Gozar Leyendo: algunas páginas memorables sobre la relación del hombre con el agua
2 Julio 2025 05:07 pm

Gozar Leyendo: algunas páginas memorables sobre la relación del hombre con el agua

Desde tiempos inmemoriales el hombre ha tejido su historia de la mano del agua que ha tenido un gran significado en todas las culturas, y que ha sido determinante en la obra de grandes artistas como Píndaro, Leonardo da Vinci, Charles Dickens y Federico Fellini.

Por: Darío Jaramillo Agudelo

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María Belmonte, El murmullo del agua


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María Belmonte (Bilbao, 1953) es la autora de este libro cuyo título completo dice: El murmullo del agua. Fuentes, jardines y divinidades acuáticas. Se trata de un recorrido histórico acerca de lo que ha significado el agua para el hombre a través de la historia, partiendo de los griegos como es el hábito de los historiadores europeos: “Mitologías aparte, la propia formación del agua en la Tierra, sobre la que los científicos todavía no se han puesto de acuerdo, tiene un carácter sumamente poético y misterioso. Algunos sostienen que se creó en el propio planeta a partir del proceso de desgasificación de una tierra primigenia muy caliente. Al ir enfriándose, el vapor de agua se condensó y precipitó en forma de inmenso diluvio que duró siglos y siglos. Eones de tiempo. Nuevas investigaciones apuntan que una parte del agua de nuestro planeta llegó, gota a gota, a bordo de meteoritos que la golpearon a gran velocidad durante millones de años. Otra parte de nuestra agua provendría de los cometas, lo cual significa que algunas de las moléculas del agua de nuestros océanos serían más antiguas que la propia Tierra”.

La autora cita un verso del poema Agua de Philip Larkin: “Si me sintiera llamado a crear una religión recurriría al agua” y comenta que “todas las religiones del mundo han considerado sagrada el agua y expresado que quien la contamine debe ser severamente castigado. Según la cosmovisión judeocristiana relatada en el Génesis, Dios creó un paraíso o jardín del Edén donde dio comienzo a su andadura la especie humana. En ese jardín el clima era apacible, estaba repleto de plantas y frutos fragantes y sabrosos y numerosos animales convivían pacíficamente con Adán y Eva. En el centro del jardín había una fuente de la que brotaban cuatro ríos: el Pisón (Nilo), el Ghión (Ganges), el Hidekel (Tigris) y el Phirat (Éufrates). Esos ríos eran las venas de la tierra, encargados de llevar la fecundidad a los cuatro puntos cardinales. En la iconografía cristiana esa fuente pasaría a simbolizar el conocimiento y la sabiduría divina y las aguas que manaban de ella eran aguas purificadoras, por lo que el rito del bautismo, que se realizaba originalmente en los ríos, liberaba de los pecados al ser arrastrados por la corriente”.


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La primera oda de Píndaro comienza con una contundente afirmación: “Lo mejor es el agua”. Dice María Belmonte que “los griegos creían que beber agua de ciertas fuentes sagradas confería virtudes proféticas y que la visión y el sonido del agua podían devolver la salud y la vitalidad” y cuenta que “las aguas del río Estigia, en Arcadia, que delimitaba la Tierra y el Inframundo, odian infligir la muerte a hombres y animales, disolvían el vidrio, el cristal, la piedra y contaminaban el metal, incluso el oro”.

“En la mitología griega, las ninfas eran divinidades que encarnaban la naturaleza donadora de fertilidad y vivían en manantiales (náyades), en los árboles (dríadas), en las cimas de las montañas (oréadas), en ríos, cuevas, arroyos y mares (nereidas)”. “Cuenta Homero que Apolo buscaba el lugar dónde establecer su santuario; entonces descubrió Delfos y su ‘fuente de hermosas aguas’ donde habitaba la ninfa Castalia, de la que se decía que sus aguas purificaban e inspiraban el genio de la poesía en quien las bebía, porque el saber de las ninfas es líquido y fluido (…). En la antigua Grecia se decía que cualquiera que viera una aparición surgiendo de una fuente podía ser presa de delirios y quedar poseído por las ninfas: eran los nymphóleptos, los tomados, capturados o raptados por las ninfas (…). El nymphóleptos, como el poeta, la sibila o la pitia, experimentaban un estado de divina locura que podía manifestarse como un don profético, aunque el término también podía utilizarse para describir a alguien que exhibiera un grado inusual de devoción religiosa por las ninfas”.


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También los romanos sacralizaron –¡y usaron!– el agua, todo como un punto central de su cultura y su comportamiento: “No hay fuente que no sea sagrada” escribe Mauro Servio Honorato. Y Plinio el Viejo veía en el agua no solo un origen mítico sino también el origen histórico: “Son las aguas las que hacen la ciudad”. Y en el octavo de Los diez libros de Arquitectura, Vitruvio señala que el agua es “esencial no solo para la supervivencia sino para el placer”. Sin embargo, la carencia de alcantarillas para sacar de la ciudad los detritus humanos y animales y los residuos de las cocinas “constituía un grave problema de salubridad”. En contraste, todavía es un ejemplo el sistema de suministros de agua en la Roma Imperial: “el acueducto Aqua Marcia, iniciado en el año 144 antes de Cristo (tenía) una longitud total de 91 kilómetros, 80 de los cuales discurrían bajo tierra. Once acueductos en total abastecían a Roma de agua potable. Ninguna otra ciudad de la Antigüedad contó con un suministro de agua tan abundante, lo que le valió el nombre de Regina Aquarum. El especialista en Antigüedad clásica A. Trevor Hodge escribe en su Roman Aqueducts and Water Supply: ‘¡Cómo podemos dejar de admirar un sistema de suministro de agua que, en el primer siglo de la historia, abastecía la ciudad de Roma con bastante más agua de la que recibía Nueva York en 1885!’”.

En verdad, “los romanos heredaron la ingeniería hidráulica y las técnicas de administración de los recursos hídricos de griegos y etruscos, pero las mejoraron espectacularmente. Incorporaron nuevas tecnologías, como el empleo de arquerías y de sifones para salvar los desniveles del terreno, tanques de sedimentación, el uso del hormigón como material de construcción, revestimientos impermeables, el empleo de tuberías de plomo y llaves de paso de bronce, tecnologías todas ellas que no fueron superadas hasta finales del siglo XVIII”.

Sin embargo, anota la autora que “el acueducto más grande del mundo, más largo incluso que los mayores de Roma, y mucho más complejo porque alimentaba a nueve poblaciones de la bahía de Nápoles, era el Aqua Augusta. Nacía en las boscosas alturas de los Apeninos meridionales, en Campania, y conducía el agua a lo largo de más de 100 kilómetros, con una inclinación media de 5,5 centímetros cada 100 metros, a través de sinuosos conductos subterráneos o por lo alto de grandes arcos que salvaban barrancos y desfiladeros, rodeaba el Vesubio y alcanzaba la llanura para suministrar agua a Pompeya, Nola, Acerra, Atella, Nápoles, Puteoli, Cumas, Bayas, para culminar su viaje en la Piscina Mirabilis (‘Cisterna Maravillosa’, en Miseno)”. Para el ingeniero encargado, Marco Atilio, la Piscina Mirabilis era “mucho más que una cisterna, era ‘un templo dedicado al único dios en el que valía la pena creer, el agua’”.


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Cuenta la autora que “la inmensa mayoría de los europeos que vivieron en los siglos XV y XVI no tuvieron conciencia de estar asistiendo a ninguna clase de renacimiento; bastante tenían con sortear los avatares que la diosa Fortuna ponía en sus caminos y conseguir el sustento cotidiano para sus familias. Fue Giorgio Vasari (1511-1574) el primero en utilizar la palabra Rinascita (Renacimiento) en su obra Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores (1550) para describir la ruptura con la tradición medieval, a la que calificaba de gótica (bárbara) y enunciar una nueva forma de ver el mundo influida por la cultura clásica griega y romana (…). Los restos de las construcciones, obras de arte y monumentos de la Antigüedad clásica eran más o menos visibles o estaban saliendo a la luz en las excavaciones. Pero ¿qué sucedía con los monumentos, tan importantes o más que los restos arquitectónicos y artísticos? ¿Qué había sido de la literatura, la filosofía, la poesía grecolatina? Nunca sabremos el alcance de lo que se perdió, sometido a una destrucción sistemática desde la clausura de la Academia de Atenas por Justiniano en el año 529, y que vino acompañada de la prohibición de divulgar y enseñar las obras e ideas de los llamados ‘paganos’. Durante toda la Edad Media la divinae litterae (sagradas escrituras judeocristianas) gozaron de absoluta preeminencia sobre las humanae litterae (literatura griega y latina profana), de las que derivaría el estudio de las humanidades y el humanismo, definido por Cicerón como la formación integral del ser humano”.

“Si la tradición grecolatina contemplaba el agua como el origen de todo lo bueno, fecundo y verdadero y las fuentes como el lugar de donde brotaban la inspiración y la sabiduría, en el centro del paraíso judeocristiano también había una fuente de la que brotaban los ríos que fecundaban la tierra: era la fons sapientiae, la unión místicamente revelada del Bien, la Belleza y la Sabiduría, el lugar de donde manaba todo saber y conocimiento. Con los humanistas del Renacimiento, la fuente se convirtió en el símbolo de la creación, del origen del mundo, y a partir del siglo XV todo ese torrente de iluminación esotérica del neoplatonismo florentino llegaría a ser concebido, visualizado y llevado a la práctica en parques y jardines (…). En manos de los humanistas del Renacimiento, los jardines devinieron símbolos de la armonía de la creación y del impulso que anima la vida, ámbitos creados expresamente para representar y realizar el viaje iniciático de la purificación del alma en medio de la belleza del paisaje y la naturaleza, cuya principal protagonista será el agua”.

Dice Leonardo da Vinci: “El agua a veces es áspera y a veces dura, / a veces ácida y a veces amarga, / a veces dulce y a veces densa y sutil, / a veces puede traer dolor o pestilencia, / a veces saludable, a veces venenosa. / Sufre tantos cambios como diversos son los lugares por los que pasa”.

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La autora habla en primera persona: “En mi época de estudiante progre yo equiparaba el Barroco con todo lo más desagradable y corrupto de la Iglesia católica de la Contrarreforma, incapaz de distinguir sus matices ni reparar en el inmenso valor artístico que aquel movimiento había legado a la posteridad. El protestante Charles Dickens fue también muy rotundo en su desprecio del Barroco y en Estampas de Italia escribe que, durante su visita a Roma, las esculturas barrocas que encontraba en las iglesias le parecían ‘intolerables abortos engendrados por el cincel del escultor’, mientras que, para el finolis de John Ruskin el Barroco no era más que ‘las florituras del vil paganismo’. Está claro que para los protestantes el estilo barroco era algo abominable, porque todavía en 1911, en la prestigiosa Historia de la arquitectura del británico Banister Fletcher se puede leer que ‘Maderno, Bernini, Borromini se encuentran entre los artistas más célebres que practicaron esa envilecida forma de arte’. Aunque no todos pensaban así (…). En un viaje posterior a Roma y de manera un tanto inesperada me liberé en unas pocas horas de la venda de prejuicios e ignorancia que me impedía ver el arte barroco”.

Cuenta que “a lo largo de mi vida he visitado Roma varias veces y en diferentes circunstancias y compañías, pero mientras escribía este libro volví sola y con el propósito de ver fuentes, tantas como pudiera: públicas u ornamentales, de la Antigüedad clásica o modernas (…). Mi intención era establecer un diálogo con el agua de Roma y acudir allí donde se manifestara y para ello hice un listado de todo lo que deseaba o debería ver, junto con su ubicación. Mi ambicioso plan acuático incluía también paseos junto al Tíber, asomarme a sus puentes y a la desembocadura de la Cloaca Máxima, esa genial obra de ingeniería hidráulica de más de 2.000 años de antigüedad y todavía en funcionamiento. Para seguir un orden comencé mi recorrido por una de las fuentes antiguas de Roma, la de las Peltas, que se encuentra en la colina del Palatino, entre el estadio y la Domus Augustana y que había sido recientemente recuperada”.

Y añade: “Pero hay una fuente que supera en popularidad a todas las de Roma: la Fontana di Trevi, que señala el punto final del acueducto Aqua Virgo. Podría haber sido obra de Bernini, puesto que el papa Urbano VIII le encargó en 1640 que ampliara la plaza y sustituyera el sobrio diseño de la fuente de León Battista Alberti de 1543 por algo mucho más monumental. Pero la muerte del papa paralizó el proyecto, que no sería concluido hasta 1762 por Pietro Bracci según el diseño del arquitecto Nicola Salvi (…). En mis viajes a Roma he pasado largos ratos contemplando el espectáculo de la fuente y el de la multitud de personas que a su vez la contemplan. En una ocasión también asistí al largo ritual de la limpieza del pilón de la fuente y a la retirada de la enorme cantidad de monedas que se arrojan en él cada día. Incluso sin agua, la gente se agolpaba alrededor de la fuente mientras todos aguardábamos expectantes a que el agua volviera a fluir y con ello se restableciera el orden y la armonía de esa pequeña plaza de Roma. Con el agua volvieron las fotografías, los selfis y el arrojar monedas para pedir un deseo. La costumbre de arrojar monedas a una fuente era tan corriente en la Antigüedad como lo es en nuestros días, si bien entonces era una ofrenda en agradecimiento por disfrutar de buena salud o haberla recuperado tras una enfermedad. El ritual contemporáneo de las monedas en la Fontana di Trevi se remonta a una meliflua película de 1954 (…), Three coins in the fountain (…). Pero la película que inmortalizó la Fontana di Trevi fue La dolce vita (1960) de Federico Fellini, con la consecuencia en la que Anita Ekberg, transformada en ninfa, se adentra de noche en la fuente y, entre el estrépito del agua, llama al fauno Marcello Mastroiani que lleva toda la noche siguiéndola y tratando de seducirla, para que se una a ella en el agua: ‘¡Marcello, ven! ¡Date prisa!’, llama ella. Tras dudar unos instantes, él se mete en el agua, se acerca a la mojada beldad, la contempla embelesado y pregunta: ‘Pero, ¿tú quién eres?’. Sin responder, ella se inclina y unge a Marcello con el agua de la fuente. Cuando la va a besar, ella exclama: ‘¡‘Escucha!’. Pero no hay nada que escuchar porque el agua ha dejado de manar y se ha hecho un profundo silencio que llega acompañado de la luz del día. El conjuro también ha desaparecido. Ya no son más que un hombre y una mujer normales, empapados, que salen de la fuente un tanto avergonzados mientras un repartidor en bicicleta los contempla pasmado”.


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Dos joyas finales. La primera: “La lectura del libro de Stefano Russomanno, La música invisible, me guio hasta un técnico de sonido danés, Poul Rasal Skovgaard, que se dedicó durante años a grabar la voz de los ríos de Escandinavia. Sus discos son 75 minutos seguidos de agua fluyendo de manera ininterrumpida, sin cortes, sin edición, sin sonidos añadidos: agua expresándose con su propia voz, sin ningún tipo de intervención (…). Russomanno advierte que a muchos la simple idea de escuchar durante 70 minutos el fluir ininterrumpido de un curso de agua les parecerá no ya aburrido, sino aterrador. Por ello aconseja intentarlo de manera gradual, a través de escuchas cada vez más prolongadas, para ir desentrañando poco a poco la extraordinaria riqueza de esos sonidos. Y lo que en un primer momento parecía una materia compacta y repetitiva llega a revelarse como un sonido lleno de variaciones microscópicas nunca iguales”.

La segunda, y termino: “Nuestros cuerpos son un 60 por ciento de agua almacenada en células, órganos y tejidos, y a nuestra muerte, ya seamos enterrados o incinerados, esa agua vuelve a la tierra o a la atmósfera. Formamos parte del mismo ciclo del agua que los ríos y las nubes por lo que Percy Shelley no andaba descaminado cuando se identificaba con una nube viajera. El poeta, como todos los románticos, percibía la profunda correspondencia entre el ser humano y la naturaleza, que para ellos estaba libre de utilidad y de metas. En cambio, en la época en que escribo, el agua es un bien privado y embotellado para beneficio de unos pocos, un recurso, sometido, como el resto de la naturaleza, a las necesidades humanas”.

María Belmonte
El murmullo del agua
Acantilado

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