
De 546 niños, 243 vienen en los botes escolares desde increíbles lugares como la isla de los Micos o de sitios mágicamente lejanos como Santa Sofía. Foto: Contraloría General de la República.
Crédito: Contraloría General de la República
Salvando obras: la última hazaña del Orellana
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Un colegio bilingüe –a dos horas de Leticia, en bote, río arriba– es considerado el mejor del Trapecio Amazónico. Sin embargo, estuvo muy cerca de que la selva se lo tragara por completo. La comunidad, los veedores ciudadanos y la Contraloría General finalmente lo evitaron.

La lancha tiene un motor Suzuki fuera de borda de 150 caballos de fuerza. No parece que avanzara muy rápido y, solo al estar a bordo, uno se da cuenta de la fragilidad de la nave. Va deslizándose sobre el espejo del Amazonas y lleva a Jesús, un niño de doce años, rumbo a su colegio.
No flota sobre las aguas de la italiana Venecia: es la colombiana Santa Sofía.
No es el Adriático: es el Trapecio Amazónico.
No es un vaporetto: es un rudimentario bote de 15 metros que hace de ruta escolar.
A él y a otros 13 estudiantes de esa comunidad les faltan dos horas de navegación para llegar a su colegio y apenas son las cinco de la mañana. Están parados en un pedazo de país que existe y que casi nadie conoce. Ni a muchos tampoco les importa. Mientras tanto, algunos en las grandes ciudades se quejan por todo. Y por nada.
En 1542, un ciudadano del siglo XVI salió de Quito y –dos años más tarde— –terminó descubriendo el Gran Río, navegándolo hasta su desembocadura, donde luchó por dos días contra las olas que se forman cuando el majestuoso se estrella contra el Atlántico. Y después enfrentó ataques indígenas, incluidos los librados contra gigantescas mujeres que les recordaron a algunos las mitológicas amazonas de los relatos de guerra griegos, exaltadas precisamente por su gran tamaño y por disparar, certeramente, flechas envenenadas y mortales dardos desde sus arcos y sus cerbatanas…
Así que, en su honor, los sobrevivientes decidieron llamar a ese mar de agua dulce, río Amazonas.
Por ese mismo afluente, pero casi 500 años después, Luz Adriana también llega al colegio. "El que quiere, puede”, afirma sin dudarlo la orgullosa estudiante que se graduó en diciembre pasado de bachiller, junto con otros 51 alumnos. “Sin importar lo que sea, hay que cumplir los sueños y salir adelante, así uno tenga miedo, así las cosas sean difíciles, porque la vida es así: nada es fácil, todo hay que lucharlo”. Nada parece detenerla.
Desde siempre, por allá todo hay que lucharlo. El conquistador, pacificador, regidor, capitán general y teniente Francisco de Orellana, extremeño de pura cepa y valiente soldado al leal servicio de su majestad don Carlos V, aunque ya había fundado varias poblaciones y participado en diversas matanzas, tenía apenas 31 años de edad cuando sin saberlo –apenas al mando de unas decenas de hombres– navegó desde su nacimiento hasta su final uno de los ríos más largos del planeta y –eso sí– el más caudaloso de todos, que bota 209.000 metros de agua por segundo, y que en temporada húmeda puede llegar a 48 kilómetros de ancho. Dato verificado.

Antes, el colegio era una suma de unas pocas construcciones en madera, que hacían las veces de salones de clase, y una de las primeras obras civiles ejecutadas consistió en derrumbarlos. “La preocupación era dónde iban a estudiar los niños porque ya se habían tumbado todos los salones de madera”, contó la vicekuraka del resguardo indígena de Macedonia, Miriam Rodríguez, exalumna de la institución en tiempos de aquellas viejas aulas y ahora madre de familia y líder de su comunidad, que también luchó a brazo partido por evitar que –así estuvieran en medio de la selva del Amazonas– la construcción se convirtiera en un elefante blanco. Estaba segura de que de eso no hay por allá.
Días felices
Jesús llegó pasadas las siete. A tiempo. Junto con los otros 22 pasajeros, todos menores de edad, desembarcó de un salto en el remedo de muelle que hay frente a su escuela, levantó la mirada y se maravilló con lo que vio. Le pasa siempre, de lunes a viernes, desde que se le aparece en su horizonte la colorida construcción que emerge orgullosa en la ribera izquierda del gran río y a él lo invade una indescriptible sensación de felicidad. Acaba de llegar al mejor colegio del Trapecio Amazónico, dicho por propios y extraños: el Francisco de Orellana. Aunque él aún no sepa quién fue ese señor.
“Era poner de acuerdo al Fondo de Financiamiento de la Infraestructura Educativa (FFIE), al Ministerio (de Educación), a la Gobernación (del Amazonas), lo mismo que particulares, padres de familia, rectores e incluso los kurakas, los líderes indígenas: era ponerlos a todos en una misma vía”, señala Johanna Ossa, la contralora provincial de Participación Ciudadana del Amazonas, mientras explica algunas de las razones por las cuales la construcción de 2.162 metros cuadrados no terminó consumida por la selva después de más de cuatro años de abandono y –por el contrario– ahora es la causa de la diaria felicidad de Jesús, el pequeño estudiante de sexto grado que viaja a diario en el bote-ruta de su casa al colegio dos horas de ida y dos de vuelta.
Así es la diaria felicidad de Jesús y de 546 niños más, de los cuales 243 vienen en los botes escolares desde increíbles lugares como la isla de los Micos, o de sitios mágicamente lejanos como Santa Sofía. “Yo nací allí y me tocó irme a estudiar a Leticia –a cuatro horas en lancha– y la universidad en Bogotá… En este momento ya no es necesario porque hay sedes de universidades en Leticia y hay sedes de bachillerato en la ribera del río Amazonas, como el Orellana”, narra Celso Pineda, profesional del Grupo de Participación Ciudadana de la Contraloría del Amazonas y experto navegante producto de aquellos años de estudio lejos de casa en su pequeña comunidad. Por fortuna, el colegio en Macedonia le cambió la vida a sus estudiantes tikunas, yaguas, huitotos, mirañas o tañemucas que descubren allí el comienzo del día cada mañana y se van todas las tardes con el sol a sus espaldas.
Porque la Institución Educativa Francisco de Orellana, además de ser la mejor de la zona, es bilingüe. “Sí, correcto, es un colegio bilingüe. Pensaría yo que además es pluricultural, porque acá se domina el tikuna, se domina una parte del kukama, y se domina la parte del portugués y se está prácticamente recuperando el potencial de la lengua castellana”, asegura el licenciado Fredy Córdoba, rector del colegio desde hace unos meses, cuando –para su felicidad– debió dejar sus lecciones de matemáticas y asumir el reto que hoy ostenta.

Será todo un megacolegio cuando le instalen fibra óptica y paneles solares y tengan dos botes-ruta más, como lo prometió un ministro. Pero, aunque no lo crean, el Francisco de Orellana es una muy seria institución educativa, clavada en la mitad de la selva y a la que se llega navegando desde Leticia dos horas río arriba. Sus nuevas instalaciones albergan 15 salones, tres aulas polivalentes, 18 baños, una capacidad instalada para 600 alumnos y una de las mejores vistas que pueda tener estudiante alguno, la misma que –a bordo del bergantín Victoria– tuvo el explorador español cuando pasó justamente por allí hace 482 años: un lugar que ahora se llama exactamente Macedonia y que, desde antes, es el hogar de una comunidad indígena tikuna, experta en la pesca artesanal, la talla de madera y el tejido de palma, y que ha sobrevivido a las epidemias, a las guerras con otras etnias y a la esclavitud de los comerciantes en tiempos pasados. Y, sobre todo, al abandono.
Salvando obras
Aunque esta vez no sucedió así. Esta vez, todos ellos decidieron actuar unidos y luchar por una causa común, más que por su colegio, el Orellana, por la posibilidad de mantener viva la puerta al conocimiento que los mantiene a flote, que les permite preservarse como pueblo, que les ayuda a evitar que su lengua desaparezca, y que les da el derecho a seguir siendo parte de esta nación en una de las más hermosas como desconocidas esquinas de Colombia. Y al sur, muy al sur, donde todo es verde, donde hay cielos inolvidables y tormentas perfectas, donde el río parece un mar, donde se encuentran tres naciones y –sin embargo– todos hablan el mismo idioma. Sí, allá muy lejos, pero parte de este país, al fin y al cabo.
Y allá lejos también llegó la Contraloría. Y en distintas oportunidades. Porque la obra estuvo detenida en el tiempo por varios años mientras la selva comenzaba a tragarse los cimientos que alcanzaron a plantarse. Los errores en la contratación, la pandemia –que también se paseó por allí– y la sequía que por mucho tiempo redujo de forma considerable el caudal del Amazonas e impidió la llegada de materiales necesarios para la obra como hierro, cemento, vigas y demás, casi logran su cometido de sumirla en el olvido.

La contralora Ossa resume el largo proceso así: “La Contraloría citaba las mesas de diálogo y todos acogían el llamado. Se buscaba ponerlos de acuerdo en razón de un compromiso y se suscribían los compromisos, se hacían los seguimientos permanentes y visitábamos la obra hasta que todo se cumpliera”.
Y como no hay mal que dure cien años, después de un largo lustro de espera, el pasado 26 de septiembre –gracias a la decidida gestión de la Contraloría General de la República, a la tenacidad de la comunidad indígena y al liderazgo de los veedores que tocaron puertas hasta hacerse escuchar– el colegio bilingüe Francisco de Orellana finalmente funcionó.
En las orillas, en los botes, en las comunidades, de vez en cuando se escuchan pedazos de la historia que en la selva comienzan a llamar 'La última hazaña del Orellana': la de haber evitado que la selva se lo tragara y el corrosivo olvido finalmente lo enterrara, como le sucediera al famoso conquistador que el mejor colegio del Trapecio Amazónico tuvo a bien honrar con su pomposo nombre.
*Contenido elaborado con apoyo de la Contraloría General de la República.
