
Gozar Leyendo con Cambio: Chéjov, la vida de un genio
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Publicada por primera vez en 1946, esta biografía escrita por Irène Némirovsky cuenta en detalle la vida del gran escritor ruso Anton Chéjov. Darío Jaramillo Agudelo resalta algunos apartes de la obra.

Irène Némirovsky, La vida de Chéjov
Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) estaba muy joven cuando su familia se radicó en París; allí llegó a adulta. Publicó libros escritos en francés hasta cuando fue detenida por los nazis y llevada a Auschwitz, donde murió. Sus hijas conservaron sus originales y, entre ellos, una biografía de Chéjov que se publicó por primera vez en 1946. La memoria de la señora Némirovsky se recuperó para la literatura en 2004 con la edición de la Suite francesa. Esta edición de La vida de Chéjov es argentina y fue traducida por Salomé Landivar.
“La casucha parecía inclinada hacia un lado, hundida y cansada como una mujer vieja. Un barril ubicado bajo la canaleta recogía el agua los días de lluvia, el agua era un bien escaso y valioso. Ventanas con pequeños cristales, un alero de madera, tres piecitas y una cocina, en esa casa nació Antón”. Esto ocurrió el 17 de enero de 1860 en Taganrog, puerto sobre el mar de Azov, ya en decadencia para esa fecha. “El barro y el silencio era lo que impactaba a los viajeros (…). A le gente todo le daba igual. A esas provincias en Rusia, eran conocidas como ‘las ciudades sordas’ y efectivamente no había mejor nombre para ellas (…). Hacían oídos sordos al ruido del mundo. Dormían, como sus habitantes tras una comida pesada, con las persianas trabadas, las ventanas cerradas ante el menor soplo de aire, en paz con Dios y con el zar, con la mente vacía (…). Antón no se aburría en su ciudad natal”.
“El abuelo de Antón había nacido siervo, pero, poco a poco, había ascendido al cargo de administrador y había ahorrado una suma de dinero bastante importante, mucho antes de la liberación de los campesinos pudo comprarse a sí mismo y a los suyos”.
Némirovsky describe así al padre de Antón: “En su casa y detrás del mostrador, Pável Egórovivic era el amo indiscutible; poseía esa autoridad absoluta del padre de familia ruso de las clases populares quien, al ser tratado como un eslavo por otros más poderosos que él, actúa como un déspota, como un reyezuelo de Oriente entre los suyos. Su mujer sólo tenía que callarse; los hijos, caminar derechos. Ocupaba su lugar de Dios y sólo respondía ante Él por todas esas almas que había que guiar por el buen camino. ¿Y cómo guiarlos? Dios le había dado al hombre puños sólidos: era para utilizarlos (…). ¡Cuidado con aquel que no obedecía inmediatamente las órdenes recibidas! El déspota caprichoso se despertaba enseguida. La menor objeción lo sacaba de casillas. En la mesa, por una sopa demasiado salada, desataba la escena más horrible, que hacía llorar a la madre y temblar de terror a los hijos”.
Antón, tercero de seis hijos, era obligado a ir a la iglesia por horas y a ir a trabajar a la tienda: “Antón le habría perdonado todo eso, pero los latigazos que su padre le infligía tan a menudo no los olvidaría nunca, pensaba. No era tanto por el dolor físico; era por el sentimiento de una espantosa humillación. Se avergonzaba por su padre y por sí mismo; pero, naturalmente, no podía decir nada, él no era la excepción: sus hermanos recibían el mismo trato. Pensaba que todos los padres se parecían al suyo (…). Sin embargo, ese salvajismo y esa tristeza estaban siempre ahí, en segundo plano; terminaban mezclándose con la alegría más inocente. Antón había nacido alegre, vivaz y burlón; no podía ser completamente feliz; por instinto le gustaban la elegancia, el buen humor, la amabilidad, y a su alrededor todo era tosco y duro. Atormentaban a los animales; mentían; juraban en falso; y luego, esas mismas bocas entonaban canciones, y a esa mano grande que acababa de pegarle, había que besarla, porque era la mano paterna y ‘el poder del padre viene de Dios’”.
La madre “adoraba a sus hijos, especialmente a Antón. Ese niño, al parecer, sentía lástima por ella. Le hubiera gustado tomarlo en sus brazos, acariciarlo, contarle cuentos. Pero no había tiempo. Siempre había trabajo atrasado. Ese amor que ella no podía (o no sabía) prodigar en besos, en palabras lindas, se le quedaba en el corazón, la atormentaba, y sólo lograba calmarlo atormentando a sus hijos o pensando en lo que les daría de comer”.
“Tan pronto como Antón tuvo edad para aprender, lo enviaron a la Escuela Griega”. “Cuando ya tenía trece años conoció el teatro y, aunque no se alentaba a los alumnos a frecuentar el espectáculo (…), Antón, con quince años, pasaba con valentía entre los bastidores y hablaba con los actores (…). Su verdadera pasión era el teatro (...). Le gustaba caracterizarse, disfrazarse, dibujar con carbón un bigote sobre su rostro, embaucar a la gente (…). ¡Qué alegría! Improvisaba escenas cómicas en la mesa; inventaba mil tonterías. ¡Cómo se reía, el pequeño Antón! Mantendría toda su vida ese aspecto alegre, esa tierna jovialidad, el don de la risa, no sólo ‘de la risa a través de las lágrimas’, cargada de segundas intenciones satíricas o morales, sino inocente y alegre, como en la infancia”.
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“Sin duda se sentía triste, pero es probable que no fuera desdichado. Nunca lo habían mimado, y, por primera vez en su vida, era libre. ¡Al fin sin padre!, ¡sin la detestada tienda! ¡Al fin sin iglesias! Se sentía un adulto responsable de sus actos y no un chico amenazado por los latigazos. Era emocionante".
“Necesitaba un refugio espiritual, lejos de los regaños del padre, de los suspiros de la madre, y lo encontraba, a su modo, en comedias cortas y graciosas (...). Tal vez algún día podría ganar dinero escribiendo (…). Desde luego, ningún chico serio habría considerado con gusto una carrera de literato, oficio de muertos de hambre, eso era algo sabido, pero no se trataba de una carrera sino simplemente de un medio para aumentar sus eventuales ingresos”. Tenía quince años, se enfermó de peritonitis y, en la convalecencia, decidió que sería médico. “La vida provinciana empezaba a parecerle odiosa”.
A los dieciséis años de edad de Antón, su padre perdió un préstamo de 500 rublos que tenía con un banco. “Como no podía devolverlos, corría el riesgo de que lo detuvieran y lo metieran en la cárcel, ya que, en aquella época, existía en Rusia la prisión por deudas”. Perdieron la casa, la madre se fue para Moscú. Allá quedaron todos los Chéjov, excepto el pequeño Iván, acogido por un pariente y nuestro Antón. “Antón se las arregló del siguiente modo: el nuevo propietario de la casa le ofreció alojamiento y comida a cambio de que le diera clases a su sobrino (…): Antón se hizo amigo del sobrino y, aparentemente, no sintió ninguna humillación, ningún resentimiento mientras vivió entre esas paredes que habían sido suyas, en esa vivienda de donde habían echado a su madre”.
“Sin duda se sentía triste, pero es probable que no fuera desdichado. Nunca lo habían mimado, y, por primera vez en su vida, era libre. ¡Al fin sin padre!, ¡sin la detestada tienda! ¡Al fin sin iglesias! Se sentía un adulto responsable de sus actos y no un chico amenazado por los latigazos. Era emocionante (…): ‘La diferencia entre la época en la que me castigaban y la época en la que dejaron de castigarme fue inmensa’”, escribió.
Cuando terminó el bachillerato, en 1879, Antón se fue a Moscú. Llegó a la casa de sus padres, “un lugar muy pobre y muy triste”, y se matriculó en la facultad de medicina. Alexandr, su hermano mayor, “había logrado que le aceptaran algunos cuentos en periódicos ilustrados” y le ayudó a Antón: “En 1880, en un pequeño diario humorístico, La Libélula, apareció ‘Carta a un vecino erudito’, que es probablemente la primera obra literaria impresa por Antón Chéjov. ¡Un comienzo muy modesto! Su única ambición era ganar algún dinero de vez en cuando. Escribe con facilidad, ‘casi maquinalmente’, dirá más tarde”.
“Acude a todos los periódicos, a todos los ilustrados, a todos los diarios satíricos de Moscú (…). A veces los manuscritos se publican, ¡pero cuantos fracasos! ¡Cuántos rechazos!, lanzados con brutalidad, con desprecio. Nadie pensaba en tratar con cuidado el amor propio de ese estudiante mal vestido y tan humilde, tan persuadido de su falta de talento y de su ignorancia. A menudo se negaban a leer el manuscrito que llevaba (…). Poco a poco se adaptó al gusto de la clientela. Lo publicaron cada vez más seguido. Se calcula que, en 1880, se publicaron nueve relatos suyos; en 1881, trece, y así sucesivamente (…) hasta llegar, en 1885, a su máximo. Ese año alcanzó la cifra de ciento veintinueve cuentos, sainetes o artículos (…). ¿Antón siente placer, al menos, cuando imagina y escribe relatos? ¡Ni siquiera! Escribe con prisa, con tedio, sólo atento a no pasarse la cantidad de líneas que el diario le concedió. No tiene ninguna confianza en sí mismo. Le inculcaron la modestia cuando era chico a fuerza de cachetadas y golpes”.
En 1882, casi por casualidad, Antón conoce a Nikolái Alexándrovich Leikin, autor muy conocido y editor de la más popular de las revistas de humor, Fragmentos, que se editaba en San Petersburgo, y, por el hecho de ser invitado, a Antón, “por fin se le despertó la ambición (…), por primera vez en su vida, se sentía orgulloso, no de sus propias obras, sino del diario en que iba a publicarse. Le escribió a Alexandr: ‘debo decirte que, en ese momento, Fragmentos es la revista de moda… Se lee en todas partes… Ahora puedo permitirme mirar a los otros diarios desde arriba’. Naturalmente, tendría que trabajar más”.
“Era la época de los últimos relatos, perfectos y melancólicos, de Turguéniev. Tolstói era el rey, era Dios. Y, entre todos esos grandes hombres venerados por toda Rusia, Antón Chéjov, un joven muchacho modesto que sólo pensaba en ganarse la vida, escribía sus primeros cuentos”.
En 1886, el entonces conocido novelista Dimitri Grigórovich le escribió una elogiosa carta a Antón, destacando su talento, “un talento que lo ubica en la primera fila entre los escritores de la nueva generación. No soy periodista, ni editor; sólo puedo servirme de usted como lector; si hablo de su talento, lo hago con convicción; tengo sesenta y cinco años cumplidos, pero sigo sintiendo hasta hoy tanto amor por la literatura; valoro mucho sus éxitos”.
Chéjov le contestó agradecido: “Su carta me impactó como un rayo. Casi me echo a llorar, me conmovió, y ahora siento que ha dejado una marca profunda en mi alma. Por haber sonreído a mis jóvenes años, que Dios le dé paz a su vejez (…). Si existe en mí un talento que debe respetarse, entonces, se lo confieso a la pureza de su corazón, hasta ahora no lo he respetado. Sentía que tenía ese talento, pero me había acostumbrado a creer que era insignificante (…). Mis allegados nunca han tomado en serio mi trabajo de escritor y siempre me han aconsejado con cariño que no cambie un oficio verdadero por garabatos (…). Durante mis cinco años de peregrinación de un diario a otro, me acostumbré rápidamente a ver mi trabajo con desdén, y me puse escribir. Esa es la primera razón. La segunda: soy médico y estoy metido en la medicina hasta el cuello. El proverbio ‘quien mucho abarca poco aprieta’ no ha impedido a nadie dormir tanto como a mí. Le escribo todo esto para librarme por ese medio, así sea un poco, de mi gran pecado. Hasta ahora, he tratado mi trabajo literario con extrema ligereza, con negligencia. No recuerdo un solo relato en el que haya trabajado más de un día (…). He escrito mis cuentos como los reporteros garabatean sus informes maquinalmente, en un estado de semiinconsciencia, sin preocuparme en absoluto ni por el lector ni por mí mismo… Escribía y me esforzaba por no malgastar en mis relatos imágenes y cuadros que aprecio, que guardaba para mí, Dios sabrá la razón, y que ocultaba con cuidado (…). Toda mi esperanza está en el futuro. Sólo tengo veintiséis años. Tal vez algún día logre hacer algo, aunque el tiempo pasa rápido”.
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“Era la época de los últimos relatos, perfectos y melancólicos, de Turguéniev. Tolstói era el rey, era Dios. Y, entre todos esos grandes hombres venerados por toda Rusia, Antón Chéjov, un joven muchacho modesto que sólo pensaba en ganarse la vida, escribía sus primeros cuentos”.
Hacia 1886, “Chéjov corregía sus pruebas, releía sus cuentos como si fueran ajenos. La mayoría de ellos habían sido escritos muy rápidamente y, a veces, con negligencia y desdén. Un extraño y profundo trabajo estaba teniendo lugar en él. Hacia un camino inverso del escritor y, tal vez, de la mayoría de los hombres. En lugar de ir de sí mismo hacia los demás, partía del mundo exterior para llegar a sí mismo. ¿Quién era él, Chéjov? Más tarde, sus críticos y sus biógrafos dirán que entre los años 1886 y 1889 cambió, que se convirtió en otro hombre y en otro escritor. En realidad no había cambiado; sólo había logrado conocerse. Ese conocimiento de sí mismo (…) lo volvía más calmo y más triste. Por fuera seguía siendo el mismo. Para su familia y sus amigos, seguía siendo el alegre, encantador, simple y gentil Antosha, tan atento, tan feliz (…). Por dentro, como le dice a una amiga en 1886, ‘ser un gran escritor no es una felicidad extraordinaria. En primer lugar, la vida es aburrida. Trabajo desde la mañana hasta la noche, con pocos resultados’”. Y más adelante le escribe a la misma amiga: “todos viven tristemente. Cuando me pongo serio, me parece que las personas que le temen a la muerte no son lógicas. Hasta donde me es posible comprender el orden de las cosas, la vida está hecha únicamente de horrores, mediocridades y problemas que se solapan y se suceden unos a otros”.
“Se esforzó sin cesar en convertirse en alguien mejor, más cariñoso, más caritativo, más paciente, más sutil. Poco a poco esto desembocaba en un resultado singular: cuanto más demostraba su simpatía al prójimo, menos la sentía en el fondo de su corazón. Todos los que conocieron a Chéjov en la intimidad, hablan de cierta frialdad (…). ‘Su primera impresión se contaminaba casi siempre en una especie de desagrado, frialdad y animadversión’. Kuprin escribe sobre él: ‘podía ser bueno y generoso sin amar, tierno y atento sin afecto’ (…). ¿Acaso ocultaba simplemente, con un doloroso pudor, sus verdaderos pensamientos? Bunin, uno de los críticos más incisivos y más sutiles, pronunció, seguramente, las palabras definitivas con respecto a Chéjov: ‘lo que sucedía en las profundidades de su alma, ninguno de sus seres más cercanos lo supo nunca completamente’. Y el propio Chéjov, en un cuaderno íntimo, anota: ‘así como en la tumba estaré acostado solo, del mismo modo, en el fondo, vivo solo’”.
Hacia 1888 empezó a escribir teatro. Su primera obra fue Ivanov, que fracasó en la primera presentación y luego fue un hit: “Mi Ivanov sigue teniendo un éxito colosal, fenomenal”, escribe en febrero de 1889”. En 1889 muere de tuberculosis su hermano Nikolái. Como buen médico, y despiadado consigo mismo, Antón reconoce que tiene los mismos síntomas mortales de su hermano.
Comparándolo con Tolstói, escribe Némirovsky: “Es imposible imaginar dos naturalezas más distintas que las de esos dos escritores. Tolstói está lleno de pasión, de una terquedad sublime. Chéjov es escéptico y desapegado de todo. El uno arde como una llama, el otro ilumina el mundo exterior como una luz fría y suave (..). Probablemente, la grieta que existía entre ambos y que no pudo cerrarse provenía del hecho de que Tolstói era creyente y Chéjov no (…). Tolstói conoció una felicidad que Chéjov, probablemente, ignoró; la plenitud siempre le fue negada”.
En 1890 viaja a Siberia: “Así como los turcos van a La Meca, nosotros deberíamos peregrinar a Siberia”. En ese viaje alcanzó a ir a Ceilán, “el lugar donde se encontraba el paraíso”. Al año siguiente partió hacia el oeste en compañía de su editor y amigo Suvorin: visitó Viena, Venecia, Florencia, Roma, Nápoles, Niza y París. Nunca había estado en Europa. Al principio todo le gustaba, le fascinaba, pero “en Roma y en Florencia los museos lo aburren y lo cansan y piensa con nostalgia en Rusia”.
Némirovsky escribe sobre los relatos de Chéjov. Le parecen tristes. “Un desencanto calmo impregna cada línea de sus obras, a veces a pesar suyo, y les da un tono particular, lúcido, manso, tranquilo (…). Buscaba la simplicidad por sobre todo”.
Chéjov se quejaba ante uno de sus hermanos de que nunca habían tenido “un lugar que fuera nuestro”. Pues “a partir de 1892 fue dueño de una finca: Mélijovo (…). Él estaba conforme con esa vivienda aislada, con ese despacho tranquilo, ‘con tres grandes ventanas’. Se levantaba muy temprano; trabajaba no sólo intelectualmente, sino también físicamente, y eso era nuevo y fascinante para él. Él mismo limpiaba el patio, tiraba en el estanque la nieve espesa, rompía el hielo. Se despertaba a las cuatro de la mañana. Paseaba largo rato por el jardín, que tomaba forma y vida gracias a sus cuidados. Sus dos perros, Bromuro y Quinina, dos bassets de patas torcidas, con cuerpo largo y una inteligencia extraordinaria”.
De esa época hay dos testimonios sobre Chéjov: “Lo que más impactaba a quienes lo conocían por primera vez era su particular calma. Sus movimientos eran suaves y ligeros; su conversación, simple y concisa; su voz, fría; pero su sonrisa seguía siendo la de un niño” (Iván Bunin) y “En sus ojos tristes brillaba una sonrisa, unas pequeñísimas arrugas en sus sienes temblaban; su voz era profunda, suave, apagada…” (Máximo Gorki).
Entre los rusos había una idea hecha acerca de los mujiks. Los intelectuales los tenían idealizados, “repetían como loros las enseñanzas de Tolstói y Turguéniev: ‘el mujik es bueno, es un santo’”. Chéjov no estaba para esa fantasía de biempensantes: “¡Qué vida salvaje y miserable! Seres humanos a quienes una larga esclavitud había convertido casi en animales (…). El mujik maltrata a los animales, a los hijos, a las mujeres, a cualquier ser indefenso (…). Su única pasión, cuando es pobre, es embriagarse y, cuando es rico, seguir enriqueciéndose”.
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"Tolstói está lleno de pasión, de una terquedad sublime. Chéjov es escéptico y desapegado de todo. El uno arde como una llama, el otro ilumina el mundo exterior como una luz fría y suave".
En 1896 se estrenó su segunda obra de teatro, La gaviota. El estreno fue un completo fracaso. Chéjov estaba presente: “El fracaso no lo afectó tanto como el pensamiento de que estaba demasiado viejo, demasiado cansado, de que ya no haría nada bueno, que había escrito demasiado, que ‘la máquina finalmente se había descompuesto’”. Después del estreno, la obra se convirtió en un gran éxito de crítica y público.
1897, marzo. Está en Moscú. Allí enferma gravemente. Vomita sangre. Escribe: “Cruel, horrible… Si después de la muerte el individuo desparece, la vida no existe. No puedo consolarme con el pensamiento de que voy a confundirme con los suspiros y tormentos de una vida universal, cuy objetivo me es desconocido… Es terrible convertirse en nada. Te llevarán al cementerio, luego la gente volverá a su casa y tomará el té… Es desagradable pensar en eso”.
En octubre de 1898 muere su padre y Antón se va a vivir a Crimea, a Yalta.
Némirovsky diagnostica la manera de amar de Chéjov. Dice que “durante su juventud se cuidaba del verdadero afecto como de fuego. Aventuras breves y ligeras (…). Las mujeres se sentían atraídas por él (…) pero cuando el juego llegaba demasiado lejos, en cuanto Chéjov sentía que le pedían todo su corazón, toda su existencia, se desentendía, con tanta gentileza además que era imposible reprochárselo, y la decepcionada enamorada se transformaba (más o menos dolorosamente) en amiga”.
Una carta de Chéjov dirigida a Olga Knipper, cada vez más famosa actriz, el 19 de abril de 1901, dice: “Si me das tu palabra de que ni una sola alma en Moscú se enterará de nuestra boda hasta que se haya realizado. Me caso con vos, si querés, el mismo día de mi llegada. Tengo muchísimo miedo del casamiento no sé porqué, y de las felicitaciones, y de la copa de champán que hay que sostener en la mano sonriendo vagamente”. La había conocido dos años antes por intermedio de su hermana María, que había invitado a Olga a pasar una temporada en la casa de Mélijovo. Ya casados, se fueron una temporada al Volga y a Yalta. Luego, llegado el otoño, Olga se fue a Moscú a trabajar en la temporada de teatro. Él le escribía: “Me aburro mucho sin vos. Me acostumbré a vos como si fuera un chico”. Se amaban y alimentaban ese amor con temporadas juntos y temporadas haciéndose falta el uno al otro por razón del clima que necesitaba la enfermedad de Antón, que no era el mismo que la Moscú de la temporada de teatro en la que ella era estrella. Años antes, en 1895, como si profetizara esa ausencia periódica de a amada, le escribe en una carta a Suvorin: “A la felicidad que se prolonga día tras día, mañana tras mañana, no la soportaré. Prometo ser un excelente marido, pero denme una esposa que, al igual que la luna, no esté siempre a la vista”.
15 de julio de 1904. Chéjov y Olga su mujer estaban de verano en Badenweiler, un pequeño pueblo alemán. Olga escribió que Chéjov sintió lo que venía: “‘Me muero’. Luego tomó la copa, giró su rostro hacia mí, sonrió con su maravillosa sonrisa y dijo: ‘Hace mucho tiempo que no bebo champán’. Bebió todo tranquilamente, hasta el fondo; se acostó sobre el lado izquierdo”. Tenía 44 años.
Irène Némirovsky,
La vida de Chéjov
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