
Gozar Leyendo con CAMBIO: tres novelistas británicas excepcionales
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Darío Jaramillo Agudelo analiza y recomienda tres novelas de escritoras británicas sobresalientes: Muriel Spark, Elizabeth Gaskell y George Eliot. Dos épocas, tres estilos.

Muriel Spark, La plenitud de la señorita Brodie
Muriel Spark (Edimburgo, 1918-Italia, 2006) es una de las más notables escritoras británicas del siglo XX y La plenitud de la señorita Brodie es uno de sus principales trabajos. Fue traducido por Silvia Barbero.
La señorita Brodie es una maestra atípica. Para empezar, tiene un grupo de seis niñas predilectas. Entre las seis hay de todo, la brillante, la bruta, la fea, la bella, la rica, la pobre, y así. Su único denominador común es que todas son conocidas como el grupo de la señorita Brodie. En el tablero hay siempre una operación matemática o algún cuadro convencional o apartado del programa de la escuela, de modo que si la rectora aparece la profe cambia de tema de lo que venía diciendo a lo que hay en el tablero. “Todas las niñas del grupo de Brodie, excepto una, contaban con los dedos de las manos, al igual que la señorita Brodie, con resultados más o menos exactos” y “estaban al corriente de la decoración de la casa londinense de Winnie The Pooh, así como de la vida sentimental de Charlotte Brontë y de la propia señorita Brodie. Sabían de la existencia de Einstein y estaban al tanto de los argumentos de quienes consideraban que la Biblia era falsa. Conocían los rudimentos de la astrología, aunque ignoraban la fecha de la célebre batalla de Flodden y cuál era la capital de Finlandia”.
La novela transcurre en el decenio de los años treinta del siglo XX, lo que permite pensar que la propia señora Spark tiene la edad de las alumnas.
El leitmotiv de la novela es la amenaza de expulsión del colegio a la maestra porque la rectora no se soporta la tipicidad y el desparpajo de la señorita Brodie, que les dice a sus favoritas: “Necesito que me deis vuestra opinión acerca del nuevo complot que se está tramando para forzar mi dimisión. Ni qué decir que no dimitiré”.
Dos de las niñas a los 11 o 12 años, totalmente ignorantes de las relaciones sexuales, “se embarcaron en lo que dieron en llamar una investigación, atando los cabos sueltos a partir de ciertas conversaciones oídas indebidamente por casualidad, así como valiéndose de algunas entradas de los grandes diccionarios. ‘Todo ocurre en un abrir y cerrar de ojos –dijo Jenny–. A Tennie le ocurrió cuando paseaba con su novio (...). Por eso tuvieron que casarse. Imagínate que el deseo se les hubiera ido cuando ella se quitó la ropa’”. Antes una chica le dice a la otra: “El señor Lloyd tuvo un bebé la semana pasada. Debe de haber cometido una relación sexual con su esposa (...). ¿Te imaginas cómo ocurrió? (...). Él llevaría puesto el pijama (...). Se hace sin pensarlo. Así es como ocurre”.
La señorita Brodie tiene su propia manera de jerarquizar el conocimiento: “El arte y la religión son lo primero, después la filosofía y, por último, la ciencia. Ese es el orden de las grandes materias de la vida. Ese es el orden de preferencia”.
La señorita Brodie tiene dos grandes amores. Uno, el profesor de dibujo, que está casado y tiene cinco hijos, su preferido al que no se le acerca, y el profesor Lowther, con quien se acuesta en secreto. En cierto momento se refiere a su origen: “No olvidéis que desciendo de Willie Brodie, un hombre de fortuna, ebanista e inventor de diversos modelos de horca, miembro del ayuntamiento de Edimburgo y custodio de dos señoras que le dieron entre ambas cinco hijos (...). No es que necesitase el dinero, sino que le gustaba ejercer de ladrón nocturno por el riesgo que comportaba (...) Lo arrestaron en tierra extranjera y lo trajeron de vuelta aquí (...). Murió alegremente en 1788, en una de las horcas que él mismo había ingeniado”.
En realidad, esta novela no tiene una trama complicada, salvo cierto moderado suspenso, pero todo se compensa, con creces, con el ingenio, la inteligencia y la fluidez de la prosa.
Muriel Spark
La plenitud de la señorita Brodie
Pre-Textos

Elizabeth Gaskell, La casa del páramo
Con su nombre de casada, Elizabeth Gaskell (Londres, 1810-Alton, 1865) figuró para la novela inglesa como colaboradora de las revistas de Dickens, fue hija de un pastor de la iglesia unitaria y esposa de un pastor de la misma iglesia.
La casa del páramo es una muy breve novela y su construcción argumental es simplemente perfecta. Arranca por situar a los personajes, todo parece indicar un desarrollo muy lineal, tan apacible como lo es la vida diaria en la provincia inglesa. Hasta un poco más allá de la mitad, cuando vamos en el octavo de los once capítulos que la componen y todo da un giro, con una mezcla de naturalidad y sorpresa para el lector, y pasan cosas inesperadas pero consecuentes con lo que ha venido contando.
El escenario es Combehurst, un pueblo de la provincia inglesa en donde nunca sucede nada y las vidas, en palabras de Gaskell, son “demasiado monótonas”.
Dos casas, la primera en las afueras, donde vive pobremente la viuda de un pastor, la señora Browne, con sus dos hijos, Maggie y Edward, y con una chica que les ayuda y que es parte de la familia. La segunda casa es la más próspera de la zona urbana del pueblo, donde vive el señor Buxton con su hijo Frank y su sobrina Erminia, una rica heredera. El señor Buxton tiene la expectativa futura de que su hijo se case algún día con Erminia y así juntar las dos mayores fortunas del pueblo.
No faltan los párrafos alusivos a la abierta discriminación de las mujeres, cosa que los varones, incluyendo a los más jóvenes, piensan que es lo lógico y natural. En cierto momento, Edward le dice a su hermana: “Auna mujer solo se le pide que sepa llevar la casa. De modo que mi tiempo es más valioso que el tuyo”. Este Edward estudia para abogado y aspira llegar a ser algún día el administrador de los bienes del señor Buxton. En realidad, es un chico inconsciente, inflado y posee toda la tontería de quien se cree muy listo, muy avispado. Su hermana, en cambio, es excepcional y es un personaje que se va creciendo a través del relato hasta convertirse, por su sensatez y su decencia, por su inteligencia y su comprensión de la vida, en la verdadera protagonista de la historia.
Una novela excepcional traducida por Marta Salís.
Elizabeth Gaskell
La casa del páramo
Alba
George Eliot, El molino del Floss
El número 168 de Gozar Leyendo está dedicado a Middlemarch, la gran novela de George Eliot (1819-1880), que ha llegado a ser calificada como la mejor novela inglesa de todos los tiempos (Martin Amis dixit), y al libro Ensayos y hojas de un cuaderno, donde está un texto suyo plenamente actual, “Novelas tontas de señoras novelistas”, retitulado por mí para la ocasión como “Novelas tontas de señoras novelistas de todos los sexos”. También en el número 210 de Gozar Leyendo está el comentario de sus óperas primas, la trilogía que forma Escenas de la vida parroquial.
Me basta recordar que la señora Eliot llegó a ser subdirectora de la Westminster Review, la revista fundada por Jeremías Bentham, y que sus posiciones políticas, estéticas y sobre el rol de mujer, y su vida misma como pareja de un hombre casado, eran muy adelantadas a su época.
Después de la merecida fama de Middlemarch, acaso El molino del Floss la sigue en notoriedad entre sus novelas. Cómo será que Marcel Proust llegó a decir que “El molino del Floss es uno de mis libros favoritos”.
En El molino del Floss se vuelve a la vida en un pueblo pequeño, St Ogg’s, junto al río Floss, geografía no real sino imaginada por la autora. Varios comentaristas han visto ecos de la vida de George Eliot en las historias que cuenta. Incluso, llegan a señalar a Maggie Tulliver, protagonista de El molino del Floss, como una especie de alter ego de la propia señora Eliot. En efecto, George Eliot nació en un pueblo muy pequeño y su pasión por los libros es la misma que ella retrata para Maggie. Además, las dificultades que tuvo la novelista como pareja de un señor con mujer e hijos se han llegado a comparar con la chismografía pueblerina que padece Maggie por gracia de sus conflictos amorosos.
Por otra parte, en contra de los paralelos, en El molino del Floss, mientras al padre de Maggie no le preocupa su educación, pero quiere una muy buena para su hermano Tom, la historia de la señora Eliot indica que su padre sí se interesó por facilitar que desarrollara sus intereses, si bien le incomodaban su escepticismo religioso y sus opiniones políticas. En cambio, esto llega a decir el padre de Maggie: “Debería oír cómo lee: de un tirón, como si lo supiera todo de memoria. ¡Y está siempre con un libro en la mano! Pero es malo –añadió el señor Tulliver, entristecido, conteniendo aquella animación culpable–: una mujer no debe ser tan lista, me temo que no le trae más que problemas. Pero, ¡bendita sea! –en ese momento volvió a dominarlo el entusiasmo–, lee los libros y los entiende mejor que la mayoría de los adultos”.
Maggie adora a su hermano Tom, tres años mayor que ella y muy distinto. Se quieren, pero él es severo, rígido y muy desconsiderado con su hermana. Cuando tienen doce y nueve años le llega a decir: “Tengo mucho más dinero que tú porque soy un chico. En navidades siempre me dan monedas de medio soberano, porque yo seré un hombre y a ti sólo te dan monedas de cinco chelines, porque sólo eres una niña”. Dice la voz narradora que “en realidad Tom opinaba que Maggie era una tonta, como todas las niñas: eran incapaces de dar en un blanco de una pedrada, de sacar partido a una navaja y se asustaba con las ranas. Con todo, sentía mucho cariño por su hermana, pensaba cuidar siempre de ella, convertirla en su ama de llaves, y castigarla cuando se portara mal”.
He aquí lo que dice de él su padre: “No es lo que se dice tonto; sabe cosas que no tienen que ver con los estudios; tiene sentido común y habilidad manual, pero es de lengua torpe, lee mal y no soporta los libros; según me dicen, escribe con muchas faltas, es muy tímido con los desconocidos y nunca dice cosas agudas, como la mocita (Maggie)”.
Hay algo que coincide entre la vida de George Eliot y la vida de la familia Tulliver, y es la ruina económica que acosa ambas familias. En el caso de los protagonistas de El molino del Floss, esto ocurre a causa de que su padre pierde todo en un pleito cuando Tom tiene dieciséis años y Maggie trece. El señor Tulliver no sólo queda en la cochina calle, sino que adquiere un odio irrevocable, permanente, total hacia el hombre que lo derrotó y lo arruinó ganándole el pleito, el señor Wakem. Tom hereda ese odio y, desde sus mismos dieciséis años, se promete que algún día va a recuperar la propiedad familiar y comienza a trabajar de un modo que el lector se da cuenta de que algún día volverá como dueño a su casa. Por su parte, Maggie se consuela –y de algún modo cambia su modo ser– gracias a que descubre la obra de Thomas de Kempis. Lo otro que la cambia es la música. Dice: “creo que si siempre pudiera escuchar música no tendría otro deseo en este mundo. Tengo la sensación de que me llena el cuerpo de fuerza y la cabeza de ideas. La vida parece pasar sin esfuerzo cuando estoy llena de música. En otras ocasiones, uno es consciente de acarrear una carga”.
El argumento de la historia comienza a enredarse cuando Maggie se vuelve amiga, casi novia, y muy en secreto, del hijo del enemigo jurado de su familia. Pero, fiel a la segunda ley de Gozar Leyendo, no les voy a contar el rumbo final de esta maravillosa novela traducida al español por Carmen Francí Ventosa. Más bien, termino transcribiendo algunas citas y aforismos de George Eliot en El molino del Floss:
¿Qué novedad puede compararse a esta dulce monotonía en la que todo se conoce y se ama, precisamente porque se conoce?
La infancia no piensa en el futuro ni recuerda las penas del pasado.
La timidez de un chico de ningún modo es indicio de gran reverencia: y mientras uno intenta animarlo, pensando que está abrumado por la conciencia de nuestra edad y sabiduría, lo probable es que esté pensando que uno es un bicho muy raro.
En aquella época, la ignorancia era mucho más cómoda que ahora, y se acogía con rodeos los honores en la mejor sociedad sin que fuera necesario disfrazarla con complicados trajes de conocimientos.
La gente que parece disfrutar con su mal carácter sabe cómo conservarlo intacto infligiéndose privaciones.
En ningún lugar nos sentimos tan a gusto como allí donde nacimos, donde quisimos a los objetos antes de que supiéramos elegir, y donde el mundo exterior tan solo parecía una extensión de nuestra personalidad: lo aceptamos y lo quisimos como aceptamos nuestro propio sentido de la existencia y de nuestros miembros.
Los caballeros incompetentes también tienen derecho a vivir y, si no oseen una fortuna personal, resulta difícil saber cómo podrían sobrevivir dignamente si no se vincularan a la educación o al gobierno.
Cabe preguntarse si nuestros soldados seguirían existiendo si no hubiera personas pacíficas que, desde su casa, se imaginan soldados. La guerra, como otros espectáculos dramáticos, tal vez desaparecería si careciera de público.
No me dan pena los engreídos, porque creo que se bastan a sí mismos para consolarse”
Los prejuicios son el alimento natural de unas tendencias que no pueden sostenerse con ese conocimiento complejo, fragmentado y generador de dudas que llamamos "verdad”.
Es malo bailar con el corazón triste.
George Eliot
El molino del Floss
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