
Gozar Leyendo con CAMBIO: las vidas de Mozart y Beethoven en las plumas de Stendhal y Romain Rolland
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Dos genios de la música germánica llamaron la atención de dos escritores franceses muy destacados. Es así como Stendhal se encarga de Mozart y Romain Rolland de Beethoven.

Stendhal, Vida de Mozart
Henry Beyle (Grenoble, 1783-París, 1842) adoptó en cierto momento el seudónimo de Stendhal, bajo el que publicó gran parte de su obra, incluyendo las dos novelas que lo inmortalizaron: Rojo y negro y La cartuja de Parma. Además de ficción, produjo innumerables escritos autobiográficos, en los que, siendo una figura secundaria mientras vivió, pronostica que se volverá celebridad 40 años después de su muerte; y también es autor de varias biografías, como la de Napoleón, a quien admiraba, y las de varios músicos, como esta que editó Renacimiento con traducción de José M. Borrás y Consuelo Berges.
Juan Lamillar cuenta en el prólogo que “Stendhal fue un verdadero melómano, un diletante (…). Amaba a Mozart y a Cimarosa (junto a Shakespeare figuran en su epitafio), pero no le gustaba el ‘estrépito germánico’ de Beethoven”. Señala que “lo que trazó Stendhal con datos ajenos y expresión propia dibuja el primer retrato romántico de Mozart, pues subraya continuamente la individualidad del genio (…). Lo que encontramos en las páginas de Stendhal es una aproximación a su vida, un análisis somero de sus obras principales y la comprobación de la imagen que se iba formando de Mozart en los años próximos a su muerte. Stendhal detestaba el énfasis ‘como hermano de la hipocresía, el vicio de moda en el siglo XIX’ y por ello podemos disfrutar de esta prosa exacta y ligera como si se tratara de un reportaje”.
Añade: “Lo que nos resulta atrayente de este breve trabajo es el estilo, un estilo preciso, contenido, casi periodístico” y cita al propio Stendhal: “Creo que la primera ley que el siglo XIX impone a los que se dedican a escribir es la claridad”. Y en una carta dirigida a Balzac se reafirma: “No veo más que una regla: ser claro. Si no lo soy, todo mi mundo queda anulado”. Noten, autores del siglo XXI, que en la carta escrita 25 años después de la primera cita ya no limita la regla al siglo XIX, porque aspiro a que la ley de la claridad siga vigente e inderogable, en estos confusos tiempos.
Stendhal dedica los primeros capítulos al niño prodigio de gira por Europa en compañía de su padre y de su hermana: “Aunque todos los días el niño tenía ocasión de observar nuevas pruebas del asombro y la admiración que inspiraban su talento, no por eso se volvió orgulloso ni obstinado: era un hombre por sus facultades, pero en todo lo demás era un niño dócil y obediente”.
También comienza a componer siendo muy niño. Cuando tenía 14 años se estrenó en Milán su primera ópera, Mitrídates, que fue “representada 20 noches consecutivas, circunstancia que explica sobradamente el éxito conseguido”.
Metido a musicólogo, oficio que desempeña con destreza, Stendhal comenta que “el carácter más notable de su música, independientemente del genio expresado en ella, es la forma nueva con que emplea la orquesta, especialmente los instrumentos de viento (…). Mozart compuso en total cerca de 20 óperas y más de 600 composiciones de varias clases”. Además de que, “como ejecutante, Mozart fue también uno de los primeros pianistas de Europa. Tocaba con agilidad extraordinaria y se admiraba muy especialmente su mano izquierda”.
Sus colegas lo admiraban. Por ejemplo, Haydn le declaró al padre de Mozart: “Os confieso ante Dios y por mi honor que considero a vuestro hijo como el mayor compositor del que he oído hablar en toda mi vida”. Wagner decía: “Creo en Dios, en Mozart y en Beethoven”. Y Rossini: “Estudio a Beethoven dos veces por semana, cuatro a Haydn y a Mozart todos los días”.
Mozart medía 1,58 centímetros y “durante su vida entera fue delicado de salud. Era pálido y delgado y si bien la configuración de su rostro era extraordinaria, no había nada llamativo en su fisonomía, salvo su extremada movilidad. La expresión de su rostro cambiaba a cada instante (…) [y] su cuerpo estaba en continuo movimiento; siempre estaba jugando con las manos o dando con el pie en el suelo. Por lo demás, no había nada extraordinario en sus costumbres, excepto su enorme afición al juego de billar. Tenía en su casa una mesa de billar en la que jugaba solo cuando no tenía con quién. Sus manos estaban tan habituadas a tocar el piano que eran bastante torpes para todo lo demás. En la mesa nunca cortaba la comida, y si lo hacía era mal y con dificultad. Generalmente rogaba a su esposa que se encargara de esta tarea”.
Y concluye: “Aquel hombre siempre ausente, siempre entregado a juegos y a diversiones, se convertía en un ser de orden superior en cuanto se sentaba al piano. Entonces su inteligencia desplegaba las alas y su atención entera se concentraba en el único objeto para el cual había nacido: la armonía de los sonidos. La orquesta más numerosa no le impedía percibir la menor nota falsa, e inmediatamente señalaba con sorprendente precisión qué instrumento había incurrido en falta y qué nota era la que debía haberse dado”.
“Las horas del día que con mejor agrado dedicaba a la composición eran las primeras de la mañana, de las seis o las siete hasta las diez, en que se levantaba, después, ya no componía más en todo el día, a no ser que tuviera precisión de terminar alguna pieza. Por lo demás, siempre trabajó con suma irregularidad. Si se le quitaba el piano, seguía componiendo entre sus amigos y se pasaba noches enteras con la pluma en la mano (…). Le ocurrió una vez que fue demorando tanto una obra que le habían encargado para un concierto de la corte, que le faltó tiempo para escribir la parte que él debía interpretar. El emperador José, que todo lo curioseaba pasó la mirada por la partitura que Mozart aparentaba seguir y quedó sorprendido al ver que solo había pentagramas vacíos: ‘¿en dónde está vuestra parte?’, inquirió. ‘Aquí’, repuso Mozart tocándose la frente”.
Además de la vida de Mozart, el libro trae una carta en la que Stendhal hace un detenido análisis de algunas de las óperas mozartianas.
Stendhal
Vida de Mozart
Renacimiento
Romain Rolland, Vida de Beethoven
El escritor francés Romain Rolland (1866-1944) –ganador del Premio Nobel de Literatura en 1915– es el autor de esta breve biografía de Beethoven, quien había nacido el 16 de diciembre de 1770 en Bonn, donde vivió sus primeros 20 años. Cuenta Rolland que el genial músico nació en una mísera buhardilla, que “era flamenco de origen” y que su padre era “un tenor borracho y sin talento” que “quiso explotar sus disposiciones musicales y exhibirlo como un niño prodigio; a los 4 años de edad lo sentaba, durante horas enteras, frente a su clave o lo encerraba con un violín y lo abrumaba de trabajo”.
Su madre era “una criada, hija de un cocinero y viuda en primeras nupcias de un ayuda de cámara”. Beethoven la adoraba, pero ella murió de tisis en 1787. En una carta de ese mismo año, Beethoven escribe: “¡Era tan buena conmigo, tan digna de ser amada, mi mejor amiga! ¡Oh: quién más feliz que yo cuando podía pronunciar el dulce nombre de madre, y que ella podía escucharme!”. Apenas murió su mamá se hizo cargo de la familia y de la educación de sus hermanos.
En 1792, Beethoven se trasladó a Viena y entre 1796 y 1800 empieza a sentir las manifestaciones de la sordera: “las orejas le zumban noche y día; lo minan dolores en las entrañas; su oído se debilita progresivamente. No lo confesará a nadie durante muchos años, ni a sus amigos más queridos; evita toda compañía para que la enfermedad no sea advertida, y este terrible secreto solo es suyo; pero en 1801 ya no lo puede callar, lo confía con desesperación a dos de sus amigos”.
Al pastor Amenda le escribe: “Mi querido, mi bueno, mi cariñoso Amenda… ¡qué a menudo he deseado tenerte cerca de mí! Tu Beethoven es profundamente desventurado. Debes saber que la parte más noble de mí mismo, mi oído, se ha debilitado mucho. Ya en época en que estábamos juntos sentía síntomas del mal, y lo ocultaba, pero después ha empeorado mucho… ¿Curaré? Lo espero, naturalmente, pero muy poco, porque estas enfermedades son de las más incurables”.
A otro amigo, Wegeler, le confiesa: “… llevo una vida miserable, desde hace dos años eludo toda compañía porque no me es posible conversas con los demás: soy sordo. Si tuviera cualquier otro oficio, esto sería llevadero; pero en el mío, mi situación es terrible… ¡Qué dirán mis enemigos, cuyo número no es corto!.... En el teatro debo colocarme muy cerca para escuchar a los actores. Los sonidos altos de los instrumentos y de las voces no los oigo si me coloco un poco lejos… Cuando se habla suavemente, apenas entiendo… Y, por otra parte, cuando se grita, ello es para mí intolerable… Frecuentemente maldigo mi existencia. Plutarco me ha llevado a la resignación. Quiero, si esto es posible, desafiar mi destino; pero hay momentos de mi vida en los cuales soy la más miserable de las criaturas… ¡Resignación! ¡Qué triste refugio, y sin embargo es el único que me queda!”.
El mismo Wegeler dice que “no conoció nunca a Beethoven sin una pasión llevada al paroxismo”. Y cuenta Rolland que “en 1801 el objeto de su pasión fue, a lo que parece, Giulietta Guicciardi, a quien inmortalizó con su famosa sonata llamada del Claro de luna, op 27. ‘Vivo de una manera muy dulce –escribía a Weleger– y trato más con la gente. Esta mudanza es obra del encanto de una muchacha adorable, que me ama y a quien yo amo. Son estos los primeros momentos felices que tengo desde hace dos años’”. Y añade Rolland: “Los pagó duramente. Desde luego, este amor le hizo sentir las miserias de su enfermedad y las condiciones precarias de su vida, que le hacía imposible desposarse con la que amaba. Además, Giulietta era coqueta, infantil, egoísta; hizo sufrir cruelmente a Beethoven, y en noviembre de 1803 casó con el conde Gallenberg (…). Estuvo entonces a punto de poner fin a su vida, y solo su inflexible sentimiento moral lo detuvo”.
Beethoven estaba componiendo la Sinfonía en do menor cuando interrumpió ese trabajo “para escribir de un golpe y sin sus bosquejos habituales la Cuarta Sinfonía. La felicidad se le había revelado. En mayo de 1806 entró en relaciones con Teresa von Brunswick, quien lo amaba desde hacía largo tiempo, porque siendo niña recibía de él lecciones de piano (…). Beethoven era amigo de su hermano el conde Francisco, de quien fue huésped en Martonvásár, Hungría, y fue allá donde él y Teresa comenzaron a amarse (…). La Cuarta Sinfonía, escrita ese año, guarda el perfume de aquellos días, los más tranquilos de su vida (…). Esa paz profunda no debía durar; mas el influjo bienhechor del amor se prolongó hasta 1810”.
Sin responder, tan solo dando posibles causas, Rolland se pregunta: “¿qué misteriosa causa impidió la felicidad de estos dos seres que se amaban? Acaso la falta de fortuna, la desigualdad social; acaso Beethoven se sublevó ante la larga espera que se imponía y ante la humillación de mantener en secreto su amor indefinidamente; tal vez, violento, enfermo y misántropo como era, hizo sufrir, sin quererlo, a la que amaba, y esto lo desesperó. La promesa de unión se rompió y, sin embargo, ni el uno ni el otro parece que hayan olvidado nunca su amor. Hasta su último día (murió en 1861), Teresa von Brunswick amó a Beethoven”.
Siendo el genio que era, no es extraño que Goethe quisiera conocer a Beethoven y, en efecto, se encontraron en Toeplitz en 1812 pero, aunque se admiraban mutuamente, no se entendieron. El mismo Beethoven cuenta la historia: “Los reyes y los príncipes pueden muy bien hacer profesores y consejeros privados; pueden muy bien colmarlos de títulos y de condecoraciones; pero no pueden hacer a los grandes hombres, a los espíritus que se elevan por encima del fango del mundo… Y cuando están reunidos dos hombres tales como yo y Goethe, estos señores deben sentir nuestra grandeza. Ayer encontramos en el camino, al regresar, a toda la familia imperial: la vimos de lejos; Goethe se desprendió de mi brazo para detenerse a la orilla de la carretera, y me habría gustado decirle que yo querría no dejarlo dar un paso más. Me hundí entonces el sombrero, me abotoné la levita, y avancé, con los brazos a la espalda, por entre los grupos más espesos. Príncipes y cortesanos formaron valla; el duque Rodolfo se quitó el sombrero delante de mí, y la emperatriz fue la primera en saludarme. Los grandes me conocen. Para mi entretenimiento, vi desfilar la procesión delante de Goethe, que permanecía a la orilla del camino, profundamente inclinado y con el sombrero en la mano. Se lo reprendí enseguida, y no lo he perdonado nada”.
Por su parte, Goethe escribió: “Beethoven es desgraciadamente una personalidad indomable, sin duda no se equivoca al hallar el mundo detestable; pero no es el medio de hacerlo agradable para él y para los demás. Es preciso excusarlo y compadecerlo, porque es sordo”.
“El año de 1814 señala el apogeo de los triunfos de Beethoven. En el Congreso de Viena fue considerado como una gloria europea. Tomó parte activa en las fiestas; los príncipes le rendían homenajes, y él dejaba, altivamente, que le hicieran la corte”. Lo que siguió fue la decadencia: por un lado, su salud y una seguidilla de padecimientos; padeció un catarro casi crónico, al menos intermitente, reumatismo agudo, ictericia, conjuntivitis. En 1821 le escribe a un amigo que “desde el año pasado he estado siempre enfermo”. Por otro lado, los problemas económicos; en 1818 escribe: “Estoy casi reducido a la mendicidad, y obligado a aparentar que no carezco de lo necesario”. Cuenta Rolland que “se encontraba siempre mal alojado. En 35 años, cambió 30 veces de casa en Viena”. Y añade: “Beethoven, agobiado por los trajines domésticos, la miseria, los cuidados de todo género, no escribió en cinco años, de 1816 a 1821, más que tres obras para piano (op 101, 102, 106). Sus enemigos decían que estaba agotado; se volvió a entregar al trabajo en 1821” y el regreso con momentos apoteósicos como el 7 de mayo de 1824 cuando “tuvo lugar en Viena la primera audición de la Misa en re y de la Novena Sinfonía”.
“Murió durante una tempestad, una tempestad de nieve, al fulgor de un relámpago. Una mano extraña cerró sus ojos el 26 de marzo de 1827”.
Habiendo muerto en 1827, ya en 1802 había escrito un conmovedor testamento que está incluido en el apéndice de esta edición, al lado de algunas de sus cartas y de un conjunto de aforismos.
Romain Rolland
Vida de Beethoven
Casimiro

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