
Alegría para recordar
Marcial Alegría.
Crédito: Colprensa
- Noticia relacionada:
- Obras de Arte
- Córdoba
El 14 de febrero se cumple un año de la muerte de Marcial Alegría, un reconocido pintor primitivista. Esta es una semblanza de un artista que jamás quiso irse del departamento de Córdoba.
Por: Manuel Nieto

En 1985, San Sebastián era un caserío en Córdoba, a muy corta distancia de Lorica, pero muy lejos en el tiempo. Parecía un pueblito del siglo XIX. Tenía apenas cuatro calles y una iglesia que daba la cara a la Ciénaga Grande. De por medio solo había la plaza de suelo de tierra que, ese sábado de junio a medio día, atravesó una vieja camioneta mientras un grupito de niños que jugaba fútbol se detuvo a observarla. Tres hombres jóvenes nos bajamos de la camioneta mirando a los lados, sin saber adónde ir. Íbamos a grabar material para un programa de televisión que nadie recuerda: Geografía olvidada. La información que teníamos, dada por el periodista y libretista, decía que San Sebastián era tierra de alfareros y que la propia era Adriana Alegría, así que después de dar una vuelta por la plaza donde un burro buscaba la sombra de un almendro y el grupito de niños seguía jugando fútbol frente a la iglesia, fuimos a buscarla.
Amable desde el primer momento y siempre sonriente es como me la trae el recuerdo. Me contó que ella antes hacía ollas, chorotes, cosas útiles, y solo por jugar hacía gallinetas que pintaba de negro con lunares blancos pequeñitos, saraviadas, decía. Así fue hasta el día que llegó una mujer extranjera, tal vez alemana, que quería que le mostrara lo que hacía. Adriana le dejó ver los tiestos de cocina y la visitante le preguntó si no hacía otro tipo de cerámica. Entonces le mostró una gallineta y un par de muñecos, un hombre y una mujer de un tamaño que apenas cabían en la mano. Adán y Eva, se los presentó con una sonrisa. Eran de barro crudo todavía, así que podría decirse que estaban desnudos. La mujer alemana se sorprendió por el tamaño del sexo del Adán hecho por Adriana. Con un gesto de picardía, le dijo que, si los hacía así siempre, le iba a comprar muchos para llevar a su país. Y por eso Adriana dejó de hacer “cosas útiles” como dijo ella misma y se dedicó a hacer Adanes.
Después de mostrarme sus cerámicas me llevó al patio de su casa. Era un jardín con un desorden personal, con algunas figuras de cerámica como un sagrado corazón envuelto por maleza que ella presentó como algo que no le resultó como quería. Entonces descubrí, en un extremo del jardín, sobre un par de caballetes, un ataúd. Era muy sencillo, seguramente hecho en una carpintería del pueblo, sin ningún adorno y pintado a brocha con pintura negra y con una delgada línea blanca que bordeaba las tablas que formaban la tapa. Adriana, sin perder la sonrisa, contó que era el cajón de su esposo. Y seguro que cuando vio mi cara de duelo me explicó lo que yo no sabía: eso de tener el propio ataúd guardado en el zarzo, listo para cuando llegue el momento de usarlo, y mientras tanto tenerlo disponible para prestarlo si un vecino se adelanta, era una costumbre muy generalizada entre los campesinos del campo cordobés.
Terminado ese recorrido nos mandó donde su hijo. Al otro lado de la plaza, desde la puerta de una casa, apareció un hombre que nos llamó haciéndonos señas con su sombrero vueltiao. A pleno sol, los tres atravesamos la plaza por el centro cargando el equipo de grabación. El camino escogido y el sudor que nos bañaba decían que, sin duda, éramos gente de tierra fría.
Cuando entramos a la casa no encontramos a nadie. Entonces, dos de nosotros instalaron un trípode para la cámara de video, mientras yo observaba cada vez con más atención, uno a uno, los numerosos cuadros de colores que tapizaban las tres paredes de esa especie de taller de trabajo que tenía una mesa grande a un lado, repleta de pinceles, cartones, tablas, lienzos, frascos y latas de pinturas. De los incontables cuadros en las paredes, uno era una corraleja en el pueblo, con el toro cebú a un lado y varios manteros alrededor. Las gradas llenas de espectadores de todos los colores. Al lado, en la calle, una multitud de personas coloridas y, en la parte baja del cuadro, tres canoas en la orilla de la ciénaga, como si fueran llegando a la fiesta. Otro cuadro mostraba a un hombre subido en un árbol coronado de loros, intentando salvarse de los peligros que lo acechaban: una serpiente en una rama más alta, al lado un avispero mientras abajo, en el suelo, lo esperaba un tigre y en el rio tres caimanes. Al lado, una mujer y una niña parecían gritar con las manos en alto. En el borde inferior, a un costado, en letras blancas hechas a mano, estaba el nombre escrito: Pesadilla. Esos eran solo dos de los cientos de cuadros.
De repente, desde el patio que había al fondo de la casa, donde se alcanzaba a ver un árbol de mango, llegó el hombre del sombrero vueltiao; tendría apenas 40 años, calzaba abarcas tre’puntá y el resto de la indumentaria era una pantaloneta y una camisa de manga corta desabotonada. Sus ojos achinados, la sonrisa constante y el color panela de su piel, confirmaban su ascendencia Zenú. Nos miró amablemente y se acomodó en una mecedora mientras decía:
–Todos los pinté yo. Me llamo Marcial Alegría. Soy hijo de Adriana.
Marcial contó que el primer extranjero que apareció en su casa, por allá en 1983, preguntando por piezas de alfarería, se fascinó y le compró los primeros diez cuadros hechos sobre cartón o papel o tabla, por doscientos dólares, y le auguró que no dejaría de vender y que se volvería famoso. En lo primero acertó del todo. Los extranjeros siguieron llegando a esa casa de San Sebastián a comprar sus pinturas.
Lo que no advirtió es que vendrían largos años sombríos, cuando toda le región se convirtió en camino de horror para ir o huir de las tierras altas. Sin embargo, Marcial no dejó de pintar ni de vender sus cuadros que, según dijo, los pintó con pinceles que él mismo hizo con pelos de perro o con plumas de gallina, pero no se volvió millonario. Tuvo lo suficiente para no dejar caer su casa de siempre y para poder darle a cada uno de sus hijos un lote en San Sebastián. Y para no creerle a los políticos que, durante cuatro décadas, en vísperas de cada elección, y aún en medio de la guerra, fueron a prometerle hacer del merecido reconocimiento algo contante y sonante.
Pero, sobre todo, su pintura le dio lo suficiente para no dejar de ser el mismo hombre sonriente, generoso, bueno como el pan, que sobrevivió al terror de la guerra y que cuando le preguntaron qué era la pintura primitivista, dijo que era “la pintura en la que los personajes no tienen pies ni manos”, mientras los entendidos explicaban que “el primitivismo tiene varias características, como el color plano, la falta de proporción, o de punto de fuga, y que la narrativa es muy simple, aparentemente”.
La fama le llegó por temporadas, cuando el primitivismo se ponía de moda y lo nombraban a la par con Noé León, Román Roncancio, Diógenes Bustos o Edison Lara, de Colombia, o Héctor Hyppolite y Séneque Obin, de Haití, y Horace Pippin, de Estados Unidos. Y también tuvo momentos de renombre cuando colgaron sus obras en el Museo Nacional o el Museo de Arte Moderno de Bogotá o en colecciones del Banco de la República. Pero la tuvo también en lugares lejanos. Sus pinturas multicolores, ingenuas, fantásticas, las han colgado en Roma, París, Tailandia, Siria, Inglaterra, Jamaica, Estados Unidos, Palestina y Egipto.
El 14 de febrero de 2024, 39 años después de esa entrevista, una de las primeras que dio, murió allí mismo, en su casa, Marcial Alegría, el pintor primitivista de la imaginación desbordada con la que dejó pintado en cientos de cuadros su pueblo, sus fiestas, sus amigos y vecinos, sus pesadillas, sus labores, sus árboles, las piraguas y también los animales de pluma, de pelo y de escama. Y por supuesto una que otra hicotea.
Cuando supe la noticia revivió el recuerdo: Marcial, sentado en la mecedora, en pantaloneta y camisa desabotonada, el sombrero de Tuchín en la mano, contando su historia de cuando llegaron los europeos que se fascinaron con sus pinturas y le compraron las que tenía y le pidieron más. Todo contado con una sonrisa Zenú más que amable. Pero es que, claro, si su apellido es Alegría, ya tiene resueltos algunos de los problemas que nos trae la vida.
