
‘La vorágine’, 101 años de vigencia
Ópera 'La vorágine', del compositor brasilero João Guilherme Ripper, con dirección musical de Luiz Fernando Malherio, y escénica de Pedro Salazar.
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Amor, ecología, denuncia y aventura se combinan para que ‘La vorágine’ siga maravillando a miles de lectores después de un siglo de haber sido publicada.
Por: Manuel Nieto

Para muchos, un libro vive mientras haya gente que lo lea. En 1924 apareció la primera edición de La vorágine, la novela escrita por José Eustasio Rivera. En este 2025 cumple 101 años. ¿De qué está hecha La vorágine para mantenerse viva, para seguir estremeciendo, asombrando y enseñando? Digamos que tiene tres facetas, una literaria, una de denuncia y otra de ecología, de viaje maravilloso. Y para tejerlas, una historia de amor aventurero.
En Bogotá, Arturo Cova, un romántico, soñador de amores y aventuras, deshace el matrimonio forzado al que está destinada Alicia, una muchachita ingenua, conquistándola y creyendo que de inmediato la va a dejar, que será un amorío apenas, pero los dos se convierten en el objeto de caza del novio engañado y de la familia de ella que acusa a Cova de raptarla. Entonces, escapar con ella se convierte en su única opción. Cova le ofrece amor juvenil y aventura, huyendo por los llanos de Casanare hacia al suroriente, hacia el Vichada y más allá. Un viaje que día a día se hace más agreste. Luego de una estadía en La Maporita, una hacienda perdida en los llanos, cerca de Orocué, Alicia y otra mujer, Griselda, desaparecen en manos de un hombre desalmado.
Por supuesto, Arturo va en su búsqueda y ese propósito lo va metiendo en un mundo misterioso, duro y despiadado: la explotación del caucho por cuenta de la Casa Arana que se lleva a cabo mediante capataces traídos de alguna isla de las Antillas Británicas, quienes, a su vez, utilizan como esclavos a los indígenas de la región: Guahibos, Uitotos, Bora, Okaina, Muinanes, todos los que cayeran en sus redes, para obligarlos a explotar los árboles de caucho y cada uno entregar a diario un mínimo de 10 kilos de ese “oro blanco”, oro que por supuesto es su maldición. El que no cumpla con esa meta es azotado a latigazos, castigado con amputaciones, colgado durante días y noches en medio de la selva, quemado o, peor, sus mujeres son ultrajadas, raptadas, violadas y sus hijos asesinados. Ellos eran la fuerza laboral de la Casa Arana en La Chorrera, en medio de la selva del Putumayo, heredera de lo peor del estilo colonial.
La novela, con tono romántico y al tiempo modernista, describe este genocidio, esta barbarie, con un realismo que todavía le causa horror al lector. La selva donde todo esto sucede va cobrando vida a medida que la historia avanza y llega a sentirse como ese espíritu que los indígenas siempre han dicho que es.
En esos primeros años del siglo XX, la industria del primer mundo demandaba todo el caucho que se producía y aún más. Las cifras señalan que de esas selvas alcanzaron a salir, y venderse por supuesto, en un año 4.000 toneladas de caucho que debieron significar muchas fortunas. Y al tiempo, esos indicadores dicen que el genocidio que costó esta bonanza fue de entre 65.000 y 80.000 indígenas.
De nuevo surge la pregunta: ¿de dónde sacó Rivera la esencia de su historia de amor, aventura y barbarie?
José Eustasio Rivera nació en 1888, en el Huila, en la población de San Mateo, que desde 1943 se llama Rivera, en su honor. Estudió Derecho en la Universidad Nacional, en Bogotá, y por convertirse en abogado vivió dos experiencias: trabajar como empleado público y viajar a lo profundo del Llano, en Arauca, para atender un caso de la herencia de una hacienda. Tal vez fue su primer contacto con la región de la Orinoquia.
Luego, como secretario –abogado de la Comisión Limítrofe Colombo-venezolana, conoció la región fronteriza con la selva amazónica, donde es testigo de las condiciones de vida de los colonos y el abandono por parte del Estado. Poco tiempo después, desde Manaos, en el Amazonas brasileño, envió al Ministerio de Relaciones Exteriores sus denuncias sobre las injusticias y crímenes cometidos contra los colombianos en las fronteras. Para entonces ya lo había picado sin remedio el bicho de la selva. Y muy seguramente fue por el mismo tiempo que conoció la historia de Eugenio Robuchon, un explorador y fotógrafo francés que, por allá en 1904, fue contratado por la Casa Arana para que fuera a las selvas del Putumayo, entre el rio Caquetá y el Napo, a La Chorrera donde esa casa tenía su centro de trabajo. Pero al descubrir Robuchon la manera real de cómo se llevaba a cabo la explotación del caucho y las consecuencias atroces que tenía en las comunidades indígenas de la zona, lo puso en conocimiento de la prensa en Iquitos, Perú. Y luego desapareció. Los rumores decían que pudo caer en manos de indígenas caníbales o que pudo haber sido asesinado por sicarios de la Casa Arana por haber revelado la verdad de la explotación del caucho. Los que sabían de qué hablaban dijeron que, sin duda, a Eugenio Robuchon se lo devoró la manigua.
Hubo otro caso de denuncia hecho por un diplomático británico de origen irlandés, Roger Casement, quien informó y denunció ante su gobierno la barbarie causada por la fiebre del caucho en la Amazonia colombiana, ecuatoriana y peruana por la Casa Arana, entonces convertida en Peruvian Amazon Company, con capital británico pero presidida por Julio César Arana. A pesar de la denuncia, Arana nunca fue juzgado y, en cambio, además de su gran fortuna, tuvo una exitosa carrera política en su país, Perú. Esto también lo supo José Eustasio Rivera y sin duda sirvió de alimento de La vorágine.
Y es que ese período de, tal vez, cuatro décadas de duración, se pudo conocer como la fiebre del caucho, porque la industria mundial, y en particular la automovilística, demandaba cada día más caucho. El árbol, Heveas brasiliensis, es originario de estas selvas de la Amazonía y apenas era necesario 'sangrarlo', hacer en la corteza un corte en V y recoger ese líquido blanco que era su sangre, el látex. Era lo que hoy se llamaría extractivismo. Rivera también debió saber que Henry Ford quería hacer cultivos intensivos de caucho en el Amazonas brasilero y le escribió para contarle de la barbarie que estaba significando su explotación. Los cultivos no funcionaron porque la siembra de árboles a poca distancia unos de otros, facilitó la propagación de un hongo invencible y fatal.
De lo que seguramente no se enteró Rivera es que, en 1899, Joseph Conrad había escrito El corazón de las tinieblas, donde relataba algo que podía considerarse similar: las atrocidades cometidas por los colonizadores del Congo africano, enviados por Leopoldo II de Bélgica. De todos modos, fueron las fotos de Robuchon, el informe de Casement, las travesías del propio Rivera, y su sensibilidad y su conciencia, los factores que desataron la novela, o fueron el caldo en el que se cocinó.
En 2009, 85 años después de publicada La vorágine, el Estado colombiano le reconoció a las comunidades indígenas la propiedad de sus tierras ancestrales dentro de las que se incluye La Chorrera, tierras en las que, para su mala suerte, no han cesado las bonanzas. Primero fue la de la quina, luego el caucho, más tarde la coca convertida en cocaína, y después la minería ilegal. ¿Seguirá el coltán?

En lo relatado acá están las razones por las que La vorágine sigue viva, leyéndose y transformándose. En 1925, José Eustasio Rivera fue a Nueva York a buscar dos cosas: que se tradujera al inglés la novela y a vender los derechos para que se convirtiera en cine. No logró ninguna de las dos y murió, de manera que todavía sigue siendo un tanto extraña. Se dijo entonces que pudo haber sido a causa de una fiebre tropical de la que, por supuesto, se contagió en la selva. Solo hasta 1949 el director de cine mexicano Miguel Zacarías la convirtió en película.
En Colombia se ha hecho en televisión más de una vez. Lisandro Duque la dirigió como miniserie en 1991. Mapa Teatro, en octubre de 2024, bajo la dirección de Rolf Abderhalden, con una sensible propuesta escénica que dejó huella, la convirtió en una pieza teatral llamada La vorágine más allá. Y Resplandor Editorial adaptó la historia al cómic.
Para terminar, pero solo momentáneamente, el Teatro Colón de Bogotá, en coproducción con la Compañía Estable, la presentó en versión de ópera. Un estreno mundial del compositor brasilero João Guilherme Ripper, con dirección musical de Luiz Fernando Malherio, y escénica de Pedro Salazar.
Sin lugar a dudas, La vorágine está tan viva como hace un siglo y aún más. Y como la selva, que cada vez que se le observa se le descubre algo más, nuevo e inesperado.
