‘Si nunca hubiera sucedido mi infancia en Cali yo estaría ante una tremenda tristeza’: Gonzalo Mallarino
Gonzalo Mallarino Flórez en 2009, cuando publicó por primera vez ' Santa Rita'.
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La infancia en Cali de Gonzalo Mallarino Flórez, tan feliz como lejana, es la base de esta novela hecha de recuerdos pero que es lo menos parecida a una autobiografía o a un libro de memorias.
Por: Eduardo Arias
En 2009 Gonzalo Mallarino Flórez publicó Santa Rita, una novela en la que su protagonista es un niño, Antonio, alter ego del autor, quien vivió diez años de su infancia en Cali, en el barrio Santa Rita. Esta obra acaba de ser reeditada y 15 años después de su publicación mantiene intacta su frescura. En esta novela Mallarino recoge los momentos y sensaciones que marcaron su infancia en una ciudad tan diferente a la Bogotá de la que venía y a la que luego regresó.
Poeta y narrador, Mallarino nació en Bogotá, en 1958. Estudió economía y desde muy joven se dedicó a la poesía. Carmina, su primer poemario, al que siguieron Los llantos (1988), La ventana profunda (1995), La tarde, las tardes (2000) y Vara de buscar agua y Nueve retratos (2006). Como novelista debutó en 2003 con Según la costumbre. Dos años más tarde publicó Delante de ellas y en 2006 apareció Los otros y Adelaida, que conforman la Trilogía Bogotá. Otras de sus novelas son La intriga del lapislázuli, de 2011 y la Trilogía de las Mujeres, que conforman las obras Canción de dos mujeres, Matrimonio y Parque El Virrey. CAMBIO habló con Gonzalo Mallarino acdrca de su novela Santa Rita.
CAMBIO: ¿Por qué decidió novelar su infancia en Cali
Gonzalo Mallarino Flórez: Porque a medida que van pasando los años a mí me ha dado la angustia de olvidar. Como si las cosas que se olvidaran no hubieran existido nunca. Yo no quisiera perder esa infancia de Cali que fue intensamente feliz. La vida que hago ahora que empiezo a envejecer es una forma de recordar cosas que me dan una intensa felicidad. Entonces en buena medida ‘Santa Rita’ está hecha para ponerla a salvo del olvido, como si el olvido fuera la muerte misma. Si nunca hubiera sucedido mi infancia en Cali yo estaría ante una tremenda tristeza y una tremenda perdida. Desde el punto de vista más elemental y biográfico, yo salía de casi ocho años de la trilogía Bogotá, unas novelas muy bravas de escribir, que me dejaron un conjunto de heridas y de melancolías. Entonces me saneó un poco y encontré un poco de solaz.
CAMBIO: ¿En Santa Rita qué tanto es real y qué tanto es ficción?
G. M. F: El material de Santa Rita es mi infancia en Cali pero evidentemente hay que cumplir con los lectores, hacer formalmente el esfuerzo de construir una novela que empiece, que se desarrolle, que termine y que tenga unos personajes. Ese es el trato con los lectores, lo cual quiere decir que Antonio, el niño que está narrando y que vendría a ser yo, es un personaje creado artificiosamente para que sea quien narre una novela que dura 160 páginas.
CAMBIO: ¿Cómo forjó ese personaje que es usted y a la vez no lo es?
G. M. F: Había que construir un personaje que es ese niño un poco hipersensible, con los poros de la piel muy abiertos, con una sensibilidad muy exacerbada, que toma notas. Como yo, las toma porque le da la angustia de que se le olviden las cosas, que se le olviden los rayos del sol entrando por entre los árboles, que se le olvide la cara de Jimena, la niña de la que medio se enamora a los diez años, que se le olvide el calor, el canto de las chicharras, las frutas que comía, el almíbar que rodaba por entre sus manitos. Todas esas cosas el niño las quiere preservar. Entonces el material de la novela es mi infancia pero tiene la construcción de un personaje para que pueda narrar y el lector esté a gusto y esté tranquilo.
CAMBIO: ¿De qué otros artificios, como usted los llama, tuvo que echar mano?
G. M. F: El otro artificio es empacar 10 años de infancia en un solo año. Eso le dio una extraordinaria intensidad. Todo lo que pasa es un poco pueril, sin importancia y doméstico, pero es terriblemente importante en la vida de los niños. Es la visión de un niño de 10 años, donde están el asombro, la magia, lo inexplicable, donde está una tremenda ilusión por las cosas y por las personas y por los días. Y también hay miedo, hay dolor, hay soledad, pero siempre en el mundo lingüístico de los niños.
CAMBIO: ¿Cómo lo marcó a usted esa infancia en Cali, qué tan caleño se sientye usted?
G. M. F: Me siento tremendamente caleño. Hace poco estuve en Cali tres días, volví a hacer la peregrinación a Santa Rita, estuve con mi hermana que vive allá y Cali sigue siendo de un inmenso misterio y de una inmensa felicidad para mí. Lo que pasa es que cuando termina la infancia, cuando se acaba la tierra caliente y yo me vengo para Bogotá, se supone que ya he dejado de ser niño. En Bogotá yo empecé a sentirme muy bien. A mí me gusta inmensamente Bogotá y poco a poco fui descubriendo el olor de los pinos, la neblina en Monserrate, cierto sol de los sábados por la mañana, los antepatios, ciertas cosas de Bogotá que tenía en el inconsciente empezaron a hacerme sentir que llegué a un lugar que no me era ajeno para nada. Yo además llegué a un mundo intensamente feliz que era el Gimnasio Moderno, la niñez en el colegio, los amigos que aún hoy tengo después de 60 años, los tres amigos que quiero tanto.
CAMBIO. ¿Ese cambio de tierra caliente al frío bogotano cómo lo marcó?
G. M. F: Con la tierra fría apareció una manera de relacionarme, una forma del silencio, de la melancolía, de cierta distancia y cosa ajena de los bogotanos que yo también tenía y que empezó a gustarme muchísimo. Cali se fue yendo a un lugar mucho más de los sueños, del ejercicio que hace uno para dormirse todas las noches frente a una una cosa que está cada vez más lejos en el tiempo pero muy intensa en los sueños y en la sensación de haber sentido una gran felicidad. Lo que pasa es que eran unas horas y unos momentos en los que uno no se daba cuenta que eso no era gratis. No sabemos cuando chiquitos y somos tan felices que estamos construyendo poquito a poquito con palillitos la tremenda nostalgia que se va a venir en la vejez. Y ese ejercicio pasa por Cali, claro que sí.
CAMBIO: Debe ser un gran reto escribir con la voz de un niño. ¿Por qué tomó esa decisión?
G. M. F: Fue muy difícil encontrar una voz que le sirviera al lector para trabajar 160 páginas. Eso tiene su dificultad porque aguantar todas esas páginas con las limitaciones que puede tener el lenguaje y el mundo lingüístico de un niño no es tan fácil. Además, en mi caso se da una especie de esquizofrenia muy rara. Yo siempre he escrito en primera persona y como mujer. Eso ha sido un ejercicio inconsciente muy extraño y de gran profundidad.
CAMBIO: Explíquenos un poco más cómo ha logrado escribir como si fuera una mujer.
G. M. F: Para construir a Raquel, a Alicia, a Noemí, a Adelaida, a Adriana, a Malela y a Lucía, todas mis heroínas, estuve mucho tiempo buscando esa voz entre las tripas, entre las vísceras, hasta que llegó. Cuando nace la voz empieza a existir la posibilidad de que aparezca una novela. Esa búsqueda de la voz es probablemente la gran pregunta de la literatura. Cómo se encuentra la voz, el tono, la tonalidad, la tesitura de la voz para narrar, quién va a narrar y en qué circunstancias. En mi caso es este desdoblamiento tan extraño de escribir siempre en primera persona en la voz de mis heroínas.
CAMBIO: ¿Y para encontrar la voz del niño cómo hizo? ¿Fue un proceso diferente?
G.M. F: Con Antonio no fue distinto. Me demoré muchísimo hasta que encontré una forma sencilla, casi esencial y básica de narrar muchos episodios. Que tuviera alguna relación con lo poético, con lo sonoro, con lo sensorial. Este es un niño que siente cosas y lo va diciendo. Tiene la manía de querer explicar y definir las cosas, lo que le da también entrada a otras voces y a otras formas de sentir y de percibir la realidad inmediata de los chiquitos, que sobre todo en la tierra caliente es todo piel, poros abiertos y sensaciones. No aparecen ni intervienen los adultos. Entonces esa construcción tomó tiempo hasta que di con ese lenguaje que pudiera ser acompañado por la sonoridades y las imágenes de las sensaciones y lo poético, sin que hubiera una posición estetizante, que es inconcebible para un niño. No se puede meter una voz adulta ahí que altere y que adultere ese mundo lingüístico que acordamos tener entre el lector y yo desde el primer renglón, que es el mundo de los niños que miran y que sienten pero que no hacen raciocinios y ni ejercen juicios.
CAMBIO: ¿Cómo era esa vida en Cali?
G. M. F: La vida familiar pasaba mucho por la calle y la sensación de compañía. Evidentemente había un mundo de lo privado a partir de de cierto momento, de la puerta de la casa hacia adentro. Pero la vida era colectiva, comunitaria, la vida era entre todos los de la cuadra. Esa Colombia era así en todos los barrios de clase media donde nosotros vivimos y nos educamos, y eso hacía de la vida algo muy particular que ahora se perdió, que se reemplazó por tapias muy altas, cámaras de seguridad, celadores armados. Todo eso se perdió, yo no sé si para bien o para mal, no me interesa hacer un juicio. La vida sencilla de la cuadra y de la presencia intensísima en la vida de uno de los otros niños, de las otras mamás, de los otros seres humanos que poblaban las otras casas era un asunto de todos los días y era enormemente natural, quedaba una sensación de lo comunitario que era muy bonita y muy intensa.
CAMBIO: ¿Y cómo se adaptó a esa caleñidad una familia llegada de Bogotá como la de ustedes?
G. M. F: Mi papá tuvo un gran encuentro con la fiesta y la celebración. De hecho nosotros tuvimos que devolvernos para Bogotá sobre todo para que mi papá no siguiera tomando trago porque no le aguantaba el ritmo a los caleños. Un amigo le dijo: ‘Te tenés que ir para Bogotá’. La celebración, la parranda y la fiesta donde el vecino que puso una piscina es un aspecto de lo colectivo que no es propiamente provechoso. Pero en el caso de un niño de 10 años todo en una inmensa felicidad. A mí me sacaban desde chiquito a los tres años en calzoncillos al patio del frente de la casa, bajo el solecito y la brisa deliciosa y yo no me acordaba de nada más. Me alzaba una de las nodrizas negras, me entregaba a otra nodriza o a una mamá, me daban jugos, mangos, sandías, me daban besos y en algún momento a las 6 de la tarde, totalmente dormido, alguien me devolvía la casa y me acostaban. Entonces yo estaba en los brazos de los vecinos. Eso era una cosa muy particular de la Colombia de entonces que se ha perdido.