
El enorme peso de Botero
Un año después del fallecimiento del pintor y escultor colombiano Fernando Botero, se inauguró hoy en el palacio Bonaparte de Roma la mayor exposición del artista en la ciudad. Las 120 obras que se exhiben son un viaje por las técnicas y las temáticas que poblaron el imaginario del pintor y además constituyen su emblemático regreso a Italia, a la que siempre consideró como su segundo hogar.
Por: Marta Orrantia

Un hombre abre los brazos en cruz, imitando el Cristo que tiene sangrante detrás. Posa para la foto y sonríe. No ha pretendido insultar o hacer burla de la religión, sino celebrar la belleza de la obra que cuelga a sus espaldas. Tiene razón en sonreír, porque ese Jesús crucificado y moribundo no parece trágico, todo lo contrario. Hay algo de humor, de sensualidad, de celebración de la vida en la imagen. Y solamente un artista como Fernando Botero hubiera podido lograr esto. “El arte –decía Botero– debe hacerse para engrandecer al hombre y no para empequeñecerlo”.
El Cristo es una de las 120 obras del antioqueño que se exhiben desde hoy, 17 de septiembre, en Roma, en la que ha sido llamada “La gran muestra” y que es sin duda la retrospectiva más importante que se ha hecho de él en Italia. Para su hija Lina, curadora de la exposición, “es como un regreso a casa”, no solo porque Botero murió y está enterrado en Pietrasanta, en la Toscana, sino porque fue aquí donde comprendió qué tipo de artista quería ser.
“Mi papá visitó Italia muy joven para ver las obras de los artistas del Renacimiento. Se encantó con Piero della Francesca y con Paolo Uccello. Entendió cómo lograr la belleza y la sensualidad a través del volumen”, explicó Lina en la rueda de prensa, un evento tan concurrido que resulta la prueba de que Botero, a pesar de haber nacido en Colombia, fue adoptado como uno de los artistas más importantes de Italia y, como tal, reverenciado por el público local.
Este es sin duda el año de Botero en Roma. Comenzó en el verano, cuando empezaron a aparecer sus esculturas monumentales en las calles. Turistas y locales se fotografían frente a la Mujer sentada, el Gato o Adán y Eva, para nombrar solo algunas de las obras que adornan las plazas más emblemáticas de la ciudad. Luego la publicidad de los buses, las vallas de los paraderos y los afiches del centro histórico comenzaron a anunciar esta muestra, que estará hasta enero en el Palazzo Bonaparte, tal vez uno de los sitios más hermosos de Roma y un lugar reservado para las grandes exposiciones de clásicos como Van Gogh.
“En las obras de mi padre siempre estuvo presente el humor –explica Juan Carlos Botero, poco antes de comenzar la rueda de prensa–. Pero, además, y en contraposición a su época, era capaz de mostrar una inmensa ternura”. Ambas cosas pueden verse a lo largo de la muestra, en particular en obras como Pedro (su hijo fallecido en un accidente cuando era niño) y las imágenes del circo, que muestran la precariedad y al tiempo el color y la belleza de los artistas de los circos ambulantes.
Esta muestra gigantesca, que ocupa los dos pisos del Bonaparte es, sin embargo, una pequeña parte de su trabajo. Fernando Botero fue un artista prolífico, pero más que eso, un artista obsesivo con el oficio y con la perfección. Siempre decía que tenía más obra que tiempo, por lo que era famoso su frenético ritmo de trabajo, que lo llevaba a estar desde las nueve de la mañana hasta la hora de la cena enfrascado en su estudio, con el celular apagado. “Si uno quería hablar con él, podía llamarlo después de las cinco de la tarde, cuando encendía el celular por un rato para contestar mensajes. De resto estaba en silencio, sin música ni distracciones, trabajando. Trabajaba en varias obras al tiempo, las dejaba descansar, volvía sobre ellas… –recuerda Fernando, su hijo mayor–. Pero cuando no podía resolver un problema, cuando no estaban a la altura del resto, cortaba las telas y luego las quemaba. Era muy estricto con eso, solo lo que lo dejaba satisfecho era lo que se quedaba”.
Cuando estaba viviendo en Nueva York y era ya un artista consolidado, decidió dejar la comodidad de América para explorar Europa, ya no con el ojo desnudo de la juventud sino con la mirada certera del artista. Quería tener, sobre todo, la posibilidad de volver a los museos, porque cada vez que se encontraba frente a un escollo creativo, buscaba las respuestas en los grandes artistas. “Cuando era niño –explica Fernando– mi papá me llevaba a los museos con él. No iba al museo como vamos todos, a visitar salas y salas de pinturas, sino que iba siempre a ver una obra específica, a lo sumo dos. Se sentaba y me preguntaba qué veía yo en esa obra. Por qué era tan importante. Y yo, que era un adolescente, no sabía qué contestar. Entonces él me explicaba la composición, el color, el volumen, aquellas cosas que la convertían en un clásico, que la hacían tan relevante”.
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“Para ser universal, el arte debe ser local, anclada en la tierra propia, en su legado y su vida. En mi trabajo reinvento mis memorias y les doy una nueva vida, nuevos colores y formas exageradas”: Fernando Botero.
Esa característica, la de ser un estudioso del arte, permeó su carrera y le brindó un manejo amplio de técnicas, desde el dibujo hasta la escultura, pasando por la acuarela, el pastel y el óleo. Botero era incansable, curioso, enamorado de su oficio. Tenía en su biblioteca un libro del arquitecto Bruno Vassari llamado La vida de los artistas, donde se contaban historias de los grandes de la pintura mundial. Él se dio cuenta, a través del libro, de que esos artistas escribían cartas a sus alumnos, a sus amigos, a sus colegas, donde explicaban cómo hacer el oficio. Cómo mezclar pinturas, cómo solventar problemas, cómo usar ciertas técnicas. Y Botero, movido por su obsesión y por una sed inagotable de conocimiento, fue entonces a buscar las cartas en los archivos arrumados y secretos de las universidades y las bibliotecas de Europa. Allí encontró una misiva de Rafael en la que le hablaba a un alumno suyo sobre la armonía. “Es muy fácil –decía la carta–, hay que buscar unidad en el color”. Fernando Botero se ríe al recordar la anécdota. “Lo que más me divierte es que dice que es fácil. Pero más allá de eso, mi padre aplicó a rajatabla esos principios y los resultados son muy claros. Si uno se fija, a pesar de ser obras muy vivas, hay colores que se repiten a lo largo de cada una, un rojo que se encuentra en la boca, en las uñas, en los zapatos de un personaje, o un marrón que pasa de una chaqueta de alguien al pelo de otro, y así”.
Otra carta que encontró Botero refundida en los archivos fue una que escribió Diego Velázquez, el célebre pintor de Las Meninas. Eso dio pie para que el antioqueño hiciera un cuadro titulado La Menina después de Velázquez, y que es una de las joyas de la exposición. “Está en un marco alemán del siglo XVI", explica su hijo Fernando. Pero más allá de eso, es el único de toda la exposición que no está firmado. Según Juan Carlos, no lo firmó porque al terminarlo dijo: “Es más Velázquez que Botero”.
Además de hacer una obra “a la Velázquez”, Botero hizo varias versiones de artistas que admiraba. En la exposición, para nombrar solo algunas, se encuentran versiones de Botero de Pietro della Francesca, de Mantegna o del Matrimonio Arnolfini del pintor flamenco Jan Van Eyck. Estos homenajes, sin embargo, los hizo usando su técnica y su particular estilo, tanto que nadie diría que son cuadros de aquellos hombres, sino que son Boteros.
Porque Botero, como los artistas imprescindibles de la historia, tiene un estilo único e inconfundible en el que mezcla, como ningún otro, su vasto conocimiento artístico, su experiencia de vida, y sus orígenes colombianos. Según dice Cristina Carrillo de Albornoz, que junto con Lina Botero curó la obra del artista, “Botero mezcla la tradición europea con los paisajes colombianos y esa es la base de su universalidad”.
El mismo artista, consciente de ello, dijo hace un tiempo: “Para ser universal, el arte debe ser local, anclada en la tierra propia, en su legado y su vida. En mi trabajo reinvento mis memorias y les doy una nueva vida, nuevos colores y formas exageradas”.
El camino hasta aquí no fue fácil. Lina dice que su recorrido fue muy solitario. “Fue siempre contrario a las tendencias del arte. Era figurativo en los años sesenta, cuando lo que se estaba haciendo era expresionismo abstracto. Defendió el arte como placer y oasis de la vida, como una forma de llegarle a la gente”.
Y es evidente que lo logró. Si bien el trabajo de recoger las obras y hacer la curaduría recayó en Lina, los tres hermanos siempre han sido partícipes de la evolución artística de su padre y ahora se encuentran en el proceso de crear una fundación que mantenga viva la memoria del pintor. Curadores de arte, críticos, mecenas, nobles, embajadores, periodistas y amigos visitaron la muestra en el coctel de inauguración, confirmando que el vínculo afectivo que transmite la obra de Fernando Botero con su público sigue intacto.
El artista, que siempre fue metódico, disciplinado y perfeccionista, ya tenía trazado el camino y así se los comunicó a sus hijos antes de morir. “Mi deseo es muy sencillo y consiste en tres cosas: exhibir, exhibir, exhibir”, recuerda Fernando que le dijo su padre a los 88 años, cuando él y sus hermanos le preguntaron qué harían con su obra al fallecer. “Estamos, por lo tanto, honrando lo que quiso”.
