Los límites de un imperio en crisis
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El escritor Pablo Montoya recrea, en primera persona, los pensamientos del emperador romano Marco Aurelio. Un libro que al mirar el pasado nos habla del presente y lo proyecta al futuro.
Por Jorge Eliécer Ordóñez (*)
Maravillosa, sobria, elegante. Fueron las tres palabras que escribí la noche del 18 de agosto de 2024, a las 11:30 p.m. una vez terminada su lectura. Años atrás había celebrado de forma similar esa saga de exilio llamada Lejos de Roma, cuyo tema es la diáspora y vicisitudes del poeta Ovidio.
Percibo una honda predilección del autor por los temas históricos, ese venero que nos permite ver e interpretar, como en un espejo, convexo y cóncavo a la vez, dadas las fisuras que dejan los eventos pretéritos y la perspectiva que pueden alcanzar nuestras miradas actuales. Igual, soy un asiduo devorador de crónicas, historias y cuanto género se les aproxime; así, vengo de Diario de a bordo de Cristóbal Colón, Primer viaje alrededor del mundo de Antonio Pigafetta, sin que me sean ajenas las memorias de escritores y poetas: Neruda, Alberti, Sábato, García Márquez. Claro, la historia como documento “verdadero” y las ficciones que se tejen a partir de ella con su aditamento de verosimilitud –que no de verdad- son en suma, atrayentes y tentadoras porque nos invitan a dialogar con seres que influyeron en el decurso de la cultura y la civilización. Jesucristo y Buda, Napoleón y Alejandro Magno, Moisés y Mahoma, César y Cleopatra siempre serán de buen recibo entre los lectores, al lado de Ulises y Sheherezada, Madame Bovary y Ana Karenina, Susana San Juan y Remedios la Bella. La frontera divisoria entre la realidad y la ficción, o mejor, entre la vida constatable y los mundos posibles, pareciera borrarse si nos atenemos al fino axioma: ¿Y cuántos de nosotros hemos existido menos que Don Quijote o Leopold Bloom?
Pablo Montoya lo tiene claro: la historia se nutre de fuentes primarias, confiables –a pesar de nuestro guiño reticente- de las que se alimenta el historiador, el sociólogo, y en cierta medida, el hermeneuta; en tanto que el aeda, narrador, trovador o poeta se sirven de los hechos y sus protagonistas para crear un fresco ficcional, donde el verosímil, hábilmente urdido, crea su propia realidad, diríamos en términos lingüísticos, su propio referente.
Hecha esta digresión, paso a decir que Marco Aurelio y los límites de Imperio está narrada en primera persona por el emperador estoico del siglo II D.C. Es la voz dominante y panorámica hacia la cual convergen las otras, quiero decir, las de narratarios (receptores intratextuales) que en breves momentos toman el hilo narrativo. “Yo, entre tanto debía encargarme de los movimientos internos de Roma”.
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Marco Aurelio somos todos, intentando a fuerza de estoicismo, leer, interpretar, hasta justificar, las acciones de los otros, por viles y equivocadas que parezcan.
Es tiempo de una gran peste, como también de levantamientos y sublevaciones en varias provincias del Imperio. Al asumir la dirección de Roma, una vez fallecido Antonino, el entorno para el novel jerarca no es halagador: inundaciones provocadas por el río Tiber, amenazas constantes de los bárbaros allende las fronteras, intento de usurpación de uno de sus generales: Avidio Casio. La gran deriva, gracias al timonel de esta barcaza de palabras, es volvernos contemporáneos de lo narrado. Me evoca a uno de nuestros poetas: “No estamos en otro tiempo/ el tiempo nunca fue otro/ somos los mismos griegos y romanos soñando/ los mismos árabes/ y demás orientales/ huyendo por el Nilo/ los mismos hombres de cobre/ insertos en fracciones cósmicas/ viajando en retorno hacia otros lugares/ del tiempo en los espejos// somos los mismos/ en distintos sueños” (Somos los mismos, Édgar Ruales, en La Palabra que nombra).
Un imperio en crisis es la constante en el orbe, como si fuera uno de los universales. La gran disyuntiva de Marco Antonio: ¿Cómo se asume frente a los suyos y a sus incontables contradictores? ¿Estadista, militar, filósofo estoico? Con sus juegos de lenguaje, desde la selección y combinación, Pablo Montoya logra matizar con equilibrio las tres facetas de su héroe. Tarea encomiable, casi imposible gobernar hacia dentro y hacia fuera de Roma, donde las conjuras palaciegas, la ambición desmedida hacia la entelequia del poder, los factores circundantes, de tipo bélico, religioso y hasta cotidiano, como el asunto de los gladiadores, se vuelven escollos onerosos. Tal como ahora, muy poco ha cambiado, ese es el as bajo la manga de Pablo Montoya: recrearnos el pasado invitándonos a pensar en nuestro presente proyectado al futuro. Tal como lo hiciera con Ovidio en su exilio. Ovidio somos todos los que alguna vez fuimos expulsados de lo que creíamos era el Paraíso. Marco Aurelio somos todos, intentando a fuerza de estoicismo, leer, interpretar, hasta justificar, las acciones de los otros, por viles y equivocadas que parezcan.
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El hombre más poderoso del mundo, en su momento, sabe de su responsabilidad y compromiso. Debe cultivar, con esmero, la sabiduría, el coraje, la justicia y la templanza, hojas del trébol enarbolado por los estoicos.
La muerte de un hombre nos disminuye pareciera pensar Marco Aurelio cuando debe cambiar los retozos de su amor otoñal con su concubina Desiderea por una nueva campaña militar. El comandante en jefe de las legiones romanas no puede anclarse en los placeres eróticos y bucólicos; se debe al pueblo, a los acuciosos e implacables senadores que rastrean hasta sus mínimos movimientos; pero ante todo, se debe a sus ancestros, se debe a sus maestros, los filósofos estoicos, y a sí mismo, como cabeza del mayor imperio conocido hasta entonces. Un pacifista declarado, por principios, entiende la encrucijada en que se encuentra: “…pero van a la guerra y entran en otra dinámica. Saquean, pillan, violan, devastan. Su objetivo, como bien lo explica Polibio, es espantar a la población que atacan. ¿Olvidaste lo que los soldados romanos hicieron bajo las órdenes de Escipión y Mummio, en Cartago y Corinto? ¿Y lo que hizo Julio César en su conquista de las Galias? ¿Y Germánico en Wetsfalia? Quemaron las ciudades y los pueblos. Degollaron a todos sus habitantes, sin miramientos por la edad y el sexo. Hasta descuartizaron a los perros y demás animales porque ellos también vivían allí. Y a los sobrevivientes los esclavizaron con un dulce rigor, es decir con un alto sentido de la humanidad. Y luego, por supuesto, les arrasaron los santuarios y se robaron las riquezas para traerlas a Roma. Todo amparado por una declaración de guerra autorizada por los dioses, o por la providencia, o por el senado. En general, esos jóvenes soldados asesinan defendiendo ideas que no entienden. Y aunque las entendieran, sabes que rechazo que alguien mate a otro amparado en cualquier principio. Ni por la patria, ni por los dioses, ni por, incluso, la legítima defensa. Por tal razón, y de esto no es la primera vez que hablamos, te he aconsejado no mancharte las manos con la sangre derramada de los otros”.
Cambiemos algunos nombres de personas y lugares y el texto se vuelve contemporáneo: Palestina, Ucrania, los verdes campos de Colombia; el dulce rigor y el alto sentido de la humanidad se convierten en irónicos oxímoros para evidenciar el peor desorden de la tradición histórica: la guerra, sus secuelas y fantasmas, sus monstruos devorando a sus propios hijos, como en esas pesadillas de Goya. Marco Aurelio, el humanista, el amoroso padre, el amigo leal, el vir bonus, por convicción estoica, camina en el laberinto de la duda, pero es el emperador de Roma, amenazada por todos los costados. La prosa impecable, por momentos, poética, de Montoya nos participa de esos estados complejos del espíritu.
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Marco Aurelio se debe al pueblo, a los acuciosos e implacables senadores que rastrean hasta sus mínimos movimientos. Pero ante todo, se debe a sus ancestros, se debe a sus maestros, los filósofos estoicos, y a sí mismo, como cabeza del mayor imperio conocido hasta entonces.
El hombre más poderoso del mundo, en su momento, sabe de su responsabilidad y compromiso. Debe cultivar, con esmero, la sabiduría, el coraje, la justicia y la templanza, hojas del trébol enarbolado por los estoicos. Nada fácil en un mundo degradado, con héroes demónicos, abandonados por los dioses -tal como hoy- para evocar a Lukacs. Mantenerse incólume en un nido de sierpes, soportar traiciones y maledicencias, la piedra en el zapato de la creciente y dogmática secta cristiana, el furor de un pueblo, con hambre y peste, que pide más pan y más circo, con gladiadores y fieras, además del asedio de los bárbaros de todas las pelambres. Tarea nada fácil, no de hombres, sino de ángeles, pensaría con sorna el escéptico Borges. Marco Aurelio, el hombre, viaja, se enferma, se enamora, llega a los confines, se refugia en Atenas, participa de los Misterios de Eleusis, buscando en ese rito de iniciación –herencia de una civilización agrícola- elementos que le ayuden a confirmar su liderazgo y ante todo, equilibrar su ser, escindido por tantas circunstancias e incertidumbres. Debe cumplir, como todos los participantes del rito, con dos condiciones: carecer de “culpas de sangre” (asesinato) y no ser bárbaro (no hablar griego). Corolario: sentía sus manos limpias y era un admirador vehemente de la cultura griega y se había formado, desde niño, con el conocimiento de la lengua helena.
Todo llega y todo pasa, nos ha recordado don Antonio Machado. Como si desde antaño, en una suerte de premonición inversa, se lo dictara al oído a Marco Aurelio, quien enfermo, fatigado, en un campamento militar en Sirmio, lejos de Roma, nos entrega uno de los monólogos más sobrecogedores, una vez enfrentado, de forma inexorable, a la niebla y el olvido. El médium es un hierofante contemporáneo: Pablo Montoya, quien cincela de forma magistral esa especie de alucinación thanática, con la presencia evanescente de tres mujeres –tres gracias- Domicia, la madre; Faustina, la esposa, y Desiderea, la concubina; además de Livio Tertulio, el viejo sabio, con quien ha sostenido una profunda conversación, plena de encuentros y desencuentros.
Las humanas, míseras palabras, cierran el círculo. Puestas en renglones, se convierten en un poema convencional:
…días en que hasta los pájaros
parecen rechazar nuestra presencia
la guerra me pesa como un fardo
y el velo de las glorias imperiales
se deshace como el humo
que se desprende de las fogatas
Todo inicia, se desarrolla, se termina
para ser luego pasto de olvido
sé que a mi cuerpo pronto lo devorará el fuego
la porción de tiempo que me correspondió
separador del nacimiento y la muerte
ha transcurrido como un espejismo
no distingo bien entre el sueño y la vigilia
quiero partir y no puedo
“cesen de matarse, hombres insensatos”
“vete adonde nace el sol que yo ya me estoy poniendo”
“Debo partir? pregunto
“Sí, puedes irte. Y hazlo con ánimo propicio”.
Límites del Imperio, pero igual, límites del ser, de la efímera vida, de nuestros actos cotidianos, al final, deleznables e insignificantes, cuando la Parca, entre la sombra y la niebla, acerque su mano, fría y huesuda, según el imaginario popular, a nuestro cuerpo fatigado de triunfos y fracasos.
Pablo Montoya
Marco Aurelio y los límites del Imperio
Ramdom House, Grupo Editorial, mayo de 2024.
(*) Poeta y ensayista colombiano.