‘El buen mal’, nuevo libro de cuentos de Samanta Schweblin
24 Marzo 2025 06:03 am

‘El buen mal’, nuevo libro de cuentos de Samanta Schweblin

Samanta Schweblin.

Samanta Schweblin es una muy exitosa escritora cuya obra se ha traducido a más de 30 idiomas. CAMBIO comparte con sus lectores un fragmento de ‘El buen mal’, su nuevo libro de cuentos.

Por: Redacción Cambio

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El libro de cuentos El buen mal es la más reciente publicación de la escritora argentina Samanta Schweblin, radicada en Berlín desde hace diez años. Nació en Buenos Aires en 1978 y estudió cine y televisión. Sus libros han sido traducidos a más de 30 idiomas. Ha escrito los libros de cuentos El núcleo del disturbio, Pájaros en la boca y otros cuentos y Siete casas vacías, y las novelas Distancia de rescate y Kentukis, CAMBIO reproduce un fragmento de la obra, con autorización de la editorial Penguin Random House.

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Salto al agua desde la punta del muelle y me hundo apretándome la nariz. Tras el impacto inicial abro los ojos, me entrego atenta a la caída que va suavizándose, a los tonos nuevos a mi alrededor, más densos y tornasolados. Desciendo, aguanto sin respirar. Quizá pasa un minuto. Al fin, despacio, toco el suelo mohoso con los pies, como una astronauta aterrizando en la luna. Me suelto la nariz y bajo los brazos, el cuerpo se tensa. Una contracción llega desde los pulmones, es un espasmo, espero un poco más. Tanteo las piedras atadas a mi cintura, el nudo siempre puede deshacerse. Para evitar arrepentirme, inspiro. Lleno el pecho de agua y un frío nuevo y duro se me pega a las costillas. Quiero que esto pase sin dolor. Una decena de burbujas salen por la boca y la nariz y se elevan. Otro espasmo me acalambra y tengo miedo de lo que pueda ocurrir ahora. Suelto el aire que me queda. Me sorprende la sensación líquida donde antes había aire, pero sobre todo me sorprende la lucidez, la serenidad. Me miro las manos, más grandes y blancas que en la superficie, y me pregunto cuánto tardaré en perder el conocimiento. Algas, cardúmenes de ojos plateados, plancton flotando como brillantina. Siento el cuerpo suelto, el contacto con las corrientes cálidas, frescas, cálidas otra vez. A lo lejos, el fondo se enturbia. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? Tres minutos, cinco, es algo que ya no sé calcular. Estaba segura de que esto ocurriría rápido. Toco las piedras, busco el nudo. No hay arrepentimiento, a estas alturas lo hecho, hecho está. Es curiosidad.

Desato la soga y las piedras se desprenden. La caída provoca un sismo cerca de mis pies, que se despegan lentamente de la tierra. Quedo ahí como flotando, sin saber qué hacer. Y es entonces, en ese momento, cuando recuerdo haber pensado ¿y si esto es todo? Dudar suspendida el resto de la eternidad: el primer miedo real que tuve este día. No ser capaz de avanzar ni de retroceder, nunca más, en ninguna dirección. Me hago un ovillo, golpeo el suelo con los pies y me impulso. ¿Qué es lo que salió mal? Estoy tratando de entender. Al principio subir parece fácil, pero el cuerpo se detiene a los pocos metros, cómodo en su levitación. Lleva un rato regresar, alcanzar al fin la calidez más cristalina de la superficie. ¿Volveré a respirar cuando salga del agua? Me pregunto si alguien estará buscándome y temo un escándalo. Doy unas cuantas brazadas, saco al fin la cabeza y siento el alivio del aire frío en la cara mojada.
Encuentro la orilla de piedras tan vacía como siempre, pataleo hasta la escalera de troncos y subo al muelle. Tengo una arcada, me inclino sobre el deck esperando vomitar toda el agua, pero nada sucede.

La madera caliente absorbe enseguida las gotas que caen por el mentón. Quiero ponerme de pie, pero el cuerpo está débil y laxo, espero un momento y vuelvo a intentarlo. Del otro lado del jardín, el sol que ilumina los ventanales de la casa me lastima los ojos. Me escurro el pelo, intento hacer lo mismo con el frente de la remera y los bordes del pantalón, y camino hacia el final del muelle. Las ojotas están todavía en el pasto, tal como las dejé. Me las pongo y lucho con la pendiente para atravesar el jardín cuesta arriba.
Me acuerdo de cómo llego a la casa. Me miro en el ventanal trasero, la ropa mojada pegada al cuerpo, mi mano acercándose para correr el vidrio que chirría sobre el riel, el marco que pasa delante de mis ojos y se lleva el reflejo, y detrás el living, la mesa del comedor con los restos del desayuno sin levantar. Me sostengo del marco y, con un último esfuerzo, cruzo el ventanal.

Adentro todo está en calma. Las hortensias que corté en la mañana siguen intactas en los dos floreros de la cocina. Recojo las cartas que acomodé junto a cada ramo, la que escribí para él y la que escribí para las nenas. No estoy segura de si tomar esas cartas es una buena decisión, ni siquiera estoy segura de si tomarlas de esta mesa es tomarlas de la misma mesa en la que las dejé un rato atrás. No estoy segura de nada, ni entonces ni ahora, pero en el reloj ya son las doce y veinte, así que subo al cuarto, dejo las cartas en el cajón de la mesita de luz, me quito la ropa mojada, me pongo ropa seca y bajo otra vez para preparar el almuerzo.
Llegan tocando bocina y las nenas entran a la casa como un torbellino. Traen un conejo en una jaula.

—Hay que cuidarlo hasta el jueves —dice él—, una semana por familia.

Yo bato huevos. Batir supone un esfuerzo descomunal, pero estoy temblando y confío en que la acción disimule mi estado. Las nenas se abrazan a mi cadera y tengo que levantar el bowl para verles la cara.

—Se llama Tonel.

—¡Sí! Tonel.

Las voces retumban en mi cabeza. La mayor hunde la nariz en mi estómago y respira con todas sus fuerzas.

—Mami, olés a podrido.

La menor copia el gesto.

—¡Es verdad! Como a barro sucio.

—Muy bien — digo yo—, a comer.

Me acuerdo del miedo que tengo de dejar de batir.

Pero dejo de batir y no pasa nada, nadie está mirándome. La mayor empuja la jaula contra la pared y deja al conejo suelto. Su padre se apura a cerrar el ventanal. Al regresar nos llama con tres palmadas:

—A partir de ahora, todo bien cerrado — dice.

Pongo en la sartén el quinto omelette y sirvo los que ya están listos. Él sabe que está a cargo del que queda en el fuego porque es el único que come dos.

Así que nos sentamos a la mesa y al fin, al menos por unos segundos, el silencio de las nenas dando sus primeros bocados me ayuda a calmarme.

Todo está en orden, me digo, tranquila.

portada

Me quedo mirando el conejo que, sin grandes previsiones ni rodeos, atraviesa el comedor hasta el plato de agua que le dejaron en el piso. Me sorprende la naturalidad con la que se mueve fuera de su jaula. Si Tonel es un viajero experto en nuevos territorios, yo soy esta mujer anclada siempre en el mismo lugar. Se acerca, me olisquea los pies. Me hace cosquillas con la nariz y por las dudas me agarro al borde de la mesa.

—Se llama Tonel porque es gordo.

—No es verdad.

—Sí es verdad, lo dijo la señorita.

Las nenas pelean con los tenedores un momento y después siguen comiendo. Él se levanta para buscar el último omelette, de camino ya está haciendo una llamada.

Todo está en orden, me digo, y el placer de las cosquillas me sorprende.

—Mami, ¿estás contenta?

Con los cubiertos en el aire, la menor espera ansiosa mi respuesta. De pronto da un salto de su silla y corre alrededor de la mesa sin bajar nunca los cubiertos.

—¡Tonel! ¡Tonel! ¡Mami está contenta!

—Pero comer ya sería demasiado, ¿no? — dice él cuando vuelve con su segundo omelette, registrando mi plato con la comida intacta.
La mayor mira y escucha. Lo peor es lo que sea que esté aprendiendo de nosotros.

El almuerzo termina y mi familia desaparece escaleras arriba. Me gusta esta casa por su porosa capacidad de absorbernos en sus cuartos. En el living la jaula queda abierta y vacía y me reconforta pensar en las nenas jugando con el conejo, entretenidas en mi
ausencia. Es como escuchar la lavadora o el microondas, me relajo porque, incluso si no puedo ponerme en movimiento, en lo práctico, algo se está haciendo.

Vuelvo hasta el ventanal, lo abro y miro el jardín. Todo lo que pasa me parece posible, pero cómo es posible, cómo puede ser que haya pasado lo que pasó y yo me sienta tan bien, y hasta el pelo se esté secando. Respiro, busco mi cartera en el perchero y salgo de la casa por la puerta delantera. El coche de él está otra vez cruzado en la entrada en diagonal, parece una barricada. Ya no discutimos sobre eso, aprendí a deslizar las piernas entre el guardabarros y la pared casi sin ensuciarme la ropa. Cuando él está en la casa, “salir” se parece a “superar”, a “vencer” un obstáculo, si quiero superarlo tengo que estar realmente decidida.

El vecino de al lado está llegando en su camioneta. Este es el día en que entiendo a qué se dedica realmente.

Pero por ahora solo creo que vuelve de cazar, como todas las tardes que trae la gorra con la visera hacia delante. Tiene unos cuernos de ciervo colgados sobre la puerta de entrada, y aunque no es militar, se viste como uno.

Tres años atrás salió en la portada del diario local por un juicio en el que se lo acusaba de hostigar a una mujer que solía trabajar en el café de Toni y a la que, luego de descubrir ese artículo, nunca volvimos a ver.

Y después pasó lo del alambrado de púa. Intentamos hablar con él el mismo día que lo colocó, le explicamos varias veces que las nenas podían jugar cerca y lastimarse. Dijo que por eso era de púa, que solo así los padres se ocupan de mantener a los hijos lejos.

—El alambrado es para los padres.

Recuerdo que, durante este día, hay muchas cosas en las que intento no pensar. Al principio el vecino también está en la lista.
En la calle, protegida por la arboleda, el calor no es tan bochornoso. En la esquina toco el timbre de Daniela y me arreglo un poco. Me paso los dedos como un peine y encuentro un pedazo de alga enredado debajo, todavía húmedo. Tiro hasta que se alarga tanto que parece un chicle y lo dejo caer al piso.

Me seco las manos en el pantalón, vuelvo a tocar el timbre. Cuando me canso de esperar bajo hacia la plazoleta.

El barrio sigue viéndose tan exageradamente grande y adinerado como el día en que llegamos, hace ya varios años. Unas cuadras más abajo está el café. Dentro hay dos mesas ocupadas y Toni está limpiando la vajilla en la cocina, lo veo por la ventanita y me guiña un ojo. Me asomo y le pregunto por Daniela, pero no sabe dónde está, así que me siento un momento en la barra. Tiempo atrás nos acostamos unas cuantas veces en el suelo de la cocina, en el cambiador y en el baño de los empleados. Y luego un día Toni dijo: “Bueno, ya está, ¿no?”. Y lo dijo resignado, como si hubiera estado fregando una mancha por un buen rato sin conseguir que saliera del todo, y al final se diera por vencido.

Una mujer se acerca, toma una azucarera y, antes de regresar a su mesa, me sonríe. Me toco el pelo para asegurarme de que no hay más algas. Encuentro una tirita pequeña, quizá un pedazo perdido de la anterior.

Me alivia ver que nadie detecta nada extraño, me dan ganas de enderezarme y desperezarme, de hacer algo más que estar ahí sentada, esperando.

Salgo a la calle y fumo un cigarrillo, un coche llega desde el acceso principal, pasa de largo y se aleja. En la vereda no hay columnas ni paredes ni postes donde apoyarse, para eso está la casa de cada uno; la calle solo es un largo jardín por donde circular. En la plazoleta
me siento en el banco. Recuerdo que pienso que voy a contar hasta diez y, si todavía tengo ganas, voy a encender otro cigarrillo. Cuento para no pensar.

Así veo al conejo, cruza la calle justo en ese momento, un conejo lo suficientemente gordo como para llamarse Tonel. Huye y se mete entre los matorrales.

Después veo a una de las nenas. Llora sosteniéndose la cabeza con las manos, la cara roja y llena de mocos, la angustia consumiéndola hasta el punto de que buscar al conejo se vuelve una tarea imposible.

¿Heredará la mayor mi escasa inteligencia emocional?

La menor sigue a la mayor, le copia el gesto pero sin llorar, los ojos atentos revisando cada rincón.
Me levanto y me acerco. Él viene detrás, el teléfono colgándole de la mano.

—Dejaste el ventanal abierto — dice.

—¡Mamá! ¡Tonel!

La menor me abraza. La mayor llora.

—¿Qué vamos a hacer, mami?

Nos separamos en dos grupos, él con la menor, yo con la mayor, cada equipo a un lado de la calle sacudiendo matorrales entre los jardines de los vecinos.

Una vez, desde la cocina, vi a una pareja de mendigos haciendo algo parecido en mi propio jardín, no sé qué estarían buscando. Llamé a seguridad, vinieron y se los llevaron. Pero un suéter amarillo de mujer quedó colgando del rosal casi una semana. Al final lo recogí y lo metí en la lavadora, solo y en lavado sencillo. Lo sequé, lo doblé, caminé con él las siete cuadras hasta la parada del colectivo y lo dejé sobre el banco. Entendía que eso no era exactamente devolverlo, pero al menos era ponerlo en algún lugar. No quería en casa cosas que no me pertenecían.

Pasamos al siguiente jardín. Una vecina se asoma por la ventana. La reconozco, es la madre de las gemelas que van a clase con mi hija menor. Saldrá y nos ayudará, pienso. Preguntará “¿qué pasó?”. Y dirá “¡yo vi al conejo!”. Me mira y se aleja, busco la puerta esperando a que salga en cualquier momento. Una vez, frente a la salida del colegio y con una de mis hijas en cada mano, me dijo: “Es la última vez que la espero, ¿lo entiende? No es la única acá haciendo un gran esfuerzo”.

Pero la puerta de la casa no se abre.

La mayor me alcanza entre los arbustos, me abraza y con el abrazo también me empuja. Cruzamos otro jardín. Cuando él se cansa de la búsqueda aplaude tres veces. La familia se reúne en el centro de la calle y regresamos hacia la casa. Está molesto, lo sé por el tono de su voz.

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