Homenaje al sauco, uno de los árboles más representativos de Bogotá
Manrike y Xhueka.
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"En la capital se cuentan unos 86.000. Abundan como los taxis y los Rodríguez", cuentan Manrike y Xhueka.
Por: Manrike y Xuehka
La presencia de árboles, parques y bosques en las grandes ciudades es sinónimo de bienestar ciudadano, calidad ambiental y equidad social. Las áreas verdes, además, impactan en la salud humana. Lamentablemente, ver el follaje verde a través de la ventana, oír el canto de los pájaros y respirar el aire puro se han vuelto privilegios.
Según la Organización Mundial de la Salud, para que los habitantes de las ciudades respiren una mejor calidad del aire se necesita la presencia de un árbol por cada tres personas. Pero, en Bogotá, por cada tres habitantes parece que solo hay medio árbol, “con una gran variación entre localidades”: en la de Santa Fe se mantienen en pie dos árboles por cada habitante, mientras que en la de Bosa solamente sobrevive uno por cada siete personas.
De todos los árboles y arbustos bogotanos, más o menos 1.400.000l, el sauco es uno de los más populares. En la capital se cuentan unos 86.000. Abundan como los taxis y los Rodríguez. Así que, si nos fijamos bien, es común verlos crecer en los jardines porque son ornamentales y por sus propiedades curativas, como remedio para la tos.
En la calle donde vivo había tres, pero hace tiempo cortaron uno porque, según los antiguos vecinos, lo usaban los perros y algunos malos ciudadanos como orinal. Ahora solo quedan dos.
Uno de ellos tiene unos cinco metros de altura, el tronco grueso, del que brotan cuatro ramas viejas y muchas otras más jóvenes, y las incontables hojas que se abren al sol formando una sombrilla. Una vecina que trabaja hace más de 20 años en el edificio de enfrente conjetura que tiene como 30 años, pero el conserje de mi edificio opina que puede tener más de 50: “Mírele el tronco”.
A mí también me parece que se le nota la edad por las arrugas, por las ramas cortadas, por las cicatrices del tiempo, y por el tronco añoso. Me recuerda la vida de Betty, mi madre, que ha sorteado con alegría los años maravillosos, y resistido con paciencia las inclemencias de la vida. Ella es como ese árbol. Su ADN corre por mis venas como la savia. Me heredó sus raíces, sus muchas fortalezas y sus pocas debilidades. Y, como el sauco, ha vivido en plenitud.
Según el Diccionario de la lengua española: el sauco es un arbusto “de la familia de las caprifoliáceas, con tronco de dos a cinco metros de altura, lleno de ramas, de corteza parda y rugosa y médula blanca abundante, hojas compuestas de cinco a siete hojuelas ovales, de punta aguda, aserradas por el margen, de color verde oscuro, de olor desagradable y sabor acre, flores blancas y fruto en bayas negruzcas”.
La taxonomía del sauco se complica en el lenguaje, pues dicen los botánicos que pertenece a la familia de las caprifoliáceas y al grupo de las angiospermas. En otras palabras, que es pariente de los arbustos y de enredaderas como la madreselva, y que además produce flores y frutos.
Las flores que ostenta mi amigo el sauco la conforman unos 20 corimbos blancos, y los frutos son unas amargas bayas negras apetecidas por dos mirlas madrugadoras que cantan al pie de mi ventana, que por diversión suelen espantar a los arriesgados gorriones cuando estos invaden su territorio, y que a veces también, enfurecidas, se enfrentan a una pandilla de palomas forajidas que se ha tomado los techos y tejados de los edificios aledaños.
En El canto a las pequeñas cosas, Whitman mencionó sus innumerables hojas; ante él debemos quitarnos el sombrero, dicen los alemanes; en una novela negra de la escritora británica Barbara Vine se habla de un vino hecho de sauco; el poeta Georg Trakl evocó su infancia convocando el sabor de sus frutos; Eugenio Montale insinuó que sus muertos están ocultos bajo la sombrilla de un sauco y, Luis Vidales señaló que dentro de nosotros crece la rama de un sauco.
Simbólicamente, los árboles conectan las fuerzas ocultas debajo de la tierra con las potencias del cielo, con la energía del sol y con las nubes.
Parafraseando un fragmento del hermoso prólogo de Carmen Paredes a un libro de su padre, pienso, entre otras cosas, que escribir es ser como ese sauco, “situado entre el arriba y el abajo, entre lo permanente y lo transitorio, y encontrar una palabra que pueda contener, para siempre, aquello que se esfuma”.
En los diez años que llevo viviendo en esta calle, el sauco vecino ha soportado estoico, si por esto entendemos una actitud firme y serena ante la desgracia, largos meses de sequía, aguaceros torrenciales, fuertes vientos y turbulentas granizadas. Envejece, como Betty, en medio de sus achaques, de las secuelas de la edad y la lotería genética.
Y aún se sostiene firme y flexible.