
Diana Balcázar, un espíritu de colores disolviéndose en la sombra
Diana Balcázar.
Crédito: Redes sociales
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Diana Balcázar no sólo era pajarera: ante todo era una escritora introvertida, tímida y extremadamente sensible. Y así también eran sus breves textos: poéticos, sencillos e intimistas. Su trágica muerte en Honda, Tolima, invita a recordar su trayectoria. CAMBIO le rinde homenaje en la pluma de Carlos Mauricio Vega, periodista y escritor que la conoció de cerca, y también reproduce uno de sus textos.
Por: Carlos Mauricio Vega

Se ganó la vida como periodista y editora en Bogotá durante la primera parte de su vida. Luego emigró a México. Cuando regresó, luego de una larga estadía de estudios y trabajo, su vida se transformó gracias a su labor en las comunicaciones de la ABO, Asociación de Observadores de Aves de Bogotá. Su sensibilidad hacia la naturaleza pronto superó ese marco y la convirtió en guía, educadora y activista ambiental en el país de mayor diversidad de aves del mundo. Transformó así la herencia de sus abuelos, antiguos caminantes, cazadores de patos y amantes de la laguna de La Herrera y de la entonces gran Sabana y de sus hoy desaparecidos bosques y humedales. Convirtió las escopetas de caza en binoculares y los viejos señuelos de madera en amigos guiados por ella. Memorable es el texto sobre los binoculares del abuelo, sus perras de caza, su Ford 28 y el vecino que acumulaba canecas enteras de patos muertos, lo cual, junto con el rescate de unos patitos huérfanos, hizo retirar al abuelo Balcázar del ejercicio de la caza.
Diana era tataranieta del escritor bogotano José María Vergara y Vergara, autor del clásico Las Tres Tazas y de otros cuadros de costumbres, e hizo honor a su antepasado eclosionando también como escritora. Vergara y Vergara no solo creó la Academia de la Lengua, sino que fue uno de los fundadores del movimiento literario El Mosaico, de mediados del siglo XIX, que imitaba el género inglés de los cuadros de costumbres, pequeñas crónicas o retratos a vuela pluma de la sociedad y el país del siglo XIX. A esa generación pertenecieron, entre otros muchos, Eugenio Díaz Castro, autor de La Manuela, Ricardo Carrasquilla, Fermín de Pimentel y Vargas y también Jorge Isaacs, autor de La María. Vergara fue mentor y editor de todos ellos.
También fue periodista político y escribió sus memorables tres tazas, la de chocolate, la de café y la de té, que retratan de irónica manera tres épocas del siglo XIX y la evolución de los arribismos y las mezquindades de esa clase social que he dado en llamar “los aristocriollos”.
El libro de Diana Los pájaros de mi ciudad está alineado en directa tradición con el de su tatarabuelo, probablemente sin una intención consciente, pero sí con su clara influencia de estilos y temas. Diana traza un mosaico de la ciudad de hoy a través de sus pájaros, que hoy como ayer nos acompañan: la tingua de los humedales, el copetón de los jardines y la odiada mirla, que no debería ser tan odiada, según ella. Escribió también un sencillo Manual de Observación de Pájaros que debería difundirse más a modo de herramienta de conciencia ambiental.
Los pájaros de mi ciudad es una colección de semblanzas de especies –migratorias y locales– descritas en un tono cotidiano y simple, propio de una observadora nada pretenciosa ni científica. Muchas de ellas son producto de experiencias personales muy poéticas, casi místicas, donde la autora interactúa con el desconocido paisaje de los humedales de la ciudad, sus protagonistas, los pájaros, y sus antagonistas, los seres humanos. Ahondando en ellas, denota un saber muy profundo, producto de años de observación meticulosa, conocimiento y dedicación al tema. A través de los pájaros vemos el espíritu contradictorio de una ciudad que Diana amó pero que también denosta. Para ella era una ciudad anfibia, cuyo mayor valor es su relación con los humedales, particularmente el de Córdoba, a cuyo lado vivió muchos años. En los ojos de Diana aparece una ciudad que no vemos, que estuvo y aún está atravesada por cuerpos de agua muy grandes, hoy día sitiados por el cemento, que ella pudo conocer en detalle gracias a las aficiones exploradoras y cinegéticas de su padre Hernando y de su abuelo José María Balcázar Vergara.
La desaparición repentina de Diana, a los 65 años, pone de presente la necesidad de redescubrir Los pájaros de mi ciudad. En alguno de sus textos, por ejemplo en este de la mirla que aquí reproducimos, hay una premonición sobre la muerte, injusta e inoportuna, a través de un odiado pájaro que ella rescata a través de la imaginación y la poesía. Ojalá sus hermanos y sus sobrinos, gente muy sensible también, encuentren los dibujos y textos inéditos que haya dejado Diana a partir de su vocación de naturalista insigne y moderna.
La academia tiende a convertirse en un poder que valida los saberes y las técnicas mediante pares. No funciona sino a través de referidos y por las aprobaciones de los respectivos sacerdotes, de los posgrados y demás ceremonias de toga y birrete. Hay todavía, y sin embargo, sabios que se auto educan como polígrafos desde su interacción con la naturaleza: uno de ellos podría ser, por ejemplo, Mateo Hernández Schmidt. Otro era Diana Balcázar. Es gente que acumula un saber, un corpus de conocimiento vasto y libre, tal vez anárquico y tan válido como el de cualquier académico. Por ello Diana era un referente para la comunidad de activistas ambientalistas y observadores de pájaros de Bogotá y del país.
Diana desapareció en las aguas del río Magdalena, en cercanías del histórico puente Navarro, mientras observaba sus amadas aves, entre ellas los grandes ibis negros que circulan continuamente por el salto de Honda. Su cuerpo bajó, como el de una moderna Ofelia, hasta La Dorada, donde fue encontrada. Y su alma, como el de la tingua o pato bogotano que retrata en uno de sus relatos, “voló como un espíritu de colores disolviéndose en la sombra”.

La mirla
Tomado del libro Los pájaros de mi ciudad. Ediciones Aurora, 2006
Diana Balcázar Niño
Ella es la reina del jardín. Cuando llega, espanta a todo el mundo con su velocidad y su tamaño. Pero no sólo espanta, también ataca.
Por la ventana del comedor la vi un día, dando brinquitos en el pasto, con la cabeza agachada. Parecía sacar algo del suelo, quizás una lombriz, uno de sus bocados predilectos. Pero un momento después, el ataque me pareció más virulento de lo necesario, y me acerqué a la ventana a ver qué pasaba. Descubrí, para mi sorpresa, que a quien la mirla atacaba era a un pajarito. Golpeé en el vidrio para que lo soltara, convencida de que me obedecería inmediatamente, pero no fue así y siguió adelante. Volví a golpear más duro y le grité, pero no sirvió de nada.
Salí entonces al jardín, gritando aún más fuerte, mas sólo cuando estuve muy cerca del gran pájaro logré que abandonara su presa. Como a regañadientes, la dejó tirada en el piso, exánime, y se fue.
Me agaché para mirarla. Era de color verde claro por encima y gris blancuzco por debajo. Se trataba, quizás, del mismo pajarito que yo había observado varios días rondando por un saúco del jardín de la casa de atrás de la mía. Me había llamado la atención que llevaba siempre la cola graciosamente levantada, mientras recorría aquel sencillo árbol de hojas amarillentas y flores blancas que las personas utilizan para hacer infusiones contra la tos.
Yo había observado a la mirla varias veces espantando al pajarito para que no le disputara las moradas frutillas del saúco, que están entre sus preferidas. Tomándolo por sorpresa lo solía perseguir a toda velocidad hasta que éste, también muy rápido, quedaba fuera de su alcance.
Habían mantenido ese mismo juego durante varios días, hasta que todo terminó en ese momento en que la situación se definió en contra del pajarito.
Lo tomé en mis manos. Todavía respiraba pero en el punto de la nuca en donde a los toros les dan el puntillazo al final de la corrida, se veía una gota de sangre. La mirla lo había atacado allí sin misericordia.
Yo no sabía qué hacer. Un momento después el animalito dejó de respirar. Lo entré en la casa y luego de que todos lo observaron con tristeza y aprensión, lo deposité sobre un papel periódico y me puse a observarlo.
Tenía la coronilla gris y dos franjas blancas sobre los ojos a manera de cejas, bordeadas con rayas negruzcas por encima. Las patas eran azulosas y tenía un poco de rojo en los ojos.
El tamaño era de trece centímetros entre la punta del pico y la de la cola; como el de un copetón o gorrión.
Con lápices de colores lo retraté y cuando terminé, decidí enterrarlo en el jardín. Junto a la pared, en un sector libre de vegetación, abrí un hoyo de unos veinte centímetros de profundidad y lo deposité allí.
"Venir a morir aquí...", pensé, mientras lo cubría lentamente con tierra. "¡Qué ironía!"
Ironía porque era el mes de noviembre y ese pajarito, que era un ave migratoria llamada vireo ojirrojo, hacía pocas semanas había llegado a Bogotá desde algún lugar de Canadá o de Estados Unidos, atravesando muchos países y superando toda clase de obstáculos, para encontrar aquí un refugio en su viaje hacia el sur, escapando del invierno de su tierra natal.
Pero el pobre animalito había tenido la desgracia de escoger como estación precisamente el reino de la mirla. Y si todas las veces se había escapado de sus ataques, esta vez la suerte le había sido esquiva. La muerte lo estaba esperando en este rincón del mundo. Ya no regresaría al Norte para ver la primavera.
Durante mucho tiempo miré a la mirla con rencor, y debo reconocer que aún le tengo inquina. Esa mirada fija que tiene, con esos ojos redondos bordeados de un círculo perfecto de color amarillo, me intimida. Me parece que incluso a través de las cortinas de velo de la ventana de mi cuarto, me alcanza a descubrir en el fondo. A veces, después de saltar dos o tres veces hacia delante, con las dos patas al mismo tiempo −como acostumbra−, se queda quieta como una estatua, mirando hacia dentro, y yo me siento atravesada por su mirada.
Esta ave no tiene ningún encanto en especial, fuera del intenso color anaranjado de su pico y de sus patas, que resalta muy bien junto al gris oscuro y cafecino de su plu- maje. Pero ese llamativo contraste es una cualidad insignificante junto a algo terrible que se dice de ella: que se come los huevos y los pichones de otras aves.
Una tarde oí una serenata pajaril, suave y dulce, entonada desde algún lugar fuera de mi casa, quizás desde algún árbol cercano o de una antena de televisión. Ya había oído una vez un canto semejante durante una caminata por el barrio, pero no había podido descubrir al ejecutante. Esta vez, cuando me asomé por la ventana encontré que se trataba de una mirla. Estaba parada en un árbol de la casa de atrás de la mía. Inmóvil como siempre. Pero al mirarla con atención descubrí que de su garganta, que se movía en forma casi imperceptible, brotaban, una tras otra, suaves notas musicales que aunque no parecían muy bien organizadas, constituían realmente un canto.
La mirla, entonces, cantaba. Hasta ese momento yo había pensado que sólo las mirlas grises, las que se conocen como sinsontes, cantan. Y que éstas, que algunos llaman patiamarillas, no eran sino un remedo de mirlas, unos pajarracos agresivos, toscos y omnipresentes, que sólo producían unas notas chillonas y molestas y un feo cacareo de alarma cuando se reunían al atardecer en los árboles de los parques. Pero no. La mirla común de la Sabana de Bogotá, la que los científicos llaman Turdus fuscater, la más grande de todas las mirlas del mundo, canta. Y bonito. Puede estarse un buen rato cantando, sobre todo en los momentos más tempranos de la madrugada, pero a veces también a lo largo del día.
¿Y en qué época canta? Especialmente cuando está criando, cuando está defendiendo de competidores un territorio, para poder sacar adelante una familia. Y se dice que sólo en ese momento es tan agresiva.
Estoy de acuerdo con eso porque hay días en que las mirlas de mi jardín ni siquiera se inmutan cuando otros pájaros comedores de fruta llegan al preciado saúco. Es decir, que cuando la mirla mató al desafortunado viajero quizás estaba criando una familia; tal vez en alguna parte del jardín se escondía un nido con unos pichones que alimentar.
Pues bien, unas semanas después, en una horqueta formada por dos ramas de cerezo en el jardín, encontré un nido muy grande y redondo, construido a unos dos metros del suelo. Estaba vacío.
Me llamó la atención su gran tamaño −como de unos cuarenta centímetros de diámetro− y su firme construcción, con cientos de ramitas entrelazadas en forma tan apretada que el fondo parecía sólido.
Han pasado los meses y el nido todavía está allí. Es tan resistente, que a pesar del tiempo, del sol y de la lluvia, se mantiene intacto y en su sitio. Siempre firme. Tan firme como la enconada defensa que la mirla hizo de él, y como su mirada.
Aquí puede inscribirse para participar de esta iniciativa. En muchas reservas y puntos rurales de Colombia se han sembrado árboles a nombre de Diana Balcázar. La Asociación Bogotana de Ornitología va a sembrar árboles en el Ecoparque Jaime Duque.
Escuche aquí a Diana Balcázar en el podcast Charlas pajareras.
