Entre surcos de música con Jaime Andrés Monsalve

jaime Andrés Monsalve.

24 Noviembre 2024 03:11 am

Entre surcos de música con Jaime Andrés Monsalve

‘En surcos de colores’ es el nuevo libro de Jaime Andrés Monsalve, quien escogió 150 grabaciones emblemáticas de la historia de la industria fonográfica en Colombia. CAMBIO publica el texto dedicado a 'El enterrador' /'Jamás', una grabación de Pelón y Marín de 1908.

Por: Redacción Cambio

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El conocimiento enciclopédico sobre música que atesora Jaime Andrés Monsalve hizo posible la publicación de En surcos de colores, un libro que celebra a los compositores, a los músicos y a los ritmos que han conformado más de un siglo de industria fonográfica en Colombia a través de la historia de 150 discos emblemáticos. Burrolandia de Noel Petro, el álbum debut de Los Yetis, La candela viva de Totó la Momposina, Pies descalzos de Shakira o La tierra del olvido de Carlos Vives, otras 145 excepcionales producciones nacionales, guardan las señas de lo que somos como país.

Monsalve es comunicador social y periodista de la Universidad Javeriana de Bogotá. En la actualidad es jefe de Programación Musical de la Radio Nacional de Colombia. Ha sido creador y realizador de espacios musicales en la emisora Javeriana Estéreo, redactor del diario El Espectador, editor cultural de la revista CAMBIO y jefe de redacción y editor internacional de la revista SoHo. Ganó en tres oportunidades el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar por trabajos relacionados con música. Ha escrito los libros El ruido y las nueces, historias asombrosas de la música en Colombia (2023), Astor Piazzolla, tango del ángel, tango diablo (2009), El tango en sus propias palabras (2005), Carlos Gardel, cuesta arriba en su rodada (2005), y, en coautoría, de unos quince libros más especializados en música. CAMBIO reproduce uno de los capítulos del libro En surco de colores.

Pelón y Marín
El enterrador / Jamás
Columbia Records, 1908

Algunos hitos de la grabación dicen que en 1898 el alemán Emil Berliner fundó en Londres la Gramophone Company, que erigió en Hannover su primera prensa, la Deutsche Grammophon Gesellschaft. También es muy recordada la aventura del productor Fred Gaisberg, quien en 1902 sacó dinero de su propio bolsillo para que el tenor Enrico Caruso registrara en disco diez arias de ópera. Imposible no mencionar al primer artista que firmó un contrato para grabar, el bajo ruso Fiodor Chaliapin, que se quitaba la ropa, y solo en calzoncillos, en ademán pugilístico, se paraba ante la corneta grabadora.

Para que se registraran grabaciones en suelo colombiano tuvo que pasar un tiempo. Fue a finales de 1913, con la llegada a Bogotá de una máquina portátil de la casa Victor Talking Machine, nacida tras una escisión en la Gramophone Company. A perpetuidad quedaron impresos los sonidos del dueto Wills-Escobar (Alejandro Wills y Alberto Escobar), del Cuarteto Nacional y del Terceto Sánchez-Calvo, del compositor Luis Antonio Calvo. Pasaría aún más tiempo antes de que el sello Fuentes, fundado en 1934, erigiera la primera prensadora de discos local en 1943.

Lo que sí hubo desde siempre fue el interés por testificar el milagro. El investigador y docente Egberto Bermúdez cuenta que durante el período de la guerra de los Mil Días (1899–1902) entraron al país los primeros gramófonos, así como fonógrafos que funcionaban con cilindros de cera. Las familias pudientes, aquellas que se deleitaban poniendo a andar las pianolas de rollo, podían darse el lujo de tener uno de esos aparatos. Luego la oferta se amplió a los bares y cafés de las ciudades capitales. Los tres sellos que llegaron a imperar desde antes de la década del veinte ofrecían en Colombia sus propios artilugios reproductores: la Víctor llegaba con sus victrolas y ortofónicas, Columbia con su viva tonal y la casa Brunswick ofrecía sus llamados panatropes. Del extranjero, sobre todo de Estados Unidos, Argentina y México, llegaba también lo más importante, los discos, que empezaron a labrar el gusto popular, la educación sentimental de padres, abuelos y bisabuelos.

portada

Vámonos ahora a la Medellín de principios del siglo XX, donde un par de sastres avenidos cantores, simpáticos buscavidas extraídos de la narrativa picaresca, estaban a punto de convertirse en los primeros colombianos en grabar su música. Pedro León Franco Rave fue uno de los cinco hijos de Rita Rave con el sastre, guitarrista y cantante aficionado samario Pedro León Franco de Aza, quien luego se hiciera llamar Pedro León Velásquez. No era algo que confundiera en demasía, puesto que, una vez llegados a Medellín, lo apodarían con el nombre de su ciudad de origen: Santa Marta. Su hijo músico heredó el sambenito, y le sumó el apodo familiar de Pelón, que era como balbuceaba su nombre uno de sus hermanos. Pelón Santamarta, entonces, nació en 1867 en el tradicional y bohemio barrio medellinense de Guanteros. Aventurero, intentó estudiar medicina y enrolarse en la milicia antes de tomar la profesión paterna. En Cali aceptó un trabajo en sastrería y empezó su vida en la música. A sus 30 años recorrió varias poblaciones haciendo dueto con su padre, y luego se radicó brevemente en Bogotá, donde conoció buena parte del repertorio que iba a difundir.

Adolfo Marín, el compañero de aventuras de Pelón, nació en junio de 1882 en el mismo barrio de Guanteros. También alternó la sastrería con el canto. Se conocieron en 1903, y bastaron un par de encuentros para entender que musicalmente estaban hechos el uno para el otro. Sin embargo, estando de gira por Barranquilla, Pelón llevó un cargamento de billetes falsos hasta Panamá. Tras su regreso a Medellín pasó un tiempo en la cárcel. Ante la posibilidad de que Pelón se viera de nuevo privado de la libertad, comenzaron un periplo internacional que mucho tuvo de experiencia musical, pero más de escape. Así, viajaron a Panamá, donde increíblemente no había una causa judicial abierta, y se sostuvieron cantando y zurciendo. Seis meses después se desplazaron hacia Jamaica y de ahí a Cuba. De Santiago viajaron a La Habana. En ninguna de las escalas previas fueron recibidos con entusiasmo sus bambucos, pasillos, danzas y valses. Ya en la capital cubana siguieron ganándose la vida con las voces, las guitarras, la aguja y el hilo, y alternaron en largas jornadas de bohemia con el poeta antioqueño Miguel Ángel Osorio, que más adelante se haría llamar Porfirio Barba Jacob. Hasta que en la primera mitad de 1908 fueron contratados por un empresario de una compañía teatral para cantar en México. Llegaron a Mérida y luego de obtener una buena atención por parte del público yucateco, se dirigieron a Ciudad de México. Allí, Adolfo se ennovió con la cantante Abigaíl Rojas, quien conocía al dedillo la movida chilanga. Ella tenía el poder para contactarlos con los empresarios de Columbia Records. Aquel fue el inicio de la discografía colombiana.

Pelón Santamarta aseguraba que la primera pieza grabada, de un total de 40, fue El enterrador. De procedencia muy discutida, se le solía adjudicar a Julio Flórez, a Victoriano Vélez y a otros creadores de época. Hoy se sabe que se trata de una musicalización en clave de bambuco de un dolorido poema del catalán Francisco Gras y Elías. Según la catalogación publicada en La canción colombiana, de Jaime Rico Salazar, no pudo haber sido el primer tema grabado en aquellas sesiones por cuenta del número de matriz, que suele ser cronológico y que le da dignidad fundacional al pasillo Jamás, con música de Marín y letra, ese sí, de Julio Flórez, incluido en la otra cara de este trabajo.

El enterrador se convirtió en pieza recurrente del repertorio iberoamericano. La inenarrable historia del sepulturero que por ser el único del pueblo se ve en la penosa tarea de cavar la tumba de su propia hija, ha sido interpretada por un abanico de celebridades

Imposible no sentir el alma estrujada luego de la audición de esas dos piezas, que gracias a los buenos samaritanos pueden encontrarse en plataformas de internet. Hay algo ciertamente fantasmagórico en las ejecuciones, una pátina de pasado lejano que arroba y a la vez aterra. Tal vez en eso tenga que ver la dolorosa oscuridad de la letra de El enterrador, o simplemente sea la conciencia de encontrarnos ante un parteaguas.
La huella de Pelón y Marín en México va más allá de esas grabaciones. Gracias a su paso por Mérida y a una posterior gira de 1919 del dueto Wills-Escobar, fue posible la génesis del llamado bambuco yucateco, género que hoy goza de amplia aceptación y que es la primera gran influencia de una sonoridad colombiana en el gusto internacional. Por otra parte, El enterrador se convirtió en pieza recurrente del repertorio iberoamericano. La inenarrable historia del sepulturero que por ser el único del pueblo se ve en la penosa tarea de cavar la tumba de su propia hija, ha sido interpretada por un abanico de celebridades que va desde Leonardo Favio hasta Celia Cruz, desde el legendario cantaor flamenco Antonio Molina hasta su contemporánea colega La Rosalía.

Después de septiembre de 1908, las vidas de Pelón y Marín siguieron rayando la ficción. Se enrolaron en el ejército revolucionario mexicano. Adolfo se casó con su adorada Abigaíl y el dueto se terminó. Pelón, entonces, viajó a Centroamérica. La crisis en El Salvador le arrebató sus ahorros y terminó cosiendo ropa en Nueva Orleans. De ahí llegó a Nueva York para regresar a Medellín a finales de 1916. Tuvo un alambique clandestino y por cuenta de eso fue a parar a la cárcel. Poco antes de morir ciego, escribió el inmortal bambuco Antioqueñita. Pelón Santamarta dejó el mundo, cansado de tanta aventura, en enero de 1952. Adolfo Marín, que era hemofílico, se le había adelantado hacía veinte años, en México, luego de cortarse mientras se afeitaba.

En surcos de colores 
Jaime Andrés Monsalve, Rey Naranjo Editores, 2024

Lanzamiento del libro:
Martes 26 de noviembre, 6 p.m.
Gimnasio Moderno, Bogotá
Conversan el autor y Mario Duarte (de La Derecha)

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