
Las ventanas y las voces fue publicado en 1998 y ha recibido el elogio de la crítica tanto en España como en América Latina.
‘Las ventanas y las voces’: la última obra de Juan Carlos Botero
- Noticia relacionada:
- Literatura
- Libros
CAMBIO comparte un fragmento del libro 'Las ventanas y las voces', escrito por el novelista, abogado e investigador colombiano Juan Carlos Botero Zea. El libro explora, a través de siete relatos, las pasiones y oscuridades que mueven a los seres humanos.
Por: Redacción Cambio

La noche siguiente los dos jóvenes repitieron la excursión.
Y la siguiente.
Y la siguiente.
Cada vez tomaban un rumbo diferente, y se dedicaron a explorar pasadizos desconocidos, avenidas desiertas y calzadas sin nombre, metiéndose en antros y cafetines de mala muerte, y en bares de donde los sacaban a risotadas, y en otros donde sólo importaba que ellos pagaran sus cervezas, y así los dejaban beber sin hacerles preguntas y sin causarles problemas. Salían a la calle y se asomaban por las ventanas para espiar a las personas del primer piso de las casas, y observaban la silueta de la gente recortada en los apartamentos encendidos, y transitaban por las silenciosas cuadras de los sectores de las oficinas públicas.
Ante todo, caminaban. Caminaban mientras conversaban sin parar, y ni siquiera se preocupaban por averiguar en dónde estaban hasta que decidían que ya era hora de regresar a casa. Muy pronto se encontraron saliendo del vecindario donde vivían, atravesaron otros, subieron a los más altos de la montaña donde podían contemplar el reguero de luces de la ciudad destellante, y hasta recorrieron los barrios menos seguros y las peligrosas zonas de tolerancia. “En la calle pasan cosas”, diría Sebastián a menudo. Y Alejandro entendería hasta qué punto su amigo tenía razón, porque cada excursión traía sobresaltos y emociones, y casi siempre terminaban huyendo de una pandilla de rufianes, de otros muchachos pendencieros como ellos, o de agentes de la policía y de celadores de las áreas residenciales.
No obstante, para Alejandro lo mejor era su nuevo amigo. Por primera vez en su vida el niño experimentó la lealtad y la camaradería que nacían de enfrentar los mismos peligros, de sortear percances comunes, de vivir apuros compartidos y de poseer secretos confesados; cosas que unían más que la sangre porque ellos se habían escogido libremente. Se trataba, en efecto, de una auténtica amistad, una creación propia que sólo existía porque así lo habían decidido ellos dos, y se reforzaba con cada salida, con cada confidencia y con cada aventura.
Simultáneamente, Alejandro también descubrió la ciudad. Fue su escuela más fecunda, y gracias a su nuevo amigo él aprendió que el andén es un lugar casi sagrado, y que las mismas calles nunca son iguales, porque su aspecto y su actividad dependían de la hora del día, de la época del año y más que nada del azar, pues una vía cualquiera podía cambiar en un parpadeo; pasar de ser un lugar anodino y aburrido a un sitio animado y excitante, el escenario de dramas y hasta tragedias, y luego volver a su apariencia inofensiva. Disfrutaban sus travesuras y se reían a carcajadas con cada broma y con cada pilatuna que hacían. Y en medio de las andanzas tan divertidas y de los percances tan graciosos, Alejandro también conoció la otra cara de la ciudad, la más dura y atroz.
Una noche los niños se toparon con una redada de travestis. Incluso creyeron que la policía había retenido a un grupo de prostitutas. Sin embargo, al acercarse vieron que los vestidos cortos y ceñidos, los tacones altos y finos, las pelucas de colores y los rostros maquillados en exceso eran de hombres. “Maricas”, señaló un agente con desprecio. “Locas”, precisó otro en el mismo tono. La policía los tenía detenidos contra la pared de un callejón, y los travestis miraban al suelo y parpadeaban por las luces altas de dos furgonetas que iluminaban la escena. El jefe de la patrulla les pasó revista, burlándose y metiéndoles el bolillo entre las piernas, quitándoles las pelucas a manotazos. Los otros policías chiflaban y lanzaban risotadas y expresiones obscenas. Cuando el oficial llegó al último, el travesti le dijo: No me toque, o me corto. El policía se detuvo y esbozó una sonrisa perversa. ¿Cómo?, preguntó con sarcasmo, llevándose una mano a la oreja como si no hubiera escuchado bien, y en seguida puso la punta del bolillo debajo de la barbilla del travesti y le alzó la cara con brusquedad. El otro, ahora mirándolo con fijeza a los ojos, repitió: No me toque… o me corto. El oficial le plantó el bolillo en la garganta y lo apretó contra el muro. No oí bien, cariño, le susurró muy cerca del rostro, mientras el travesti sujetaba el bolillo con las manos de uñas largas y pintadas, tratando desesperado de apartárselo de la tráquea. Entonces repitió con dificultad, atragantado, pero sin quitarle los ojos de encima: No me toque, o me corto. ¡Maricón de mierda!, exclamó el oficial pegado a la cara pintarrajeada. ¿Me está amenazando?, y de una bofetada le tumbó la peluca. Los demás agentes soltaron carcajadas. No me toque… comenzó el travesti, cuando el oficial le descargó un bolillazo en el muslo. El travesti cayó de rodillas. Inclinado sobre él, dispuesto a molerlo a patadas, el policía rugió: ¿Quién se creyó, maricón de mierda? Asustados, los demás travestis robaban miradas de reojo, mientras los policías silbaban y azuzaban a su jefe. El travesti, con el rostro contraído en una mueca de dolor, se irguió lentamente, apoyado contra la pared sucia del callejón, y de pronto blandió una cuchilla de afeitar extraída del zapato. El policía retrocedió. Todos callaron. Bote eso o lo parto, maricón, ordenó el oficial y levantó el bolillo en alto. Pero antes de poderlo impedir el travesti se acuchilló la cara y los brazos mientras el policía gritaba: ¡¡No!! ¡¡No!!
Otra vez los niños llegaron a una casa de pensiones donde había una ambulancia detenida frente a la puerta, rodeada de un gentío que cuchicheaba, conmocionado. Al averiguar qué pasaba, les dijeron que un muchacho de veinte años se había pegado un balazo en la sien, y que lo único que le había comentado a su novia, quien dormía a su lado, era que por favor vendiera el revólver de su propiedad, el que aún sostenía aferrado en su mano de muerto, para costear su propio entierro.
Otra noche se encontraron caminando por una calle del centro, y al doblar una esquina de pronto chocaron de frente con una patrulla militar que marchaba en sentido contrario. Mientras los soldados revisaban sus documentos, les ordenaron a los niños que se tendieran boca abajo en el asfalto, con las piernas y los brazos abiertos, y así los retuvieron durante más de una hora, con la boca de un pesado fusil apoyada en la nuca de cada uno.
En otra ocasión, se sentaron en una taberna al lado de un soldado muy joven que les comentó que estaba de salida. El muchacho parecía alucinado, y contaba una y otra vez la historia de cómo se había escapado de morir a manos de la guerrilla. Lo habían capturado con ocho compañeros más, y después de siete días de marcha agotadora por la selva, los guerrilleros habían resuelto fusilarlos, puesto que faltaban días de paso forzado y no tenían suficientes provisiones para todos. Se detuvieron a orillas de un río turbulento. Decidieron ejecutar a los soldados en grupos de tres, con un balazo en la frente del primero de cada fila para ahorrar municiones, de suerte que a él le tocó de último. La cabeza de su mejor amigo le estalló en el rostro, pero la bala no le perforó la piel. Al verle la cara cubierta de sangre y sesos, lo creyeron un muerto más, y en la oscuridad lo arrojaron con los otros cadáveres a las aguas heladas del río. Gracias a que logró retener la respiración durante varios segundos, les había dicho, él estaba vivo contando el cuento.
Otra noche, muy tarde, se habían introducido a escondidas en una discoteca de mala fama. Estaban ocultos detrás de una columna cerca de la pista de baile, rodeados de parejas abrazadas y somnolientas, que bailaban casi por inercia, cuando de pronto estalló una balacera y dos hombres salieron por la puerta, dándose trompadas en medio de los gritos de la gente. Segundos después, escucharon un tiroteo en la calle y uno de los hombres regresó cargando al otro, abrazándolo como si fuera un muñeco de trapo, y procedió a dar vueltas con el cadáver en la pista, diciéndole fuerte al oído: “¡Ahora vas a bailar hijo de puta!”.
Así, de manera lenta e imperceptible, con el paso del tiempo Alejandro fue cambiando, y él mismo notó la evolución en su propio interior. “Uno es lo que ha visto”, le oirían decir a un anciano que hablaba en voz baja y con la mirada pensativa, evocadora. Y tras varios meses de recorrer la ciudad en compañía de Sebastián, era poco lo que los podía sorprender.
Una noche, sin embargo, ambos jóvenes se sorprendieron.
