
Festival de cine de Cartagena: ¿otro país es posible?
Desde Cartagena, donde se celebra la 64 edición del festival del cine de la ciudad (FICCI), nuestro periodista cultural Juan Francisco García reflexiona sobre las preguntas de ‘'Alma del desierto’, la película inaugural dirigida por la cartagenera Mónica Taboada-Tapia, y ‘Forenses’, el documental de Federico Atehortúa Arteaga.

La directora de cine cartagenera Monica Taboada-Tapia supo por primera vez de Georgina Epiayu gracias a una entrevista de 2016 que se hizo viral en la que la mujer wayuú, entonces de 72 años, habla sobre su lucha por más de cuatro décadas para obtener su documento de identidad. El interés de Taboada se convirtió, primero, en el cortometraje Two Spirits, que fue publicado por la revista The New Yorker en 2023. Y luego, este año, en Alma del desierto, el largometraje que inauguró el Festival de Cine de Cartagena (FICCI) y que ganó el importante premio Queer Lion en el Festival Internacional de Cine de Venecia, entre otras distinciones internacionales.
En la película, la batalla burocrática de Georgina, la primera mujer trans en lograr una cédula de ciudadanía colombiana coherente con su orientación sexogenérica, es el punto de partida para forjar un retrato multidimensional y poético, crudo y luminoso, tan triste como esperanzador. El viaje semanal desde su ranchería hasta la Registraduría de Uribia, conocida como la capital indígena de Colombia, para exigir su documento –la piel marchita, la mirada tan cansada, el hambre, la sed, la acentuada gravidez de la vejez– es un símbolo kafkiano enquistado en La Guajira. Un faro del desamparo.
De no ser porque la directora Taboada y su equipo de rodaje y producción se comprometieron a fondo con los derechos de Georgina y amenazaron a los burócratas de la Registraduría con alzar la voz públicamente para denunciar su negligencia sistemática, lo más probable es que el trámite –El proceso– siguiera estancado, como lo estuvo por cuarenta y cinco años.
“Ojo que están grabando, déjela pasar”, se oye decir a un funcionario que, fuera de cámaras, es otro obstáculo más. Una vez la cédula de Georgina estuvo lista –contó la directora al final de una de las proyecciones en el Festival de Cartagena– la Registraduría la retuvo con la orden de entregarla, semanas después, en un acto público con bombos, prensa y platillos. Georgina Epiayu, inflexible, exigió tenerlo en su poder antes de ‘la fiesta’ (a la que, por supuesto, no invitaron a los implicados en la película).
El documento, pues, es el gran símbolo y el corazón de Alma del desierto; el talismán con el que Epiayu –ya casi octogenaria– grita sin gritar que la transfobia, en la comunidad wayuú como en el resto de la sociedad colombiana, es una realidad alarmante y peligrosa.
Su ranchería fue incendiada por vecinos que quisieron quemarla viva. Sus hermanos la despreciaron e intentaron borrar, como el Estado durante décadas, su transición. Su vida, por tener en suerte nacer en ese desierto cuya premisa son las necesidades básicas insatisfechas –y el sexismo, el machismo, la escasez–, ha tenido como sino el ostracismo y la soledad más cruel. “Por la noches, me cagan encima los murciélagos”, les dice a sus vecinos en Two Spirits antes de pedirles ayuda y permiso para conectarse a la red eléctrica. La luz como plegaria y única compañía.
Y, sin embargo, las ofensas, las condenas, los ataques, dice Epiayu, despacio y en wayunaiki, su lengua y su patria, las pasa de largo: “Yo solo tengo amor”.
Los estrenos del corto y el largometraje basados en su vida, lo dicen los créditos, han permitido la reconciliación de Georgina con algunos de sus vecinos. El cine, además de hurgar con generosidad los rincones a los que no llega ni el acueducto, a veces, encauza la dignidad y el perdón. Susurra otras formas y otras miradas.
‘Forenses’: el país de los desaparecidos
En 2019, Federico Atehortúa Arteaga estrenó Pirotecnia, un documental que plantea, entre otras cuestiones, que la representación en imágenes del pelotón de fusilamiento de los cuatro sospechosos del intento de asesinato del presidente Rafael Reyes –en 1906– fue el hito originario del cine colombiano.
Este año, en el FICCI, siguiendo esa línea, Atehortúa estrenó Forenses, un documental que plantea, entre otras cuestiones, que el mapa de Colombia –que ha intentado asirse y completarse desde la Comisión Corográfica encargada al ingeniero militar Agustin Codazzi en1850– solo ha de terminarse si se tienen en cuenta los relatos de los más de 120.000 desaparecidos que hasta ahora ha dejado nuestra historia. “Si una imagen, la del mapa, funciona como puente entre un territorio y una identidad nacional, ¿será posible pensar que lo mismo ocurra entre los miles de cuerpos de desaparecidos y sus identidades?”, se pregunta el director, que hace la voz en off de su nuevo documental.
Para elaborar sobre su tesis, fiel a su estilo polifónico y digresivo, Atehortúa va y vuelve en el tiempo. Hasta la resurrección de Jesucristo para preguntarse si el hito fundacional del cristianismo no fue acaso una desaparición; hasta la toma del Palacio de Justicia para sugerir que la detallada cobertura televisiva de la tragedia, inconscientemente, fue un trabajo cartográfico y forense; hasta la década de los ochenta cuando en la televisión pública, en horario prime, se proyectaron fragmentos de los desaparecidos en clips de veinte segundos como una política pública para intentar rearmar el mapa (y la psique) nacional; hasta la historia de su familia en la que un tío, en medio de un paseo, desapareció abruptamente para nunca más volver; hasta una noche indeterminada en Bogotá en la que yace en el asfalto una mujer trans asesinada que luego será identificada como N.N de cuerpo masculino.
En Forenses, Atehortúa pone entonces en escena su intuición de que la representación de los desaparecidos en Colombia puede darnos luces para terminar los contornos de nuestro mapa. Una funcionaria de la Unidad de Búsqueda que ha dedicado su vida a buscar cuerpos, huesos, rastros, y que es una de las voces y presencias protagónicas del documental, enuncia ante la cámara que si en este país se encontraran tres cuerpos cada día, faltaría un siglo para dar con todos los desaparecidos reportados.
Recibir esta ecuación es para el espectador una matemática desgarradora y escalofriante. ¿Cómo es que nos seguimos moviendo en esta gran fosa común? ¿Cuántos cuerpos más resistirá esta tierra antes de rebosarse y empezar a escupirlos de vuelta? ¿Quién ha dado las 120.000 órdenes? ¿No sería mejor hacer tabula rasa y volver a empezar?
¡No!, sostiene la película. Lo que hay que hacer es oír a los muertos. Refinar nuestro sentido de la ausencia. Agudizar el olfato, el tacto y la intuición. Implicarnos en serio en sentir el pulso de los cuerpos que laten a lo largo y ancho de nuestro mapa para enmendarlo colectivamente. Escuchar a quienes les fue arrebatado el nombre y la voz para seguir nombrándonos.
Y dejar, quizá, de llamarnos Colombia, sinónimo de tanta infamia.
