La Soledad de Alci Acosta
19 Marzo 2023

La Soledad de Alci Acosta

Alci Acosta en su casa de Soledad, Atlántico.

Crédito: Foto: Rosa Sheinekan

Alcibiades Acosta cumplió 84 años el 5 de noviembre. Aprendió a tocar en un teclado dibujado en un cartón y desde entonces ha sido cómplice de ese instrumento. Alci Acosta se presentará en el Festival Estéreo Picnic el próximo sábado 25 de marzo.

Por: Ángel Unfried

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No hay nada qué explicar: al mencionar su nombre, el taxista identifica la ruta sin necesidad de una dirección; los soledeños de su generación reconocen esa casa como el hogar del principal orgullo del pueblo. Aunque su música ha traspasado todas las fronteras, llegando a cada cantina donde alguien pueda beber hasta sangrar, la vida de Alcibiades Acosta Cervantes ha transcurrido sin alejarse de los patios frutales y de las calles polvorientas de esta población, tan famosa por las butifarras como por ser el municipio más corrupto de Colombia. Soledad, falange poética e infernal al sur de Barranquilla, es también, para melómanos y nostálgicos, la tierra de Alci Acosta.
Aquí nació y aprendió a tocar el piano. Aquí se enamoró y se casó. Aquí tuvo y crio a sus hijos –uno de ellos, hijo predilecto del Carnaval–. También, en un gesto cursi de literalidad, aquí grabó con su voz una versión de la desgarradora Hola, soledad, y volvió a grabarla como jingle para la campaña de una candidata a la Alcaldía del municipio: “Ah, sí. Esa muchacha fue alcaldesa por mi canción, me acuerdo”. Sin embargo, lejos de la calor sonora que retumba en las esquinas de Soledad, la temperatura de Alci es fresca, ligera. Lejos de las brisas de gaita y millo que en el momento de esta conversación anunciaban la inminencia del Carnaval a finales de enero, la voz de Alci apenas se levanta para lamentar el disparo fallido de un delantero paraguayo en la televisión o para quejarse junto a su familia por el recibo de la luz que este mes sobrepasa el millón de pesos. 
Para nosotros, barranquilleros ardidos, Alci es un motivo para envidiar a Soledad. Con la indiferencia de un faraón en plena siesta, nos recibe en la terraza que antecede al patio. No se mueve de su silla. En parte está atrapado por el partido sub-20 entre Paraguay y Argentina, y en parte está diezmado por sus 84 años y por algunos achaques de la pierna y el hombro. Lo primero, le hace caminar poco y apoyarse en el bastón; lo segundo parece una broma cruel de la música y del cuerpo: ese hombro recién operado no le permite abrazar a su más viejo cómplice, el piano. Por ello, desde que comenzó su carrera a principios de los años sesenta, las de estos últimos meses han sido las únicas presentaciones en las que ha cantado sin estar sentado frente a ese teclado.   
Para él, que se define como un pianista al que la vida puso a cantar, tomar el micrófono y enfrentar al público sin poder esconderse detrás de las teclas es un desafío que le alborota la timidez. Alci Acosta hizo parte del cartel de invitados al Festival Estéreo Picnic; una invitación que vincula su música con una nueva generación de fanáticos, jóvenes que cada tanto cantan a todo pulmón La copa rota y No renunciaré en tabernas, tejos, rocolas y taquerías hipsters de todo el país. Tan veterano como atemporal, sus canciones son eternas como el desamor; tan soledeño como pereirano, su música hace parte del paisaje cultural cafetero.
Alci solo compuso una de las cientos de canciones que ha interpretado, pero muchas de ellas son inseparables de su voz. En boleros, como No renunciaré resuena la ausencia, se respira el vacío del desamor. En canciones como “El último beso”, la pérdida es irreversible. En otras, como La cárcel de Sing Sing, la muerte gobierna, cínica, lejos de la culpa.  En 1976, grabó La copa rota en el álbum Su voz, su piano y más éxitos. Han pasado más de 50 años desde entonces y esa canción compuesta por Benito de Jesús sigue frotando con sal las heridas de despechados de cinco generaciones. Ese himno del desamor y el duelo, es también un elogio a la cantina como cálido hogar del desamor, y del cantinero, cómplice de Alci al momento de disponer a la audiencia entre un trago y el siguiente. 
Alci no separa los ojos del televisor mientras habla. Aunque su mirada sigue por el flanco izquierdo el recorrido de un zaguero argentino, su cabeza –lúcida– y su calma –elocuente– atraviesan el siglo veinte narrando una autobiografía musical en la cual son coprotagonistas Jimmy Salcedo, Julio Jaramillo, Ana Carrasquilla, Antonio Fuentes, La Sonora Matancera, Daniel Santos, Ruth Agudelo y su hijo, el de ambos, el Checo Acosta. 
Navegando serenamente en el océano de la memoria, sus recuerdos no naufragan entre los remolinos de la vejez. Atribuye esa terquedad memoriosa a vivir despacio, a volver siempre a Soledad sin buscar lo que no se le ha perdido en otros lados; y a dormir bien, a salir de la tarima –de tantas tarimas– directo a la cama. Así es. El dueño de la voz aguardientosa y del piano lacerante que preside cada noche el ritual del guaro a grito herido, no bebe ni fuma. No trasnocha. No ha sangrado, gota a gota, el veneno del amor.

Alci Acosta archivo
Fotos de archivo: Joe Echeverri.


***
CAMBIO: Estamos aquí en el patio de tu casa, en Soledad. Toda tu vida ha estado atada a este lugar del cual no has querido alejarte. ¿Cómo comenzó ese vínculo tan estrecho con tu pueblo?
Alci Acosta: 
Desde que nací. Yo nací aquí en Soledad, en una casa a tres cuadras de esta. Eso fue en el 38. Fue en casa porque en ese entonces las señoras iban a recibir a los niños, las parteras. Esa era la casa de mi abuelo materno y ahí mismo vivían mis papás y mis hermanos. Fuimos siete: dos hombres y cinco mujeres. Una familia bastante humilde, con un papá muy fuerte, porque éramos muchos y la situación no era la mejor. 
En esos años, Soledad era chévere, tranquila. Empezando porque la calle no era pavimentada. Y como en este pueblo siempre nos ha gustado el fútbol, por las tardes los grupos de amigos y de familiares hacíamos partidos de bola’e trapo. Todo era bastante sano, ¿no? Aunque como siempre, aquí ha habido problemas de agua y de luz, pero vivíamos felices. 
 

CAMBIO: Tu papá trabajaba como zapatero, ¿cierto? 
A. A.: 
No, no. Mi papá, Luciano, era taconero. Fabricaba tacones de madera para zapatos de mujer. Mi hermano Alfredo y yo le ayudábamos. Mi papá se esforzaba mucho para que estudiáramos, porque él de estudio pocón, pocón. Fuimos al Colegio Pumarejo, aquí en Soledad. Fue una época de mucho sacrificio: trabajábamos de día con mi papá y estudiábamos por la noche. Después, el estudio del piano también fue complicado. Mis papás y mi compadre Ismael me ayudaron mucho. 

“Jimmy era muy audaz, se comía el escenario: reía, miraba la cámara, parecía que estuviera parado encima del piano. De eso me enseñó bastante: él me decía que estuviera pendiente de los movimientos, que no estuviera tan serio, tan tieso frente al piano, que la vacilara. “No te quedes ahí estático, vacila, mira pa’ allá”. Eso me lo dio Jimmy Salcedo”.


CAMBIO: Todos te apoyaron desde pequeño. ¿La música era muy importante para tu familia?
A. A.: 
Sí, mucho. Eso es por el lado de los Cervantes, de ahí es de donde viene la vena musical, de mi abuelo materno. Mi mamá, Sara Cervantes, toda la vida fue costurera, pero tenía un montón de hermanos, primos y tíos que se dedicaron a la música. Mi tío Teódulo tenía una orquesta que se llamaba Los Sonoros Costeños, era el grupo que amenizaba las fiestas aquí en Soledad. 
Por el lado de mi papá, no tanto. Aunque él hizo parte de una orquesta de la familia de mi mamá. Ahí tocaba una especie de bajo artesanal, un instrumento que usan mucho en San Andrés. 
En la familia Cervantes había unos treinta músicos. Algunos fuimos más que eso: nos volvimos, sencillamente, artistas. El músico es como un obrero de la música. El artista se destaca y, si tiene suerte, llega a ser reconocido, no solo en su país sino en otros países. Como el Checo y como yo.
 

CAMBIO: Empezaste a cantar muchos años después, pero el piano ha sido tu compañero desde muy joven. ¿Cómo llegaste a ese instrumento?
A. A.: 
Bueno, uno de los tantos familiares músicos era mi compadre Ismael Cervantes, mi primo hermano, un baterista muy bueno. Él vio que yo tenía ganas de hacer música, como buen Cervantes, y me preguntó qué instrumento me gustaría tocar. Yo empecé por lo alto y le dije que el piano. Después me preguntó qué música me gustaba, y yo contesté sin dudarlo: La Sonora Matancera. Eran los años cincuenta, yo tenía por ahí trece y hasta hoy sigo siendo fanático de La Sonora, especialmente de cantantes como Daniel Santos, Leo Marini, Bienvenido Granda, Celio González y Nelson Pinedo. Esos eran mis ídolos y lo siguen siendo. 
Luego, mi papá me preguntó si era verdad que me gustaba el piano y yo le dije que sí, que me encantaba. ¿Te imaginas? Mi papá era muy pobre y en ese entonces solo la gente de plata podía darse el lujo de tener un piano. Él me consiguió una profesora, Ana Carrasquilla, la pianista de la orquesta en la que tocaba mi compadre Ismael. Estuve con ella año y medio, aprendí teoría y solfeo en su piano, y ella misma se encargó de conseguirme un cupito en Bellas Artes. Allí estudié casi tres años, pero tenía problemas por no tener el instrumento. 
Archivística

CAMBIO: Has contado muchas veces la anécdota de cómo aprendiste a tocar el piano sin tener un piano. Es una hermosa historia. Nos recuerdas cómo fue.
A. A.:
El asunto es que una de las profesoras de Bellas Artes me recomendó que practicara con un teclado aunque no tuviera el piano, entonces dibujó las teclas sobre un cartón. Yo miraba la tecla y miraba la nota y, ajá, ahí más o menos me servía de algo. Era un piano mudo.
Me tocó así hasta que mi papá y mi compadre me consiguieron un piano con el señor Moisés Navarro. No sé cómo hizo mi papá para levantar los 500 pesos, que hoy serían como 500.000. Aprendí en el piano mudo de cartón y en el viejo piano de Moisés Navarro. Después fui encontrando mi camino. 
En Bellas Artes había un compañero mucho más adelantado que nosotros. Nos reuníamos en un salón y hacíamos lo que los pianistas llamamos “tumbados”. Los que no teníamos tanta cancha, nos poníamos a verlo y él nos explicaba. Yo le cogí el tumbadito y mandé al rincón del olvido los estudios: dejé Bellas Artes y empecé a tocar de verdad. 
 

CAMBIO: Cuando dejaste la academia, tu carrera despegó rápidamente. ¿Cómo fueron esos primeros años con orquestas?

A. A.: Di mis primeros pinitos con el grupo de mi tío Teódulo. Después, un músico que se llamaba Lucho Betel y que estaba en Los Jóvenes del Ritmo, falleció y yo entré a reemplazarlo. Esa orquesta, guardando las proporciones, era como una pequeña Sonora Matancera.
Te va a parecer insólito, pero en esos años también toqué en una papayera. ¡Imagínate: una papayera con piano! Tocábamos porros, cumbias y boleros en un cabaret. Yo era un muchacho de 22 años. Es más, los señores vinieron a pedirle permiso a papá y mamá para que trabajara allá. El cabaret se llamaba El Jardín y quedaba en el barrio La Ceiba, en lo que llamaban “la zona de tolerancia”. Había como cinco pianistas, todos señores, el sardino era yo. El más joven después de mí tendría cuarenta y pico de años.
 

CAMBIO: Esos ya no eran los jóvenes del ritmo…
A. A.: 
Ajá. Era una cosa más adulta. Era trabajo. Ahí empecé a ganarme mis primeros pesitos en forma oficial, porque con Los Jóvenes del Ritmo, pocón, pocón. Los Jóvenes éramos más que todo compadres pasando bueno.
 

CAMBIO. “Pasando bueno…”. ¿Eran muy rumberos?
A. A.
No, no. Yo nunca he sido nada de nada. Ni fumar, ni beber. Solo la música.
 

CAMBIO: Fue una época de mucho movimiento. ¿Con quiénes tocaste en esos años?
A. A.: 
En los sesenta toqué con todo el mundo: con el maestro Pello Torres y sus Diablos del Ritmo; con dos sonoras de Barranquilla: La Sonora del Caribe y La Sonora Sensación; con el maestro Francisco Zumaqué, de Montería, y con Simón Mendoza y La Sonora Cordobesa. Años muy movidos como pianista, pero todavía no cantaba.
CAMBIO: Otro de los músicos con los que grabaste en esa época fue Pedro Salcedo. ¿Es cierto que…?
A. A.: 
¡Sí, confirmado! Yo fui quien grabó el piano de la primera versión de “La pollera colorá” con Pedro Salcedo. En ese entonces yo andaba como pianista de Nuncira Machado y él grababa en Tropical, que también era el sello de Pedro Salcedo. Ellos vinieron a Barrancabermeja a grabar un long play y la pianista, la cubana Aida Manfugás, tuvo un contratiempo y no pudo venir. Entonces la disquera me recomendó a mí. Tuve el honor de grabar el éxito “La pollera colorá” y no me canso de decir que ese es el disco en el que he tocado el piano que más copias ha vendido.
 

CAMBIO: ¿Bueno, y en medio del éxito de esta etapa como pianista, en qué punto diste el salto y tomaste el micrófono para cantar?
A. A.: 
Eso fue a finales del 64, teníamos un programa los domingos en la emisora La Voz de la Patria. El director era Nuncira Machado. En esa época estaban de moda los mosaicos de la Billo’s Caracas Boys, que empiezan con un pedacito de bolero. Ese pedacito lo hacía yo. Uno de esos programas lo escuchó el gran compositor, amigo y a quien no me canso de repetir que le debo todo lo que estoy comiendo: el cantante y pianista Cristóbal San Juan.
Cristóbal me dijo que yo tenía una voz especial, la textura bien bonita, y me contó que él tenía unas canciones inéditas y que quería dármelas a ver si las grababa. Yo nunca pensé en ser cantante, solo acepté su invitación para quitarle la idea de la cabeza. La idea fue de él: “tú vas a cantar bolero”.
 

CAMBIO: ¿Y cuál fue la primera canción que grabaron?
A. A.: 
Odio gitano. En el 65. Con ella me di a conocer como pianista y cantante. La grabamos con Tropical.
 

CAMBIO: ¿Aquel primer álbum, Son recuerdos, tiene canciones de Cristóbal y de quién más?
A. A.: 
Todas son de Cristóbal. Y una mía que se llama Por qué te fuiste.
 

CAMBIO: ¿Nunca antes habías compuesto?
A. A.: 
No. Y de todos modos esa no la hice yo. La letra la hizo mi mamá y la música, mi tía Rosita.
Aparte de esa, que no es tuya, sí existe una canción compuesta por ti. ¿Una sola en toda tu carrera, cierto?
Así es. Se llama “Eres mi amor”, y esa sí la escribí yo. Se la compuse a Ruth Agudelo, la que fue mi esposa durante 60 años. Íbamos para 61 cuando murió.
Ruth y yo éramos vecinos, a tres cuadras de esta casa. Ella vivía en la esquina y yo a mitad de cuadra. La veía pasar para el colegio y me gustaba mucho, pero yo toda la vida he sido tímido. Había un muchacho que vivía al lado de mi casa, le decíamos Chaparrito porque era pequeñito. Con él le mandaba cartitas a Ruth. Y, de carta en carta, nos fuimos haciendo novios. Antecitos de cumplir el año, acordamos con los papás que nos íbamos a casar. Yo tenía 21 y ella 19. Nos casamos aquí mismo, en Soledad, en la iglesia principal, el 3 de abril del año 60.
 

CAMBIO: ¿Y cuándo nacieron tus hijos?
A. A.: 
Mi hija mayor, Janeth de Jesús, nació en el 61. Después vino el Checo, en el 65, por ahí, creo. Y mi otra hija, Ruth María, nació en el 66.
 

CAMBIO: Aquellos años, los sesenta, fueron agitados en los estudios colombianos. ¿Cómo viviste esa época dorada de Fuentes, Codiscos y Tropical?
A. A.: 
Después del proyecto de Tropical con Cristóbal San Juan, me llegaron ofertas de Medellín, para grabar con Discos Fuentes y con Codiscos. Estaba yo súper popular, que me pedía una disquera y la otra. Me decidí por Codiscos y me fue supremamente bien: casi doce años como artista exclusivo. ¡Para el 67 estaba grabando tres álbumes al año!
 

CAMBIO: Para entonces compartiste varias grabaciones con Julio Jaramillo. Álbumes que hoy son clásicos para todo coleccionista.
A. A.: 
Fue una fortuna. Julio estaba con Codiscos y al hijo del dueño de la disquera se le ocurrió la bonita idea de que grabara conmigo. Cuando me lo dijeron, no lo pensé dos veces. Yo era un fanático de Julio. Fue muy chévere cómo unimos las voces: yo para hacer segunda voz soy muy malo, pero como Julio sí tenía el palito para eso, él se adaptó a mi estilo y la combinación nos salió perfecta. Con él grabamos “Mi muchachita”; “Parece que fue ayer”, de Manzanero; “La llorona”, que la hicimos con arpa; “Cuando salí de Cuba”, y muchas otras.
 

CAMBIO: ¿Tuvieron presentaciones juntos?
A. A.:
Muy poco. Tuvimos un concierto en Medellín, en un sitio que se llamaba La Margarita. Después Julio se fue para su país y yo me quedé acá. Cuando nos volvimos a ver él ya estaba bastante enfermo, ni la voz le salía. La última vez que tocamos juntos fue en la provincia de Vinces, en Ecuador, pero ya el hombre estaba muy mal. Yo me vine para Colombia y como al mes y medio, Julio murió. Fue poco tiempo, pero hicimos una amistad bien bonita.

“Una de las profesoras de Bellas Artes me recomendó que practicara con un teclado aunque no tuviera el piano, entonces dibujó las teclas sobre un cartón. Yo miraba la tecla y miraba la nota y, ajá, ahí más o menos me servía de algo. Era un piano mudo”.

CAMBIO: En los años setenta grabaste éxitos como “La copa rota” y “El contragolpe”. En esa época también conociste a otro amigo importante en tu carrera, una figura central en la música y la televisión colombianas. ¿Cómo fue tu relación con Jimmy Salcedo?
A. A.: 
Conocí a Jimmy cuando éramos muy jóvenes, mucho antes de que él me invitara al Show de Jimmy y a Donde nacen las canciones. Fue a principios de los setenta. Yo me había ido para Bogotá a trabajar con la Sonora Portuguesa, de Montería. Anduve por allá como mes y algo. Jimmy trabajaba por la carrera 13, en el cabaret El Folclórico. Estaba ahí de planta, como pianista de Tony Moreno, un amigo mío que tocaba trompeta. Tony sabía que yo tocaba más o menos bien y me invitó a grabar con ellos. Se puede decir que mi primera canción para el público se llamó “Con toda el alma”, un bolero con la orquesta de Tony Moreno. Jimmy Salcedo estaba ahí y compartimos mucho. Años después fue que él se hizo famoso con sus programas de televisión y me invitó varias veces.
 

CAMBIO: He escuchado que Jimmy fue quien te enseñó cómo tocar y cantar al mismo tiempo. ¿Eso es verdad?
A. A.: 
No, eso no es cierto. Lo que sí es verdad es que Jimmy era muy audaz, se comía el escenario. Reía, miraba la cámara, parecía que estuviera parado encima del piano. De eso sí me enseñó bastante: él me decía que estuviera pendiente de los movimientos, que no estuviera tan serio, tan tieso frente al piano, que la vacilara. “No te quedes ahí estático, vacila, mira pa’ allá”. Eso sí me lo dio Jimmy Salcedo.
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CAMBIO: En aquellos años todo lo que tocabas se volvía oro. Hasta te entregaron el premio MIDE por tener uno de los discos más vendidos en el mundo.
A. A.: 
Ajá, eso fue como en el 67. Ese premio también se lo dieron a Rafael, Roberto Carlos, Charles Aznavour y hasta Elvis Presley. El trofeo ese estaba por ahí atrás, era como una mano sosteniendo un disco de mármol. Pero eso se cayó, se partió la mano y quedó la base. Eso lo entregaron allá en Cannes, imagínate.
CAMBIO: ¿Y fuiste a Francia a recibirlo?
A. A.: 
No, fueron los directivos. Se reunían anualmente todas las disqueras a entregarse esos premios. Yo no he sido muy de viajar, a mí me gusta estar acá en Soledad. Pero en esa época sí me tocó empezar a moverme, más que todo por aquí cerca, ponle tú Santa Marta, Ciénaga, Fundación, Cartagena. También salí de la costa para Cali, más o menos en el 66. Luego llegó mi primer viaje al extranjero, a Ecuador, en octubre del 66, en las fiestas de Guayaquil.
Después vino lo más importante, los viajes a Europa. Aunque no era muy aficionado a viajar, como todo cantante tenía la ilusión de presentarme en Europa. Tengo un recuerdo de ese tiempo: yo era muy amigo de Rodolfo Aicardi y comencé mucho antes que él, pero él pegó un éxito en Europa antes que yo; un número que se llama “Quinceañera” se puso de moda por los lados de París y Rodolfo se fue de una para Europa.
 

CAMBIO: ¿Te dio envidia?
A. A.: 
Claro, claro. Envidia, pero de la buena. Pero pronto nos tocó a nosotros. El año sí te lo quedo debiendo, pero estuvimos por España, Francia, Suiza, Alemania, ese fue el primer viaje. Después estuvimos en Londres, Italia, Suiza. Bueno, he estado de gira unas 15 veces por Europa.
 

CAMBIO: ¿En todos esos años de viajes, Ruth se quedaba en Soledad o viajaba contigo?, ¿cómo era la vida familiar, tan sensible para un músico?
A. A.:
Al comienzo, ella fue papá y mamá. Yo viajaba y me demoraba en regresar, y ella era la que estaba pendiente de los muchachos. Vinimos a viajar, más que todo fuera del país, a finales de los noventa, cuando murió mi hija mayor. El médico que atendió a mi esposa le recomendó que no se quedara sola con esa tristeza. Yo también la necesitaba a mi lado, fue un momento muy doloroso y nos acompañamos tras la muerte de la niña.
 

CAMBIO: Este episodio es quizá uno de los más duros y desde entonces es para ti inseparable de una de tus canciones. Esa pérdida resuena con la letra de “El último beso”: “¿Por qué se fue, por qué murió? ¿Por qué el señor me la quitó…”
A. A.: 
Fue un momento muy difícil. Mi hija Janeth de Jesús tenía 33 años cuando murió. Yo había grabado “El último beso” en el 77, cuando ella tenía apenas quince años, y era una canción que cantaba conmigo todo el tiempo. Cuando la vuelvo a sonar se la dedico a ella, que murió tan joven por ese tumor. Ella siempre quiso que yo la cantara junto al Checo y eso hicimos después de su muerte. Para mí, esta canción es como si fuera suya.

“En dos ocasiones tuve la oportunidad de cantar en el Palacio de Nariño, cuando era presidente César Gaviria, precisamente de Pereira. Yo digo que mi patria chica es Pereira. Allá me quieren mucho, gente de todos los gustos se identifica con mis canciones”.


CAMBIO: Es un dolor muy grande, pero acabó acercándote aún más a tu esposa y a tu segundo hijo, el Checo, el otro artista de la familia. ¿Cómo ha sido tu vínculo musical con él?
A. A.: 
Checo sacó la vena de los Cervantes: la música y el fútbol. Esas son sus dos pasiones. A los cinco añitos ya cantaba y yo medio lo acompañaba. Él ha sido fanático toda la vida de Camilo Sesto. Muchos concursos de colegio los ganó con las canciones de Camilo Sexto. Después se hizo hombrecito y le dio por cantar música tropical. Mi primo hermano tenía una orquesta y ahí dio sus primeros pinitos, hasta que tuvo la oportunidad de trabajar con el Joe, haciéndole coros. Luego estuvo con Juan Piña también haciendo coros. Después, el hombre abrió su propio camino y ya va para 30 años en la música.
 

CAMBIO: Alci, tu música es melancólica y está atravesada por duelos, prisiones y hasta muertes. La del Checo es alegría pura y Carnaval. ¿Cómo conviven esas dos temperaturas sonoras entre padre e hijo?
A. A.: 
Ah, no, eso es por la mamá. Para mí el Carnaval pocón, pocón. Eso le llega a él por el lado de Ruth: ella era muy alegre, bailadora, pero yo no, yo no. Yo toqué en muchos carnavales, pero terminaba y me iba directo a mi casa a dormir. Lo hacía porque era mi profesión, pero no para bailar. Soy poco bailador y mucho menos ahora que tengo problemas en las piernas. Checo toda la vida ha sido alegre. Como él dice en una canción: sacó de su mamá el baile y de su papá, la voz. Eso no es mentira.
 

CAMBIO: Mira que tu música suena mucho más en ferias del Eje Cafetero o de Medellín, que en el Carnaval de Barranquilla.
A. A.: 
Ajá, eso es así. Acabo de venir de la Feria de Cali. Estuve en tres sitios, cerramos en el Club Colombia: lleno total y la gente cantando feliz. En cuanto a Pereira, yo siento que es como un segundo hogar: primero Soledad y después Pereira.
 

CAMBIO: En esas regiones, tus canciones son la banda sonora de cantinas repletas y de coros ebrios cantando “La copa rota”. ¿Qué opinas de que tu música sea la que amenice jornadas de trago en Pereira mientras tú duermes sin tomarte una copa en Soledad?
A. A.: 
Yo digo que lo mío es un despecho sofisticado. Me siento agradecido con que la gente cante y sienta mi música. Pero no solo en esas regiones suena en las cantinas. Fíjate que yo en dos ocasiones tuve la oportunidad de cantar en el Palacio de Nariño, cuando era presidente César Gaviria, que es pereirano. Yo digo que mi patria chica es Pereira. Allá me quieren mucho, gente de todos los gustos se identifica con mis canciones. Así que yo te explico: es un despecho sofisticado, no es tan hiriente, tan cortante, tan doloroso.

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