‘¿Para qué los cuernos?’: CAMBIO publica uno de los cuentos del último libro de Humberto de la Calle

‘Muertes y muertecitas‘ es una colección de cuentos inspirados en hechos de la vida real.

Crédito: Prensa Humberto De La Calle.

31 Mayo 2025 07:05 am

‘¿Para qué los cuernos?’: CAMBIO publica uno de los cuentos del último libro de Humberto de la Calle

‘Muertes y muertecitas’ es el último libro de ficción del abogado, político y escritor Humberto de La Calle. CAMBIO publica hoy uno de sus cuentos.

Por: Humberto de la Calle

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Él sí notaba que cuando llegaba el camión, mamá y papá se ponían nerviosos. Pero de eso no se podía hablar. Aunque, por sus caras, y las de los demás de la manada, quedaba claro que el camión era una amenaza. 

El veterinario venía por ahí cada dos semanas. Contaba las reses en voz alta, como si fuese un profesor. Pronunciaba el número de cada uno. “346”, gritó, y si uno fuera humano, debería haber respondido “presente, señor veterinario”.

Cuando, además del veterinario, llegaba el camión, la inquietud era visible. Unos mugían y otros se arremolinaban. Los escogidos ingresaban al camión y a veces se encumbraban sobre el lomo del compañero de adelante, como para tratar de descifrar bien el destino del vehículo. Pero nadie se atrevía a preguntar.

Una vez 346 alcanzó a oír que era mejor subir al camión a los compañeros machos. Porque las hembras, por la leche, mi hermano, tienen una rentabilidad más larga. Y mire que la gente no habla de “carne de vaca”. Suena raro. Son veleidades del mercado, pensó 346. Aunque en Argentina, de donde veníamos casi todos, sí se habla de carne de vaca como si nada.

También supo que a algunos compañeros les cortaban los cuernos. Porque dificultan el crecimiento, reseñó el veterinario. Es mucha alimentación ahí metida para nada. “¿Para qué los cuernos?”, sonrió el veterinario. “Estos animales no son propiamente toros de lidia”.

346 oyó decir: “A este mejor no. Esos cuernitos no es que sean mucha cosa. Y está creciendo bien. Déjelo ir”.

346 sintió cierto alivio. No le gustaba mucho la idea de que le aserraran los cuernos. Me dijeron que no dolía, pensó. Pero 524 contó que un pendejo sin experiencia le había sacado sangre. Se desvió la sierra. ¿Y qué tal si me pasa a mí también? Entonces, estuvo feliz cuando lo dejaron salir del corral y regresó a la pastura.

Cuando el camión arrancó, escuchó mugidos de zozobra. Nunca había sido posible averiguar para dónde diablos iba el camión. Peor, tampoco se había registrado un solo caso en que algún compañero o compañera hubiese regresado.

Dejar así, no preguntar, rumiar y que sea lo que Dios quiera era la consigna silenciosa en toda la manada.

***

346 oyó gritos.

Al ingresar a la Avenida Jiménez de Quesada, el camión dobló por la novena hacia el oriente. La curva fue tan forzada que la baranda derecha del camión se reventó. Todos salieron corriendo, pero a 346 se le enredó una pata cuando fue a saltar al pavimento. La mayoría de la manada salió por el lado derecho del camión. 346 tuvo que hacer una pirueta y quedó del otro lado. Su nerviosismo fue homérico. Se sintió solo, en medio de una avenida. Los carros fluían, y él, torito campesino como era, no sabía nada de la ciudad. No conocía las reglas de tránsito, ni concebía los puntos cardinales. En su desespero, entró casi de manera inconsciente a un edificio. Uno que quedaba un poco más arriba de la séptima. Un viejo edificio de paredes de simulacro de cristal, lobby de piedra marmolina con pintas negras y flores artificiales, lo que despistó aún más a un 346, ya de por sí desequilibrado. Y, sobre todo, espejos altísimos iluminados con reflectores que fallecían ya a esas horas de la mañana. Allí se vio. Allí miró su cara traspasada por la angustia. Allí comprendió que estaba en otro mundo. Allí pensó que no debía descartar que estos extraños momentos, en ese extraño mundo, en medio de una extraña soledad en la que sus compañeros habían desaparecido, podían ser los últimos e inverosímiles momentos de su vida.

En el fondo, vio unas tabletas de acero brillante que reflejaban su cuerpo, pero de tal manera distorsionado que eran la premonición indiscutible de algo sustancialmente patas arriba. Un viejo pedazo de ADN venido del bisonte rojo inundó su sangre de hormonas de combate. ¿Qué era lo que mostraban las lajas de acero inoxidable lustroso, juntas y aferradas la una a la otra a partir de la raya que en el medio parecía sugerir que podían ser separadas, es decir, movidas por algún designio que 346 no podía siquiera imaginar, pero que, seguramente, pese a su alcurnia, podrían abrirse como lo hacían las puertas del corral en la finca donde habitaba?
 

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Humberto De La Calle es autor de otros libros como La Inverosímil Muerte de Hércules Pretorius y Memorias Dispersas. Crédito: Colprensa

346 tomó una decisión. Si esa puerta de acero de dos láminas lo mostraba tan deforme, y si, además, podían abrirse en cualquier momento, era necesario atacar.

346, pacífico ejemplar de cuerno corto y rumia apacible, sintió que era el momento que se ubica entre la vida y la muerte. Y que, como le había dicho su papá una vez cuando un hijoputa lo amenazó en las laderas de Salamina:

—Mijo, uno puede vivir o morir. Pero no puede vivir con miedo, porque eso equivale a hacerle un adelanto a la muerte.

Entonces, 346 arremetió contra la puerta del ascensor, palabra que 346 ignoraba.

En ese momento, un cuasi sonámbulo oficinista de caspa orgullosa y maguillo protector del único vestido de paño que poseía, salía del ascensor cargado con cuatro carpetas de color beige llenas de documentos y de cifras tributarias.

El oficinista no alcanzó siquiera a sorprenderse cuando un pequeño cuerno le traspasó el hígado. Y 346 tampoco pudo descifrar si lo más peligroso de ese peripatético viandante era el manguito de muñeca a codo o las ominosas e indescifrables carpetas beige que podían ser una nueva arma letal.

El oficinista murió en el acto. 346 murió un poco después, cuando el despliegue de los baquianos logró reincorporarlo a la manada que iba destinada al matadero municipal.

Poco después, una pareja pidió al mesero un bife de chorizo. Nunca entendieron por qué cierto sabor de la carne de 346 tenía una brizna de sorpresa.

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