Juan Diego Mejía y su búsqueda de la mujer, la ciudad, la política y el destino
4 Febrero 2023

Juan Diego Mejía y su búsqueda de la mujer, la ciudad, la política y el destino

Juan Diego Mejía.

El sello Tusquets ha reeditado la obra del escritor antioqueño Juan Diego Mejía. Dos de ellas son 'El dedo índice de Mao' y 'Camilatodoslosfuegos', que ,hablan de un Medellín desaparecido en las brumas de un pasado y que gracias a la literatura regresa.

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Hernán Darío Correa*
Los personajes centrales de El dedo índice de Mao y Camilatodoslosfuegos nos llevan y nos traen por los laberintos de sus torrentes de pensamiento convertidos en universos narrativos, en los cuales a tientas van descifrando los mundos de la mujer y de la ciudad a través de unos monólogos incesantes, diáfanos, sinceros y despiadados consigo mismos. Lawrence Durrell decía que solo conoceremos una ciudad hasta que ella nos depare una relación con una mujer, y aquí ciudad y mujeres se iluminan y entrelazan cuando la vida se abre a las transformaciones del deseo, de la amistad y del amor, en la forma de recorridos por los parajes urbanos y por los cuerpos de unos seres que van cambiando cuando se ven confrontados por los desgarramientos de lo que, evocando al pensador de las potencias de la vida, podríamos denominar como las emergencias de unas anomalías salvajes.

Camila Ttodoslosfuegos
En efecto, sus personajes -jóvenes escolares, hombres y mujeres adolescentes en trance de ingreso a la universidad-, son seres que no encajan en la cotidianidad de las rutinas familiares o en los grupos que hacen política, y asumen la contestación del orden o la marginalidad cotidiana y se mueven por los parajes de la Medellín de los años 70, caminan, conversan, se embriagan, se sumen en el silencio o el mundo de los secretos mutuos, se enlazan en sus primeras experiencias sexuales o se refugian en los bares o en espacios abiertos como las escalinatas de la catedral, los parques, algunas fincas vacías del entorno rural, una banca de la avenida La Playa desde donde observan pasar a los afanados transeúntes que a su vez los miran intimidantes, o en los buses que los llevan día tras día hacia sus barrios y nos dejan ver como lectores las escalas sociales y los vecindarios de donde provienen; y nos asoman a lo profundo de sus formas de desear y de buscar caminos para sus vidas.

Son historias de iniciaciones y de búsquedas; de cavilaciones y complicidades; de encuentros y extravíos, donde la soberbia, la culpa, el pudor, la fraternidad, la amistad, la competencia y la solidaridad se alternan o combinan en la definición de los destinos personales, que se juegan en los únicos caminos que aquella complejidad les va dejando, repitiendo aquel sino colonizador: la huida hacia otro país, en todo caso lejos del terruño.


En los pliegues de las anomalías que distinguieron los años 70 del siglo pasado (los desgarramientos de la familia, de la política, de la cultura dominante, las luchas contraculturales y políticas, la emancipación del dominio de la Iglesia, la liberación femenina, entre otras), se van tejiendo sus destinos y los de la ciudad misma arrasada en sus símbolos fundamentales. Como la desaparición del teatro Junín, emblemático de la Medellín de casi todo el siglo XX, en cuyo lote se cava un inmenso hueco para erigir el nuevo edificio distintivo de esa capital desde entonces, en un desentrañamiento urbano que obligó a los jóvenes que se buscaban a sí mismos, a desviar sus diarias caminatas de iniciación por los vericuetos de la ciudad y de sus entornos rurales, justo cuando intentaban eludir la implacable gravitación antioqueña del terruño y sus costumbres, y se vieron forzados a inventar nuevos caminos para asumir las transiciones personales y las de la vida familiar propias de una época en que la clase media apenas se configuraba en medio de quiebras económicas, trabajos precarios, trasteos y cambios de ciudad, rebeldías altisonantes y agitación política y contracultural de la juventud.
Caminos que de algún modo se podrían resumir en una sola figura: la huida, ese sino antioqueño configurado como tal desde la diáspora de la colonización cafetera, que por definición abría horizontes pero al mismo tiempo desde su profunda condición católica cerraba los destinos en un ámbito familiar que no aceptaba cambios y obligaba a los hijos a buscar los caminos del exilio, no sin afrontar las estigmatizaciones y la negación de su singularidad como formas primarias de las violencias que han distinguido hasta hoy el mundo de esa cultura regional de intensidades al mismo tiempo exaltadas y reprimidas.

Los amigos que van aprendiendo a buscarse juntos en el silencio y en la invención de lugares marginales al lado de las grandes avenidas, donde se ponen a salvo del mundo 'del tedio, el odio y el fastidio' de que hablaba León de Greiff; el grupo de amigos que no dejan de forjar la crítica profunda de los extravíos colectivos, y perfilan la vacuidad de las peroratas de los aprendices de la política.


En este caso, son historias de iniciaciones y de búsquedas; de cavilaciones y complicidades; de encuentros y extravíos, donde la soberbia, la culpa, el pudor, la fraternidad, la amistad, la competencia y la solidaridad se alternan o combinan en la definición de los destinos personales, que se juegan en los únicos caminos que aquella complejidad les va dejando, repitiendo aquel sino colonizador: la huida hacia otro país, en todo caso lejos del terruño; tras los sueños de la revolución; hacia el suicidio o en pos de la reinvención del yo en la escritura; siempre buscando salidas, infructuosas o exitosas, pero en todo caso airosas cuando justamente se busca con dignidad y autenticidad.
En estas narraciones el legendario viaje a pie se transforma en incursiones menos bucólicas que las de tres décadas antes en la misma región, inmortalizadas por Fernando González; y al itinerario peripatético se suma la narración encabalgada en el monólogo interior, sobre los tránsitos de la condición humana en un contexto en el cual se trasciende y supera aquella implacable sentencia de un hijo de aquella tierra: “Todos los paisas salen de Medellín, pero Medellín nunca sale de los paisas”.

Dedo índice
Porque aquellas anomalías son, en el caso de estas dos novelas, universales, en tanto fisuras hacia la libertad y al encuentro profundo entre seres disidentes o disímiles, como el narrador mismo y su entrañable hermano con un ligero retraso mental; las mujeres, que empiezan a desear más allá de los destinos prefigurados por las masculinidades dominantes; el poeta que observa, piensa, descifra y calla, pero atesora lucidez y tesón; el padre de familia esmerado en su tarea, pero que fracasa y se va, se deprime y se muere en la lejanía, y deja abierto el camino para el hijo hasta entonces extraviado; los compañeros de colegio que se traicionan y quiebran las primeras lealtades, pero van perfilando afinidades electivas que de algún modo los acercan a sus destinos; la ciudad eviscerada que obliga a sus habitantes a ser conscientes de sus transformaciones; los amigos que van aprendiendo a buscarse juntos en el silencio y en la invención de lugares marginales al lado de las grandes avenidas, donde se ponen a salvo del mundo “del tedio, el odio y el fastidio” de que hablaba León de Greiff; el grupo de amigos que no dejan de forjar la crítica profunda de los extravíos colectivos, y perfilan la vacuidad de las peroratas de los aprendices de la política, incapaces de construir un sentido integral para interpretar y favorecer sus profundas búsquedas personales, haciéndole el quite a los clichés y al gesto autoritario del “dedo índice de Mao” levantado como muletilla que pretende intimidar y reemplazar al pensamiento creativo y la palabra reveladora.

Estos monólogos incesantes reconstruyen con maestría, alternando la primera y la segunda persona, el modo de sentir y de hablar de los hijos de la bella villa, ofreciéndonos con estas dos novelas unas piezas fundamentales dentro del mosaico del perfil de los antioqueños en la narrativa de origen paisa.


Desde esas fisuras, estas historias discurren por el revés de los poderes y de las rutinas, de la mano de unos jóvenes que asumen una y otra vez la negación del facilismo en la construcción de las relaciones afectivas de la amistad y del amor (“saber decirle que no a ciertas oportunidades, es empezar a encontrar la libertad”, decía más o menos André Breton), eludiendo el hueco urbano recién abierto, y al mismo tiempo saltándose la sima de la ruda antioqueñidad dominante, prefiriendo al lento y al débil dentro de las relaciones personales, familiares y vecinales; optando por la discreción y la delicadeza en la sexualidad; reconociendo a la mujer como sujeto; asumiendo el silencio y decantando la intimidad en medio del ruido; afrontando la belleza con sutileza y sensibilidad, y no transigiendo con la obscenidad y la obviedad de las masculinidades patriarcales.
Así, estos monólogos incesantes reconstruyen con maestría, alternando la primera y la segunda persona, el modo de sentir y de hablar de los hijos de la bella villa, ofreciéndonos con estas dos novelas unas piezas fundamentales dentro del mosaico del perfil de los antioqueños en la narrativa de origen paisa que se viene configurando con la recuperación editorial de obras como las de Tomás González, José Zuleta y ahora Juan Diego Mejía, entre otros, las cuales, como un éter que emana de aquellas fisuras, han venido mostrando la posibilidad y revelando la conquista de la autenticidad en el ser mujer, adulto, amigo, amante o escritor en aquellas tierras.

*Sociólogo y editor.

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