"Cuando la literatura funciona es un teatro del alma": Luis Fayad
22 Junio 2025 03:06 am

"Cuando la literatura funciona es un teatro del alma": Luis Fayad

Luis Fayad.

Crédito: Salym Fayad.

El escritor Luis Fayad, quien en la pasada Feria Internacional del Libro de Bogotá (FilBo 2025) recibió un homenaje al llegar a 80 años de vida, conversó con Federico Díaz Granados acerca de sus novelas y libros de relatos, su amistad con Gabo y su concepción de la literatura. "Aprendí a escribir conversando, escuchando, discutiendo", cuenta.

Por: Federico Díaz Granados

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Luis Fayad es una de las voces fundamentales de la literatura colombiana. Es una de las figuras de la llamada Generación del Post Boom o del Frente Nacional que irrumpió en la escena literaria en la década de los setenta, en medio del nacimiento de muchos movimientos sociales e insurgentes. La aparición de Los parientes de Ester en la editorial Alfaguara en 1978 fue todo un acontecimiento y desde entonces se impuso como una obra que entraba al canon de la novela urbana colombiana y latinoamericana. Vive desde hace más de 50 años en Europa y casi cuatro décadas en Alemania, donde ha construido una obra honesta, digna y que no se rinde a las modas ni a las coyunturas mediáticas. Es la suya una de las trayectorias más coherentes, persistentes y lúcidas de nuestra cultura.

Fue invitado a la reciente Feria Internacional del Libro de Bogotá, donde le rindieron un homenaje por sus ochenta años de vida y por las recientes reediciones de La caída de los puntos cardinales y sus relatos La carta del futuro y El regreso de los ecos en el volumen Salir de casa publicado por Himpar editores. Desde sus primeros libros de cuentos hasta sus recientes novelas, su narrativa pone en primer plano a los personajes anónimos que la historia oficial suele ignorar. Aquellos empleados grises, mujeres silenciosas, familias que se derrumban y migrantes sin destino conforman el sólido mundo de este autor bogotano y también universal.

CAMBIO: Los sonidos del fuego y Olor de lluvia fueron tus primeros libros de cuentos. ¿Cómo fue ese inicio, esa búsqueda del tono y de los temas?

L. F: Esos libros nacieron de una necesidad vital. Los sonidos del fuego recoge cuentos que escribí en una etapa muy intensa de mi vida, cuando la literatura era no sólo una vocación, sino una forma de sobrevivir al entorno. Eran relatos breves, pero cargados de mundo. Me interesaban los personajes comunes, los gestos mínimos, las tensiones contenidas. Olor de lluvia fue un paso más en esa dirección. Ahí ya había encontrado un tono más maduro, una mirada más condensada. Siempre he creído que esos cuentos prefiguran muchas de las atmósferas que luego trabajé en las novelas. De hecho, a veces un cuento que parecía aislado me abría la puerta para una novela. Así fue.

CAMBIO: Hablemos de Los parientes de Ester, una novela que desde su aparición en 1978 trazó un camino propio frente al realismo mágico dominante en el boom latinoamericano. ¿Qué significó tomar distancia de esa tradición, incluso admirando a García Márquez?

L. F: No fue un acto de ruptura, sino una toma de conciencia. Admiré profundamente a Gabriel García Márquez y su obra fue decisiva en mi formación. Sin embargo, desde temprano sentí que debía encontrar una voz propia, una forma de mirar y de narrar que no repitiera la de otros. Yo no quería ser un imitador. Mi amistad con Gabo fue auténtica, basada en la literatura. Nunca le pedí favores, ni traté de capitalizar nuestra relación. Con él hablábamos de libros, de escritura, de lo que leíamos y nos conmovía. Nunca de política, nunca de intereses. Me enseñó cosas que ningún otro escritor me enseñó: cómo darles voz a los silencios, cómo hacer que lo invisible sea lo esencial. Su respaldo, incluso en privado, fue un gesto que siempre valoré. No era necesario repetir su estilo para honrar su legado; mi camino era otro, pero nutrido por su ejemplo. Por eso nunca sentí que me alejaba, sino que caminaba en paralelo.

CAMBIO: En Los parientes de Ester se retrata el colapso de una estructura familiar y, por extensión, el fracaso de una época. ¿Te parece que esta novela expresa la desilusión de la generación del Frente Nacional?

L. F: Absolutamente. El Frente Nacional fue, en mi opinión, uno de los mayores fracasos políticos del país. Canceló el debate, ahogó las diferencias, silenció a quienes querían algo distinto. Y más allá de lo político, dejó una sensación de parálisis moral. En mis novelas no hay discursos, pero sí personajes que viven en contextos reales: políticos, sociales, culturales. No se trata de escribir panfletos, sino de dejar que los personajes respiren dentro de su época. Si no reflejo esa atmósfera, siento que estoy falseando la realidad. En Los parientes de Ester se percibe ese ambiente opresivo, donde los vínculos familiares están atravesados por la hipocresía, el resentimiento, el miedo. La muerte de Ester no solo desata un duelo, sino una pugna silenciosa por el poder, por los objetos, por los espacios. Todo eso es también el país: un duelo irresuelto, una disputa permanente por lo simbólico.

CAMBIO: Uno de los personajes más potentes y silenciosos de Los parientes de Ester es Doris, la empleada del hogar. ¿Qué representa ella en el universo moral y afectivo de la novela? ¿Cómo surgió su figura en el relato?

L. F: Doris no es solo una empleada del hogar, es el eje moral de la familia. Sin ella todo colapsa. Representa a tantas mujeres que han sostenido los hogares colombianos desde la sombra, sin reconocimiento, sin voz oficial, pero con una presencia determinante. En muchas casas —y lo vi en la mía— la empleada era quien realmente organizaba el mundo, quien cuidaba a los niños, quien mediaba en los conflictos, quien mantenía la dignidad en medio del caos. Doris, sin grandes gestos, sin discursos, es quien encarna el cuidado, la continuidad, la sensatez. Ella no es protagonista en el sentido clásico, pero es el corazón que late en silencio. Los niños corren a ella, los adultos la desprecian o la ignoran, pero todos dependen de ella. Doris no pide nada, pero lo da todo. Es una figura de resistencia. Su fuerza está en su capacidad de sostener, de preservar lo que se desmorona a su alrededor. En cierto sentido, es la última guardiana de lo humano en ese universo doméstico lleno de mezquindades y pequeñas traiciones. En ella están el amor no romántico, el trabajo silencioso, la lealtad sin aplausos.

No la inventé: la vi muchas veces. Apareció sola en la novela, como una verdad que se impone. Lo viví desde niño. En muchas casas bogotanas, incluida la mía, las empleadas eran figuras centrales, a veces más madres que las madres. Doris, en la novela, encarna esa figura invisible pero vital. Es, sin proponérselo, la verdadera columna del hogar. Los niños corrían a ella, le gritaban como se le grita a una madre. Era la que organizaba, mediaba, cuidaba, incluso protegía de los conflictos familiares. Doris representa a esa figura desplazada del afecto, pero indispensable. No planeé que fuese el eje emocional del libro, pero así se impuso. Para mí, la escritura parte de lo vivido, no de esquemas teóricos. Gregorio es un hombre que representa muchas derrotas acumuladas: la del padre ausente, la del burócrata desencantado, la del hombre que no puede nombrar su propia tristeza. Las mujeres que lo rodean —tías, cuñadas, primas— lo superan en agudeza, en ferocidad, en voz. Gregorio es el silencio en medio del griterío. Y eso, de algún modo, también lo hace trágico.

CAMBIO: También está el tema del habla bogotana, que en la novela aparece con toda su riqueza, su ironía, su tono íntimo, sobre todo en el personaje central Gregorio Camero. ¿Cómo trabajaste esa dimensión del lenguaje?

L. F: El lenguaje no se inventa, se hereda. Es el idioma del barrio, de la cuadra, de la casa. Cada familia tiene sus palabras, sus giros. En mi infancia, mis primos usaban palabras distintas a las nuestras, y vivíamos a tres casas de distancia. Uno no escribe en abstracto: escribe con el idioma de su infancia, de su madre, de su padre. Eso le da autenticidad a la literatura. Por eso, cuando un traductor alemán me dijo que durante un año habló como los personajes de Los parientes de Ester, supe que había hecho bien el trabajo. El lenguaje de la novela no busca estilizar el habla, sino capturar su verdad, con sus repeticiones, sus torpezas, sus momentos de lucidez. Me interesa que los personajes hablen como habla la gente: con humor, con rabia, con cansancio. El idioma también es un paisaje emocional y el protagonista, es un personaje frágil, desencantado, rodeado de mujeres que lo desbordan.

CAMBIO: En la novela hay momentos de humor que rozan lo picaresco. Pienso en personajes como Honorio o Amador Callejas. ¿Hay allí una herencia de la tradición picaresca?

L. F: Sin duda. Una literatura sin humor es una literatura coja. El humor no se impone: brota cuando se muestran los personajes tal como son. En el fondo, todos somos un poco ridículos, y esa ridiculización, bien entendida, es profundamente humana. El drama sin humor se convierte en melodrama. La picaresca permite ver la fragilidad desde otro ángulo, más liviano, pero igual de profundo. Honorio, por ejemplo, es un pícaro entrañable. Dice barbaridades, pero también verdades. Se mueve entre la burla y la sabiduría. La risa es un modo de decir lo que no se puede decir de otro modo. Me gusta que los personajes no sean ni héroes ni villanos, sino seres contradictorios, a veces patéticos, a veces lúcidos. Como todos nosotros.

CAMBIO: La estructura de la novela, con sus diálogos extendidos, casi recuerda una obra de teatro. ¿Influyeron tus lecturas dramáticas en esa decisión formal?

L. F: Sí. Hubo un momento en que pensé insertar monólogos o descripciones entre capítulos. Pero los personajes me dijeron: "déjanos hablar". Así que lo que hice fue profundizar en sus diálogos, permitirles definirse por lo que decían y hacían. Eso le dio a la novela una estructura escénica, una dinámica de contrapunto que creo que la hace más viva. En el fondo, toda conversación es una puesta en escena. Y la literatura, cuando funciona, es un teatro del alma. He leído mucho teatro. Me interesa la manera como se construye una tensión entre dos personajes en un espacio mínimo. Eso lo busqué en la novela. Que cada escena tuviera su propio pulso.

Charla
Federico Díaz Granados (izquierda) en conversación con Luis Fayad.

CAMBIO: ¿Cómo decides si una historia será un cuento o una novela?

L. F: Lo intuyo por la intensidad. Si la historia no me empuja a seguir, la dejo. Tengo cuentos que escribo desde hace veinte años. El cuento no se fuerza, se espera. Con la novela es diferente: si la tienes, escribes todos los días. El cuento es más esquivo. Monterroso decía que si lograba dos cuentos al año se sentía productivo. Yo lo entiendo perfectamente. Además, hay cuentos que llegan de golpe y piden salir ya. Otros se cocinan durante años. El tiempo del cuento es más impredecible, más cercano a lo poético. Pero ambos, cuento y novela, deben tener una razón de ser. No escribo por escribir. Escribo cuando algo me conmueve lo suficiente como para no dejarlo ir.

CAMBIO: Compañeros de viaje es un retrato de una generación marcada por la utopía y la derrota. ¿Crees que esa novela narra el desencanto de tu generación?

L. F: Lo creo. La figura de Camilo Torres fue central. Cuando él abandona la política pública y entra a la guerrilla, se disuelve el Frente Unido, desaparece el periódico. Quedó el símbolo, pero no el movimiento. Fue un abandono. Muchos sentimos que no hicimos lo suficiente. Esas heridas están en la novela, no como reproche, sino como constatación. Era necesario dejar constancia de ese momento de esperanza rota, de ese instante en que creímos que el país podía cambiar desde abajo. Compañeros de viaje es también una elegía por esa ilusión.

CAMBIO: En La caída de los puntos cardinales aborda la historia de su familia libanesa. ¿Qué descubriste al escribir esa novela?

L. F: Que sabíamos más de lo que pensábamos. Mis hermanos fueron clave: ellos recordaban historias que mis tías contaban, especialmente la tía Alicia, una verdadera enciclopedia oral. Allí aparecieron relatos sobre inmigrantes, bodas entre cristianos y musulmanes, juegos de cartas en barcos, comidas intercambiadas. Todo eso estaba en nuestra memoria familiar, y solo necesitaba ser escuchado con atención para transformarse en literatura. La novela fue un ejercicio de arqueología emocional. No inventé nada: solo traduje recuerdos.

CAMBIO: ¿Y qué papel jugó tu hermana Teresa en esa investigación?

L. F: Fundamental. Ella me ayudó a comprender las complejidades religiosas del Líbano. Los maronitas, los sunitas, los chiitas… Yo no tenía idea de lo densa que era esa red de identidades. Gracias a ella pude articular esa dimensión histórica con la trama emocional. Ella investigaba, me contaba, me aclaraba cosas. Fue una cómplice, una corresponsal desde la memoria.

CAMBIO: También ha hablado de tu vínculo con los escritores de tu generación. ¿Cómo fue ese diálogo?

L. F: Fue clave. Con tu padre, José Luis Díaz-Granados, por ejemplo, aprendí mucho. Siempre sentí que recibía más de lo que daba. Nos leíamos, nos comentábamos, nos acompañábamos. Cuando alguien escribía sobre mí, yo me comprometía a corresponder. No por cortesía, sino por convicción. Ese intercambio fue formativo, fue una escuela. Yo le agradezco tanto a mis lecturas como a esas conversaciones. En esa época, hablábamos de literatura con pasión, con hambre. Aprendí a escribir conversando, escuchando, discutiendo.

Fayad
Luis Fayad. Foto: Salym Fayad.

CAMBIO: Eres también un gran lector de poesía. ¿Qué lugar ocupa en tu vida?

L. F: Fue mi primer amor literario. En el colegio leíamos poesía, la discutíamos. Escribí poemas, claro, como todos. Pero entendí pronto que no tenía el nivel de lo que admiraba, como Mallarmé o Heine. Aun así, la poesía nunca me abandonó. Muchas de mis reflexiones se fueron volviendo estrofas. Las llamo canciones. Tengo un tango escrito que espero que algún día alguien 'musicalice'. La poesía me enseñó la precisión, la musicalidad, la hondura. La prosa debe tener ritmo, debe respirar. Si no hay música, no hay vida.

CAMBIO: Tradujiste a Heinrich Heine, uno de los grandes poetas alemanes. ¿Qué significó eso para ti?

L. F: Fue una experiencia reveladora. Su musicalidad, su ironía, su profundidad me deslumbraron. Descubrí que ya en el siglo XIX era una voz leída y admirada en América Latina. José Asunción Silva escribió sobre él apenas apareció traducido. Traducirlo fue como afinar el oído en otra lengua, como sintonizar con una emoción universal. La poesía de Heine me enseñó que el humor y la melancolía pueden ir de la mano, que la belleza está en la cadencia tanto como en el sentido.

CAMBIO: Luis, gracias por esta conversación lúcida, generosa, entrañable. Nos deja una lección de rigor, memoria y humildad.

L. F: Gracias a ti, Federico. Ha sido una conversación especial. No puedo pedir más. Esta conversación me ha permitido recordar, ordenar, revivir. Eso es la literatura también: una forma de volver sin que duela tanto.

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