casa Blanca repitió una y otra vez que Kabul no sería como Saigón, resultó que Kabul fue peor que Saigón.

En su afán por poner pies en polvorosa y con los talibanes ya controlando la capital, los norteamericanos y sus aliados apenas se acordaron de los cientos de miles de afganos –civiles y militares— que habían colaborado durante años con ellos, la inmensa mayoría de los cuales fueron abandonados a su suerte. Como se ha podido comprobar, muchísimos de estos hombres y mujeres han sido asesinados o encarcelados sin que ninguna potencia haya siquiera levantado con fuerza su voz de protesta. Aparte de los cerca de 60.000 que lograron salir embutidos en los aviones de Estados Unidos y sus aliados con un destino incierto, los demás tuvieron que quedarse y compartir con el resto de la población la macabra realidad de un régimen fundamentalista y represivo que anuló de un plumazo casi todos los modestos logros que se habían alcanzado en materia de derechos de las mujeres, libertades fundamentales y reformas económicas. Y qué pueden esperar estas gentes de Joe Biden, quien hoy pregona a los cuatro vientos su preocupación por los ciudadanos ucranianos sometidos a la barbarie rusa pero que en repetidas ocasiones ha expresado sin matices su desprecio por los afganos. En 2010, Richard Holbrooke, el enviado especial de Obama a Afganistán le preguntó a Biden, cuyo hijo había sido enviado a Irak como miembro de la guardia nacional de Delaware, qué opinaba acerca de la situación de las mujeres afganas. El vicepresidente respondió: “No mando a mi hijo a esos lugares para que arriesgue su vida por los derechos de las mujeres”. Y cuando Holbrooke le recordó la responsabilidad que tenía Washington con los ciudadanos afganos que habían colaborado con Estados Unidos afirmó: “Fuck that. We don’t have to worry about that”. (Poco más o menos: ‘Me importa un carajo. Nosotros no tenemos por qué preocuparnos por eso’). Más tarde, durante la campaña presidencial de 2020, cuando un reportero que le preguntó si sentía algún tipo de responsabilidad moral por las mujeres afganas una vez se retiraran las tropas norteamericanas respondió: “No, en absoluto. Cero responsabilidad”. (Ver “The Betrayal”, de George Packer, The Atlantic, enero 31 de 2022).

Como para refrendar su desinterés absoluto por lo que pueda suceder con ese remoto país, en febrero de este año el mismo señor Biden resolvió confiscar los 7.000 millones de dólares de fondos del Banco Central afgano que estaban congelados en entidades norteamericanas con el fin de “compensar a las víctimas del 9/11” y, supuestamente, para, en un futuro no definido, destinar la mitad a proyectos humanitarios en Afganistán. ¡Como si el pueblo afgano hubiera sido el responsable de los ataques del 11 de septiembre! Es lo que algunos comentaristas estadounidenses han denominado “jugar a Robin Hood pero al revés”. Además, tales fondos pertenecen no solamente al Estado afgano sino también a la ciudadanía. Con esta medida la paupérrima economía del país entró en caída libre, la inflación se disparó, los salarios no pudieron pagarse más, la gente perdió sus ahorros y los negocios quebraron. Como si fuera poco, Estados Unidos y sus aliados no solo suspendieron los programas de ayuda sino que decidieron aplicar diversas sanciones económicas. Esto en momentos en que la abrumadora mayoría de la población de este país vive en la más absoluta pobreza, carece por completo de servicios de salud y sufre espantosos niveles de desnutrición. La respuesta de Washington a esta catástrofe humanitaria, que en cierta medida ayudó a generar, ha sido sencillamente vergonzosa, sobre todo porque al mismo tiempo se rasga las vestiduras ante la crisis humanitaria de Ucrania y gasta miles de millones de dólares en la financiación de una guerra en Europa en la que los muertos y la destrucción corre, naturalmente, por cuenta de los ucranianos.

No es de extrañar que el resultado de esta política, sumado al hecho de que el régimen talibán carece por completo de la experiencia, las habilidades y los recursos para afrontar tamaña tragedia, contribuya a abonar el terreno para nuevas expresiones del terrorismo fundamentalista y, por supuesto, al desarrollo de la producción de opio y otras drogas ilícitas que ya forman parte importante de la economía afgana. Para no hablar de un incremento considerable en los flujos de refugiados hacia el vecindario y más allá.

La retirada de Afganistán fue para Estados Unidos el revés más significativo desde el fin de la Guerra Fría. Hacía mucho tiempo, casi cincuenta años, con la derrota de Vietnam, que los norteamericanos no habían visto su imagen y su credibilidad tan vapuleadas como cuando se vieron obligados a huir de Afganistán. Acostumbrados como estaban desde el derrumbe de la Unión Soviética a ganarlas todas y a actuar como los capos de un mundo unipolar, el desastre afgano, sumado al fracaso de Irak y la mediocre actuación en Siria, auguraban un futuro bastante sombrío para Estados Unidos. A ello se sumaban el avance incontenible de la economía y los designios geopolíticos de China, el distanciamiento de Europa, las evidentes fisuras en el seno de la OTAN y la agresividad del Kremlin. Era la peor de las coyunturas para Washington y aparentemente la mejor para Moscú, que procedió a jugársela a fondo en Ucrania. Pero la jugada de Putin sería la oportunidad de oro para que Norteamérica saliera del aislamiento, recuperara a sus amigos y volviera a ejercer el liderazgo que estaba a punto de perder. Y por ello Biden decidió enterrar el episodio afgano apostando una buena parte de sus fichas por Kiev y arriesgándose a una confrontación convencional a gran escala entre Rusia y la OTAN o incluso a una crisis nuclear con tal de demostrar que América está de vuelta, que America is back.

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