
Crédito: Captura de Pantalla Black Mirror
Black Mirror: el asco de lo que se nos viene
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La nueva temporada de Black Mirror llegó, como siempre, a meter el dedo en la llaga de la distopía tecnológica. Lo aterrador es que los contenidos de sus capítulos, cada vez, son más próximos a la realidad. Nuestro periodista Juan Francisco García reflexiona sobre su primer capítulo, que anuncia el espejo negro de la temporada entera.

En contravía del mandato del algoritmo de Netflix –siguiente capítulo en 3, 2 1… –, después de acabar el primero de la última temporada de Black Mirror, debí parar. Salí de él con las mismas náuseas que se tragan a Mike, uno de los protagonistas, después de tomarse su orina para tener con qué pagar el servicio por suscripción que necesita su esposa para que el cerebro le funcione de manera ‘normal’.
La distopía tecnológica que se nos viene encima, ese meteorito disfrazado de softwares, microchips, robots y programas que ‘mejoran al ser humano’, sigue siendo la línea narrativa de la celebrada serie. Lo novedoso es que, conforme pasan los años, el contenido de sus capítulos es cada vez más aterradoramente plausible, verosímil y próximo. De la hipérbole nihilista han ido mutando hacia el pánico realista. El viaje alucinado de las premisas de sus primeras temporadas tiene ahora el tinte resignado de lo inminente.
El exitoso experimento para traer a la vida a una especie de lobos extintos hace más de 10.000 años que alucinó al mundo en las últimas semanas, corrobora que el ingenio humano seguirá subiendo su umbral; y en esa medida, seguirá haciendo más tenue y difusa la línea entre ciencia ficción y realidad. El progreso tecnológico –esto ya es historia vieja– ha alterado nuestra cognición y anatomía. El homodigitalis, como nos nombra el filósofo surcoreano Byung Chul Han, ya está acá. Va por las calles sin sacarse de las orejas sus airpods y transpirando excesivamente si es que no ve, cada 80 segundos, el celular.

Ya está acá y da señales de estar dispuesto a entregar el cuerpo, los recursos, la atención y la conciencia, ¡la vida!, con tal de no quedar relegado de la moda tecnológica. El homodigitalis se repite a sí mismo, para poder dormir, que la hecatombe climática que ha resultado de nuestra capacidad para domesticar y explotarlo todo, tendrá su cura en la técnica –tech-nica– capaz de resucitar lobos y construir drones en forma de abejas para que reemplacen a sus copias análogas, extintas por el veneno de los agrotóxicos.
En el capítulo, Amanda, esposa de Mike y profesora escolar, después de un grave accidente cerebral, accede a un tratamiento en el que una empresa privada –Riversmind– después de hacer un backup de su información neuronal, le incrusta un tejido artificial que le permite volver a la vida consciente. El trato, para acceder por streaming a sus memorias, incluye una suscripción mensual cuyo valor incrementa escandalosamente. El precio de no poder pagar la suscripción premium –actualizarse– es ir por la vida siendo un repetidor de anuncios. Un destino mucho peor que la muerte.
El cinismo de la burócrata de Riversmind ante las quejas de Mike y de Amanda, trabajadores de clase media que se deshuesan para pagar el software hasta raspar los ahorros, es el mismo cinismo con el que Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y demás billonarios del imperio ‘tech’ han ido mostrando sus cartas en las que, entre el hermetismo, el fraude y la megalomanía, reside una gran certeza: primero la ganancia, y luego todo lo demás.
Primero la ganancia y luego la vida. La ganancia sobre cualquier límite o revisión ética. Primero la ganancia y luego la cordura del 98 por ciento de esta especie que, como van las cosas, quedará obsoleta y exiliada del Paraíso Tecnológico. Ese en el que todo es prístino, placentero y posible hasta el minuto exacto en que ya no sea posible pagar el próximo upgrade.

