¿Para qué les sirve el oído absoluto si no saben escuchar?
Crédito: Cortesía Fundación Batuta
Un experto educación musical, ex miembro del ministerio de Cultura, escribe sobre los reparos al proyecto de formación musical que propone el gobierno de Gustavo Petro.
Por: Eliécer Arenas Monsalve*
El deseo del Gobierno de desarrollar una política musical basada en la experiencia de “El Sistema” venezolano, que tiene como centro la música sinfónica, amenaza el sano equilibrio entre las prácticas musicales, jerarquiza los formatos, es inequitativa y miope. El problema no es que sea sinfónica, sino que además sea afónica, una política en la brillan por su ausencia las voces de los actores principales de uno de los ecosistemas musicales más ricos del mundo.
Hay que decirlo: la preocupación del nuevo Gobierno por llevar la educación musical a la escuela es destacable y su esfuerzo por dotar con un presupuesto sin precedentes la generalización de la práctica y el disfrute de la música, una gran noticia.
Apoyar la práctica artística y cultural de mayor arraigo, impacto y aceptación en todos los estratos sociales y todas las regiones del país y el más querido y reconocido de los lenguajes artísticos es un acto de justicia con la música, con los músicos y con la ciudadanía.
Lo que resulta francamente un desatino es que una idea surgida de la imaginación de un funcionario, en este caso de Jorge Zorro, viceministro de la Economía Cultural y Creativa, por interesante o brillante que sea, se convierta de un plumazo en el estandarte de la política musical del país sin un debate amplio con el sector que, por su complejidad, comprende actores de todas las regiones y de todas las prácticas musicales: cultores de tradiciones orales, músicos populares, gestores, académicos, investigadores, representantes de la industria, periodistas, compositores, instrumentistas, cantantes, luthieres y un complejo tejido sociopolítico que incluye la municipalidad local y los concejos de cientos de ciudades.
Todos ellos hacen parte del entramado de la música viva del país que, con alevosía, se pretende ignorar. Todos ellos claman por ser tratados en pie de igualdad, y requieren planes, programas y presupuestos para operar dignamente y con proyección al futuro, y no reconocimientos espurios y palmaditas en el hombro. También hay que decirlo: la historia del viceministro es un ejemplo de coherencia y de tesón. Ha trabajado por décadas por darle un lugar a la música sinfónica y por fomentar ese particular modo de entender la educación musical. Sin embargo, no podemos olvidar que una respetable pasión personal no necesariamente se vuelve una virtud pública. Porque en el mundo de lo público, si somos demócratas, no es legítimo imponer lo que la experiencia del funcionario, o su gusto personal, le dice que es “lo mejor”, sino que está en la obligación de poner su perspectiva en juego junto con otras experiencias en la búsqueda de lo común y articularlas con el sentido de la propuesta política que llegó al poder por decisión ciudadana.
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Un país empieza y termina en su cultura, no en sus fronteras geográficas. No la cultura con mayúsculas, sino esa otra, la que cincela a los hombres y mujeres reunidos en sus comunidades, la cultura que está por encima (y por debajo) de las fronteras de los mapas políticos, de la ignorancia de nuestros dirigentes y del arribismo social.
La actitud responsable sería partir de un diagnóstico, trabajar colectivamente y comprometerse a construir sobre lo construido. Todo eso públicamente y de cara al país. Eso no está ocurriendo. Lo que preocupa al sector es que el viceministro quiera venir a descubrir el Magdalena, que ya está descubierto. Que no quiera ver que en sus orillas hay nativos que conocen el río desde hace siglos y saben vivir allí, y conocen sus recursos y sus problemas. Lo que preocupa al sector es que no escucha.
Lo que está pasando es tan escandaloso como si un viceministro de creatividad literaria decidiera hacer un programa masivo “incluyente y con sensibilidad territorial” en cuyo centro estuviera el fomento a la creación de versos alejandrinos y la conformación de Núcleos Alejandrineros en cada rincón del país, porque a su juicio es la máxima expresión de la creatividad humana y la más alta forma de exaltación del espíritu.
Preocupa que se quiera desconocer que en Colombia, en contraste con otros países, se ha venido construyendo por más de 20 años un sofisticado modelo de política musical que incluye investigación, formación, gestión, producción y emprendimiento, dotación, divulgación, circulación, entre otros, y que no jerarquiza las prácticas ni los formatos; un modelo que, si no ha tenido más logros que los significativos avances en el fomento a las prácticas en todo el país, el desarrollo de la musicalización de su ciudadanía y la estructuración del campo profesional de la música, es porque no contó con aparatos de propaganda y autoexaltación, ni fue financiado con los cuantiosos recursos que hoy se pretenden destinar y que serían una oportunidad para ver crecer el país musical en toda su riqueza.
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No podemos olvidar que una respetable pasión personal no necesariamente se vuelve una virtud pública. Porque en el mundo de lo público, si somos demócratas, no es legítimo imponer lo que la experiencia del funcionario, o su gusto personal, le dice que es 'lo mejor', sino que está en la obligación de poner su perspectiva en juego junto con otras experiencias en la búsqueda de lo común y articularlas con el sentido de la propuesta política que llegó al poder por decisión ciudadana.
La propuesta que se ha filtrado –que se siguen esforzando inútilmente por maquillar con el lenguaje de la inclusión, territorialidad y diversidad para hacerla más presentable y políticamente correcta– es notablemente asimétrica, pone en primer plano una práctica muy valiosa en la historia cultural del mundo, la música sinfónica, pero desconoce la transcendencia, importancia cultural y desarrollos expresivos de otras músicas tan importantes, bellas y valiosas como aquella, pero que además se afincan en la vida cotidiana, se arraigan en la experiencia social y se alimentan de la riqueza de sus gentes en el aquí y ahora de su realidad y en la memoria de sus ancestros.
Preocupa que el criterio de pertinencia cultural y de arraigo se escamotee en función de un único modelo de excelencia. Desde ese modelo se ven como secundarias las músicas artísticas de tradición popular que en gran parte compartimos con los demás países de América Latina y que cuenta con notables formatos de cámara; se tratan con condescendencia las músicas populares urbanas y de raíz campesina, no se ocupa de darle su lugar a las músicas de tradición oral ni a las músicas experimentales contemporáneas, ni siquiera valora en todo su potencial las tradiciones académicas no sinfónicas, ni tiene en cuenta el valor formativo del jazz, no valora la riqueza de las prácticas vocales colectivas, ni contempla en su especificidad el universo de las bandas populares y sinfónicas que tienen un real arraigo social y son un punto de confluencia de diversas tradiciones musicales. Todas ellas, y otras, son vistas como meros recursos para crear mano de obra para la orquesta, eslabones en una cadena cuyo punto de llegada es la música sinfónica. ¡La bella música sinfónica, que no tiene la culpa de la miopía de quienes dicen defenderla!
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Preocupa que el criterio de pertinencia cultural y de arraigo se escamotee en función de un único modelo de excelencia. Desde ese modelo se ven como secundarias las músicas artísticas de tradición popular que en gran parte compartimos con los demás países de América Latina.
Hay que decirlo: cualquier análisis pone en evidencia que en términos culturales lo que se está proponiendo es un retroceso. No podemos olvidar que el Plan Nacional de Música para la Convivencia entendió hace ya muchos años que somos ciudadanos locales y que nacimos en un territorio atravesado por múltiples configuraciones; que nos movemos con naturalidad por un universo sonoro complejo: que vamos de Lucho Bermúdez a Chopin; de un currulao y un joropo, o una canción de rock o pop contemporáneo a bailar la música del Caribe; que podemos salir de escuchar una sinfonía a apreciar los recursos vocales del Cholo Valderrama o Totó la Momposina; que sentimos como propios un bambuco, un porro palitiao, una sonata o una champeta.
Esa complejidad, esos conocimientos, esas pedagogías, esos lenguajes, esas formas de sociabilidad que son el cemento de la convivencia, son las que deben ser preservadas y consolidadas en un proyecto amplio y plural que apunte al futuro y capitalice nuestra riqueza cultural y la creatividad de nuestros músicos. Un país empieza y termina en su cultura, no en sus fronteras geográficas. No la cultura con mayúsculas, sino esa otra, la que cincela a los hombres y mujeres reunidos en sus comunidades, la cultura que está por encima (y por debajo) de las fronteras de los mapas políticos, de la ignorancia de nuestros dirigentes y del arribismo social. Esa cultura cuya sostenibilidad se apalanca en el mundo de la vida, en los recursos propios del paisaje, la naturaleza y la vida comunitaria.
El Gobierno de Gustavo Petro parece no estar haciendo caso a su proyecto cultural. Está traicionando sus principios. Está siendo seducido por el canto de sirenas de proyectos conservadores, regresivos, estrechos y arrogantes, cuya pedagogía afecta a miles de músicos que optan por esa opción y se chocan con el dogmatismo de unos enfoques de formación que les arrebatan la posibilidad de tener un perfil profesional a la altura de sus posibilidades, la naturaleza plural del mundo contemporáneo y sus expectativas como músicos creativos del siglo XXI.
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Preocupa que se quiera desconocer que en Colombia se ha venido construyendo por más de 20 años un sofisticado modelo de política musical que incluye investigación, formación, gestión, producción y emprendimiento, dotación, divulgación, circulación, entre otros, y que no jerarquiza las prácticas ni los formatos.
Mientras que el país eligió esta opción de gobierno pensando en la profundidad y pertinencia de planteamientos tan relevantes como los relacionados con el medioambiente, la economía, el apoyo al desarrollo de las regiones y las necesidades de las amplias mayorías excluidas del país, su proyecto musical vuelve a cerrar la ilusión de una política cultural que sin complejos reconozca nuestra condición de ciudadanos con los pies en esta tierra y con los oídos abiertos al mundo en toda su complejidad y belleza. ¿Aún estará a tiempo para componer la plana y estar a la altura de las ideas y sentimientos colectivos que lo llevaron al poder? Amanecerá y veremos.
*Profesor de planta e investigador de la Universidad Pedagógica Nacional. Es licenciado en música, psicólogo y antropólogo social.