Memorias de un macroeconomista que se volvió escritor
10 Mayo 2025 12:05 pm

Memorias de un macroeconomista que se volvió escritor

Margarita Uricoechea (María Bonita) y Alejandro López, su esposo, durante un viaje a la India.

Crédito: Archivo particular.

Después de haber sido un juicioso funcionario en instancias como el Banco de la República y el Fondo Monetario Internacional, Alejandro López pudo cumplir un sueño que traía desde niño: escribir. En apenas dos años ha publicado tres libros. Su autobiografía ‘¡Ay, mamá, yo sé’ es el último de ellos. CAMBIO reproduce uno de sus capítulos.

Por: Redacción Cambio

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¡Ay, mamá, yo sé! es una autobiografía de Alejandro López, un economista que, al jubilarse, decidió dedicarse a la escritura y en dos años ya ha publicado tres libros. El año pasado lanzó Pedales, picos y posturas, un tríptico de crónicas sobre un viaje en bicicleta a través de Europa, sus caminatas en el Himalaya y su experiencia con el yoga, y hace un mes publicó el libro de cuentos Rumbo al territorio de los dioses.
Como economista, López trabajó en el Banco de la República en Colombia y en el Fondo Monetario Internacional (FMI) en Washington, donde vive en la actualidad. Su trabajo lo llevó a viajar a varios lugares del mundo. CAMBIO reproduce uno de los capítulos del libro.

Libro
***

XXII


Aunque le duela a mi mamá donde quiera que esté, la verdad es que a mí con Pastrana no me fue tan mal. Incluso, volví a nacer en ese agosto en que él se posesionó. Sí. Durante mi estadía en Bogotá hice unas sesiones de bardo con el doctor Lee, muy admirado por Beatriz. El bardo es un estado de transición entre la muerte y volver a nacer. El doctor Lee me llevó allá.

En preparación para volver a nacer hice una dieta de líquidos de una semana y no tomé ni una gota de alcohol. Durante las sesiones para llegar al bardo, todo empezaba con mucha hiperventilación. Después de un rato, uno gritaba:

—¡Quiero nacer, quiero nacer!

Entonces salía del vientre de la mamá de turno y nacía y nacía sin parar. Entre nacimiento y nacimiento era posible ver una clara luz de gran intensidad y una felicidad inexpresable, infinitamente superior a cualquier estado experimentado bajo la forma corporal. A su manera, fue una experiencia semejante a la que tuve con los hongos y el LSD.

El bardo entre la muerte y volver a nacer es una gran oportunidad para alcanzar la iluminación. Yo desaproveché la ocasión. A los pocos días de estar tan cerca del cielo me tocó regresar a Washington y volver a ganarme la vida siendo empleado del FMI. Al decidir quedarme en esa institución cuando me contaron que ahora era un trabajador de planta permanente, me tocó pagarle al Banco Central la plata que le debía por haber financiado mis estudios en Inglaterra. Parte pequeña del dinero la saqué de la venta de la finca de Fómeque. Nuestro terruño se lo vendimos a un precio muy módico al hijo de la campesina a quien le habíamos comprado la finca hacía un lustro. También vendimos el palomar.

El último año y medio del siglo XX fue de gran intensidad. En mi trabajo con Enzo escribí un artículo sobre flujos de capital, un tema que estaba de moda y me lo publicaron en un pasquín de mi institución. Además de los cursos que dicté en Washington, me tocó dar clases en Buenos Aires y Bangkok. También estuve en Uganda en dos ocasiones y formé parte del equipo que negoció un programa con ese país para mantener la estabilidad macroeconómica y reducir la pobreza.

Lo de la reducción de la pobreza se lo dejé bien en claro a mi mamá. Ella no podía creer que en mi oficina se preocuparan por los pobres, pero al final la convencí de que allá todos éramos unos santos de talante liberal. Así, cuando estuve de visita en el verano, ella toda orgullosa le dijo a un taxista:

—Mi hijo trabaja en el FMI.
Al bajarme del carro la regañé:

—¡Mamá, no le diga esas cosas a todo el mundo pues la opinión generalizada es que en mi institución todos somos capitalistas malvados y le tenemos vendida el alma a Lucifer!

Ella guardó silencio como aceptando su indiscreción.

En mi casa los niños seguían creciendo sin parar. María Bonita era una mamá pata con sus tres paticos corriendo de un lado para el otro. La corredera fue en parte nuestra culpa porque los tres estudiaron en colegios distintos y la mamá era la chofer. Además, los paticos participaban en miles de actividades extracurriculares: estudiaban piano, flauta y guitarra; practicaban equitación y karate; navegaban en veleros en el verano y jugaban fútbol todos los sábados. María Bonita montaba en bicicleta y los fines de semana salíamos todos por las ciclovías, con Rodrigo y Julián llevados en un remolque.

India

En esos días nunca se nos ocurrió que en un futuro los niños se volverían grandes y se nos irían a otras tierras, así como yo me había ido lejos de mi mamá y ella de mi abuela. Y es que los papás jóvenes creen que el tiempo no pasa, que nunca llegará el día en que sus hijos no los vean como a un dios, que le pongan peros a la forma como los criaron y que sientan que ellos sí saben lo que es ser un buen papá.

El fútbol se volvió un tema delicado en mi casa por un tiempo. Mis dos hijos mayores eran pésimos futbolistas, en especial Rodrigo, que se ponía a ver las flores y las mariposas cuando le iban a meter un gol. María Bonita decía que todo era mi culpa por no enseñarles a jugar y yo le respondía que ser buen futbolista era un don natural. Ella se quedó callada cuando nació Julián. Desde que empezó a dar sus primeros pasos, el Benjamín de la familia nunca se despegó de un balón. Su innato talento se extendía a todo deporte que tuviera pelotas. Cuando yo llegaba de la oficina, me obligaba a jugar durante horas, bien fuera para que lo entrenara como portero y delantero de fútbol o como receptor o lanzador de la pelota caliente.

Para que mi mamá se convenciera de que yo era de izquierda a pesar de ser del FMI, a finales del verano que murió mi tío Mario me fui a Cuba con mi familia. Allá pasamos diez días oyendo música guajira y yo fumé tabaco para sentirme como el Che. María Bonita le compró a Julián una camiseta que decía I love Cuba. Años después, a él lo invitaron a la casa del vicepresidente Dick Cheney, en ese momento ídolo de la derecha gringa. La nieta del vicepresidente era compañera de Julián en el colegio y su cumpleaños se lo iba a celebrar Dick en su mansión. María Bonita le puso la camiseta de I love Cuba a su hijo para celebrar la ocasión y le aconsejó:
—Si te dicen algo en la casa del vicepresidente, di que tu abuela paterna es amante de Fidel.

Para celebrar la llegada del nuevo siglo nos fuimos a Los Ángeles donde Adelaida y Andy. Ellos vivían allá hacía diez años desde que a Adelaida le ofrecieron un puesto de profesora titular en una universidad de la ciudad, la mismísima en la que el presidente Obama empezó a estudiar. Antes de que llegara mi mamá para la Navidad, Andy y Adelaida nos invitaron al Valle de la Muerte, un parque nacional, a cuatro horas de Los Ángeles, donde se registran unas de las temperaturas constantes más altas del planeta.

Los niños no conocían a Andy. María Bonita y yo lo habíamos visto por última vez hacía más de diez años, en el verano en que tuve el viaje con LSD. Mis hijos se hicieron íntimos del tío apenas lo vieron. Además, les encantaban las historias de brujas y duendes que les contaba Adelaida antes de dormir. Todo les pareció un sueño, incluido el coyote bebé que vieron en un parqueadero, las madrugadas a contemplar el amanecer y los juegos en la piscina del hotel.

Cuando mi mamá llegó a Los Ángeles diez días antes de la Navidad, los nietos la bombardearon con las historias que recién habían vivido con los tíos. Después de mucho rogarle, la convencieron de que nos acompañara a Disneylandia y viera El Mundo de la Fantasía, la Casa del Miedo, el Crucero de la Jungla y Este Pequeño Mundo. En ese tiempo Rafael ya tenía ocho años y medio y su mayor interés eran las atracciones de emociones intensas. Entonces él y yo nos desaparecíamos por horas para hacer las eternas colas de las diferentes montañas rusas. En una de ellas le compré una espada de Star Wars. Esa noche, en la casa de Adelaida, Julián tomó la espada en sus manos, la movió de lado a lado y gritó:

—Ta wa.

Esas fueron las primeras palabras que dijo en su vida, antes que “papá” o “mamá”. Tenía dos años y medio.

López
La familia en una reciente visita a Bogotá este año. De izquierda a derecha Rodrigo, Rafael, Alejandro, Margarita (María Bonita) y Julián

Adelaida y Andy nos atendieron en esas vacaciones como si fuéramos de la realeza. Para mí fue una sorpresa que Los Ángeles fuera tan agradable. Me gustaron sus montañas, el mar, las palmeras, el ambiente latino y los restaurantes mexicanos. Pasamos tan contentos que seguiríamos yendo con frecuencia. Cada vez nos sentiríamos más a gusto. Casi siempre que íbamos estaba mi mamá. Con ella nos gustaba ir a los museos y salíamos a hacer diferentes caminatas entre bosques y montañas con vista al mar. Al terminar las vacaciones de fin de siglo, Adelaida y Andy quedaron aburridos con el vacío que dejaron los sobrinos. A partir de ahí, Andy dejó de ser el tío invisible y ya nunca volvió a desaparecer.

Los primeros cuatro años del siglo XXI fueron de los períodos en los que pasé más tiempo fuera de casa debido a mis viajes de trabajo. Apenas llegué de Los Ángeles cambié de posición y empecé a trabajar en el departamento encargado de monitorear las economías asiáticas. Ahí, mi primer puesto fue ser el economista encargado de Timor Oriental, cuya economía e infraestructura estaban destrozadas después de una campaña de violencia iniciada por fuerzas paramilitares proindonesias. Después de dos años en esa posición, formé parte del equipo de Camboya, país que en ese entonces tenía un programa con el FMI semejante a aquel en el que trabajé en Uganda.

En otras palabras, estos dos trabajos le dieron material a mi mamá para proponer izar la bandera del FMI en frente de su edificio y gritar por altoparlante:

—¡Abajo las políticas del gobierno de Andresito, el delfín, que causan crisis financieras y perjudican a los pobres del país!

Durante los años que trabajé en Timor Oriental llegaron tres personajes a la casa. La primera fue Nelly, una camioneta Volkswagen de color blanco a la que se le subía el techo para poder dormir allá arriba. Nelly era adolescente, había nacido a finales de los años ochenta y mis hijos la querían un montón. Ella tenía una personalidad espectacular y, cuando yo aparecí por Washington, hicimos un par de viajes a estados cercanos para usarla como casa ambulante. La segunda en llegar fue Molly, una terrier irlandesa. Y el tercer personaje fue Mambo, un gato bengalí. Molly y Mambo fueron miembros integrales de la familia por casi quince años y se querían como novios recién enamorados.

Cuando Molly llegó a la casa, yo estaba en Timor Oriental. Después de más de un mes de ausencia, yo quería conocerla. Cuando aterricé en Estados Unidos, era víspera del día de Acción de Gracias. María Bonita y los niños me fueron a recoger al aeropuerto. Apenas los saludé, les pregunté:

—¿Y Molly dónde está?

—En el hospital —‌respondió Rodrigo.

Me pareció un chiste, pero era verdad. El día anterior la habían dejado sola en el jardín, ella se tiró desde un muro de metro y medio de altura y se partió la pata de atrás. La vine a conocer dos días después, toda malherida y cojeando con dolor. Con el correr de los meses, Molly se mejoró, pero, ya de vieja, su pata de atrás le volvería a molestar. Con esta experiencia aprendí que no se podía dejar a María Bonita sola con las mascotas, dado que primero se antoja de ellas y luego ni las voltea a mirar.

A medida que el gobierno de Pastrana llegaba a su fin, a mí me dio el antojo de volverme a Colombia. A María Bonita la idea no le gustaba para nada, pero entre bambalinas hice movimientos para regresar. Si me llegaba a resultar una chanfa, yo estaba listo para decir como el Bojote:

—Qué vergüenza, pero yo soy inocente: todo fue a mis espaldas.

Yo hacía años me había intentado acercar al Gran Señor Álvaro Uribe Vélez. Mi primo Santiago me suplicaba:

—No sea cretino, ese señor es amigo de los paracos y se hizo el de la vista gorda con Pablo Escobar cuando fue director de la Aeronáutica Civil.

Sin embargo, yo tenía ganas de poder. Además, aún pensaba que el éxito en la vida dependía de ser ministro de Hacienda y de aparecer en televisión, así dejara las finanzas públicas igual o peor a como las encontrara, vicio tan común en los ministros de esa rama. Entonces, con objeto de lograr mi realización profesional, conseguí la dirección del tocayo de mi papá, le escribí y él me respondió.

Con el Gran Señor quedamos en que yo le colaboraría en un par de cositas. Cuando me encontraba en Timor Oriental, él estaba empezando su candidatura y le ayudé a hacer unas correcciones muy menores a unos de sus discursos. Él me tomó un poco más de confianza en el momento en que supo que yo era el yerno de Cristina, pues ella y su esposo Juan Francisco le dieron unos pocos pesos para la campaña. Un día el Gran Señor pasó por Washington, me llamó sin que yo supiera que él andaba por la ciudad, me cayó en la oficina y lo invité a cenar a la casa sin avisarle a María Bonita. Ella se sorprendió con la visita y a las carreras improvisó un pollo. El ave quedó cruda pero el Gran Señor se la comió, dijo que estaba rica y me pidió que le ayudara a conseguir gente para su equipo económico.

Con esa tarea entre las manos cuando fui a Bogotá durante las vacaciones, llamé a viejos amigos a ver si les interesaba ayudar al candidato de Primero Colombia. Unos dijeron que ni por el carajo, otros dijeron que sí. Los más entusiasmados fueron Carrasquilla y Steiner, que en ese entonces eran los chachos en la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes. Entonces yo los puse en contacto con mi suegra y ella los enlazó con el Gran Señor. Cuando él ganó las elecciones, a Carrasquilla lo nombraron viceministro de Hacienda y poco después se volvería el ministro. A Steiner lo nombraron como representante de Colombia en el FMI, puesto en el cual yo había mostrado interés.

Con el transcurso de los meses me di cuenta de que nadie me llamaría a trabajar en el Gobierno. En un principio eso me dio duro, pues yo quería volver al país. Al mismo tiempo, lo bueno fue que no me tocó lidiar con la furia de María Bonita, que sin duda habría explotado si, por mi culpa, hubiéramos tenido que despedirnos de las comodidades del imperio. Además, con el correr de los años le di gracias a mi papá que desde el cielo evitó que yo me metiera en semejante berenjenal de gobierno. Dada mi ingenuidad y todas las cosas que pasaron en esa y en otras administraciones, no habría sido raro que yo hubiera terminado en la cárcel o con mi patrimonio embargado como tantos colombianos más que terminan pagando el pato en lugar de sus jefes y de los pícaros de verdad.

El golpe inicial de que no me ofrecieran nada lo compensó ver el Mundial de Japón y Corea con Felipe, Catalina y sus hijos. Ese verano la pasamos bomba en mi casa, la cual se convirtió en todo un jardín infantil casi tan sabroso como el Arca de Noé, la escuela que habían fundado Catalina y Felipe años atrás. En esas vacaciones, Rodrigo tuvo de ñapa una visita a Nueva York cuando Felipe y su familia lo invitaron a pasar unos días con ellos.

Aunque yo cerraría la página agridulce de mi fugaz relación con el Gran Señor, mi mamá nunca le perdonó que no me tuviera en cuenta para salvar el país. A medida que pasaban los años, mi mamá comenzó a sentir una total animadversión por el señor presidente, en especial cuando se reunía con mi primo Santiago a despotricar de los beneficios que recibían sus hijos y los ricos y de los asesinatos de lesa humanidad que empezaron a suceder. Entonces me decía:

—Yo sí es que soy muy pendeja que me dejé convencer de usted de votar por ese tipo amigo de los paracos y vendido a los intereses del gran capital.

Después del pistoletazo que me hizo el gobierno del Gran Señor, empecé a trabajar con Camboya. En esa posición estuve dos años. Hubo cosas que gocé y una que no: tener que soportar a un jefe de Corea del Sur que era buena persona pero que tenía una gran habilidad para hacerlo sentir a uno un pésimo profesional. Las cosas que me gustaron fueron muchas, entre ellas la relación con las contrapartes del Ministerio de Hacienda y del Banco Central, que eran sencillas, amigables y abiertas a aceptar las sugerencias que les dábamos.

Lo más espectacular de las idas a Camboya era el ambiente de Phnom Penh, el caos de las motos en las calles y las barcazas que navegaban por el río Mekong. Además, como fui ocho veces al país en esos dos años que trabajé ahí, aproveché para conocer a Angkor Wat y paré varias veces en Luang Prabang, Hanói y Ho Chi Minh. En Vietnam me encantaban los masajes, incluidos los de mala reputación.

Una de las pocas cosas buenas que tuvo mi jefe coreano fue que gracias a su sugerencia cambiamos de colegio a Julián. Lo pusimos en uno que quedaba en Virginia; de ahí se graduó. En su primera semana de clases hubo un problemita aburrido por culpa de María Bonita. Al colegio tocaba llevar lonchera. Ella le consiguió una con imágenes de la película Kill Bill, la de Quentin Tarantino. A la semana nos llegó una circular regañándonos y prohibiendo que Julián volviera a aparecer con esa lonchera.

No poder llevar esa lonchera fue un gran golpe para Julián, pues a sus cinco años ya era fanático de Kill Bill. Y es que pocas semanas antes, María Bonita insistió en que fuéramos con los niños a ver esa película en el cine. En aquella ocasión empezó a quedar claro cuál era la personalidad de cada uno: mientras a Rafael y a Julián la película les encantó, Rodrigo empezó a llorar a los dos minutos; me tocó sacarlo del teatro y ver una película apropiada para niños de su edad.

Cuando le conté esta historia a mi mamá, me regañó:

—¡Mijo, usted y María Bonita son un desastre, así no se educa a los hijos, hágame el favor!
Y yo le respondí:

—¡Ay, mamá, yo sé!

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