
En el libro, Bettin ofrece un panorama amplio de la realidad de las adicciones que va desde la situación social y política, pasando por las nuevas adicciones a las pantallas, y llegando a una visión psicoterapéutica del tratamiento de pacientes con adicciones.
Crédito: Cortesía
Primer capítulo de 'Adicciones, mitos y realidades', un libro para entender, prevenir y acompañar
- Noticia relacionada:
- Literatura
- Libros
CAMBIO presenta hoy el primer capítulo del libro 'Adicciones, mitos y realidades', escrito por el doctor Miguel Bettin, PhD en psicología con máster en adicciones, quien se ha dedicado al tratamiento y prevención de la adicción en miles de pacientes a quienes ha logrado salvar del infierno del alcohol, la droga, el juego y todo tipo de adicciones. Su libro, editado por Panamericana, es imprescindible para quienes quieran entender el problema, trabajar en la prevención y acompañar a personas que padecen adicciones.
Por: Miguel Bettin

Las drogas, su cultivo o producción, su tráfico, el consumo y la adicción, así como la falta de verdaderas y honestas políticas de prevención, tratamiento y de afrontamiento integral de todo ese continuum, han sido el principal problema social de Colombia en las últimas siete décadas, y causa, en gran medida, del subdesarrollo de la nación, y peor aún, lo será por muchas décadas hasta tanto no lo asumamos con la importancia que se merece. El “problema de las drogas” ha sido y seguirá siendo la causa y, desde unos años para acá, el motor de la guerra civil colombiana, y con ello de las masacres, desplazamientos, violaciones y secuestros entre hermanos, parientes, vecinos y amigos en esta, hasta hoy, fallida nación.
Prefacio
Llegó a su casa derecho
de haber rumbeado por despecho;
de hecho, cayó al lecho mirando al techo
y siguió derecho oyendo música brava.
Brisas de enero que tumban tu techo.
Con el corazón deshecho
de haber rumbeado por despecho,
de hecho, cayó al lecho mirando al techo
y siguió derecho oyendo música brava.
Brisas de enero que tumban tu techo.
Techo cae techo.
Brisas de enero tumbatecho.
Ay, mira, no fumes de eso,
mira que me tumba el pecho derecho.
Techo cae techo.
Son gritos de ayuda del Joe Arroyo hechos canción. Gritos que nadie escuchó a tiempo, que no nos importaron o que no entendimos y que le hubieran podido salvar la vida si alguien hubiese comprendido que no se trataba de rumba, sino de adicción. Son los fragmentos de la letra de una de las canciones más exitosas del famoso cantante y compositor, en la que es evidente el enorme desasosiego y sufrimiento por el que atravesaba cada noche y cada amanecer, viviendo esa desesperación típica de los bazuqueros o de los cocainómanos cuando, ya vencidos por el cansancio, logran detener por fin una jornada de consumo que puede haber durado hasta tres días seguidos y más, y sobreestimulados así por la sustancia no logran dormir y se quedan despiertos por horas, con desazón, mirando al techo o mascando techo, como ellos mismos denominan la situación, porque además de no dormir no logran detener los espasmos mandibulares producto de la sobredosis.
El Joe también le pidió al mundo ayuda en otra de sus más hermosas canciones, pero tampoco lo escuchamos. Solo vimos al extraordinario compositor y músico natural entregándonos su arte, y lo dejamos morir a los 56 años, a consecuencia de la drogadicción, aunque su certificado de defunción dirá cualquier otra cosa, tal como sucede con el de muchos otros en iguales circunstancias.
Aurora, soy centurión de la noche,
Aurora, mírame a mí sin dormir,
no sé qué es lo que duele sin sentir,
pero tengo en el alma mi sufrir.
Centurión de la noche me volví,
mírame aquí, sin dormir.
Aurora, soy centurión de la noche,
Aurora, mírame aquí sin dormir,
no sé qué es lo que duele sin sentir,
pero tengo en el alma mi sufrir.
Centurión de la noche me volví,
mírame aquí, sin dormir.
Eh, llegó el alba, el alba,
y me atormentará otra vez,
oh, en la ventana ver
madrugada caer, desvanecer.
Al igual que nos pasó con el Joe Arroyo, nos seguirá pasando con muchos otros porque solo veremos su poesía, su pintura y su arte (de los pocos que logran escribir, pintar o hacer), mas no su sufrimiento, su dolor y su muerte lenta, pero temprana, por las drogas; entre otras cosas porque ellos mismos, por vergüenza u orgullo, como sucede con todos los adictos durante mucho tiempo, intentarán mostrar que el consumo no los afecta, que lo tienen bajo control aunque estén padeciendo y agonizando por él, o se esconderán bajo la nueva posverdad de la supuesta inocuidad de las drogas, la cual pregonan falsas autoridades o incluso los propios gobiernos, quienes dicen que no hay de qué preocuparse, que solo hay una interpretación moralista y exagerada de algunos con respecto a las drogas y su consumo, negando verdades científicas irrefutables sin siquiera sonrojarse.
En efecto, no vimos a los cantantes, a los poetas o a los pintores adictos que ya se fueron, pese a que todos sabíamos que lo eran; mucho menos vemos a los que no lo son, a los que aún están sufriendo, así como tampoco vemos a los magistrados, ni a los presidentes adictos, ni a los abogados o a nuestros amigos adictos, a las amas de casa adictas, a los pilotos o a los médicos adictos, a pesar de que para todos es evidente que lo son. Sin que entendamos, que parte de serlo es negarlo y negárselo, porque, obvio, avergüenza. Pero lo son, son adictos, aun si su consumo no es diario, porque la adicción no se define ni por la frecuencia ni por la cantidad, sino por la imposibilidad de suspender o regular el consumo pese a las consecuencias adversas que las drogas u otras adicciones les ocasionan.
Así, al hablar del problema de las drogas es común referirse a la producción y al tráfico, dejando de lado los otros y definitivos componentes de ese continuum: el consumo y la adicción. Esto hace que perdamos el norte y nos desensibilicemos, que dejemos de ver que es un problema de salud mental, de muerte y de dolor psicológico, y quizá también que lancemos propuestas insensatas de solución, en las que se olvida que es en la niñez y la preadolescencia que las personas se inician en las drogas, lo que posiblemente apagará sus vidas para siempre.
La adicción instaura un estilo de vida que determina todas y cada una de las actividades y comportamientos de la persona, esté o no bajo los efectos de la sustancia: sus horarios, sus hábitos, su fisiología y metabolismo, sus gustos, la escogencia de oficio o profesión, sus sueños, sus costumbres alimenticias, las formas de relacionarse con la pareja, la familia y demás personas, su rendimiento en el trabajo o en lo académico, sus rasgos de personalidad, su lugar de vivienda… En fin, todo en la vida de una persona consumidora adicta gira en torno a su adicción y con ello al tipo de sustancia consumida.
La adicción lleva a los adictos a incumplir constantemente sus compromisos con el trabajo, con la familia y con la vida. Se autoengañan y mienten una y otra vez sobre sus incumplimientos e irresponsabilidades, pese a que por ella ponen en riesgo su vida y la de otros. Niegan, racionalizan e incluso subliman constantemente su adicción porque este comportamiento es parte de ella, aunque sea más que evidente para todo el mundo lo que están haciendo. Esa es la dinámica de la enfermedad adictiva.
Desafortunadamente, todavía hay muchos que conciben las adicciones como vicios, de la misma forma en que fueron vistas desde la antigüedad, es decir, como comportamientos inmorales que implicaban una falla o un defecto de conducta. Esta concepción equivocada impone a los comportamientos adictivos una carga adicional, la moral, por lo cual quien los padece, así como sus familiares, intentan ocultarlos y negarlos. Por otro lado, muchas veces los parientes creen y se alían inconscientemente con las posturas de negación que tiene el adicto frente a su enfermedad, más aún si son cercanos afectivamente a él; es así como empiezan a ser parte de su adicción, de las actitudes con las cuales el adicto niega su impotencia frente a las drogas, al juego o en cualquier otra adicción.
Hemos olvidado que nadie sufre más con la adicción que el adicto mismo y que, mientras consume y enciende su cigarro de bazuco, por ejemplo, y lo inhala una y otra vez, tiene que ir armando el otro con desespero y ansiedad, porque en el adicto no hay lugar a la pausa. Aunque se prometa que ese es el último, porque debe ir a la ceremonia de matrimonio de su hija, o al sepelio de su madre, o a una reunión importante, por ejemplo, y aunque lo intente, enciende el otro y vuelve a decirse que es el último, pero no lo logra, nunca puede parar a tiempo, y nunca llega a la reunión, al matrimonio o al sepelio. Después, lleno de culpa, inventa algo inverosímil, creyendo que todos le creen; parece cínico, a fe de verdad actúa como tal, pero no, solo es un enfermo de adicción. Y a los pocos días el ciclo vuelve y comienza.
Este libro está dedicado en parte a todos aquellos que sufrieron y pidieron ayuda de formas que no entendimos y a quienes aún sufren con la adicción, que aparentemente no piden ayuda y parecen soberbios frente a ello, incluso a los que promueven el consumo pese a que estuvieron o están hundidos en una drogadicción.
Dedicado a Truman Capote, Henri de Toulouse-Lautrec, Diego Armando Maradona, Whitney Houston, Michael Jackson, Diomedes Díaz, Sigmund Freud, Amy Winehouse, Antonio Cervantes Kid Pambelé, Henry 'la Mosca' Caicedo, Jimi Hendrix, Marilyn Monroe, Rainer Werner Fassbinder, Janis Joplin, Kurt Cobain, John Belushi, Marco Pantani, Jóhann Jóhannsson, Jim Morrison, Darryl Strawberry, Philip Seymour Hoffman, al neurocientífico John Lilly y tantos otros que sufrieron o murieron, habiéndose podido evitarlo.
Capítulo 1. De los adictos y las adicciones
Los adictos reales
Las personas adictas que hemos tratado diariamente desde hace casi cuatro décadas en la Fundación CreSer (centro para el tratamiento de adicciones en Bogotá, Colombia) son amas de casa, magistrados de las altas cortes, pilotos de aerolíneas comerciales y de pequeñas aeronaves, médicos de todas las especialidades, parlamentarios, militares, abogados, ingenieros, sindicalistas, psicólogos y psiquiatras, sacerdotes, jueces, alcaldes de medianas y grandes ciudades, altos dignatarios de la nación, actores, hombres y mujeres de ciencia, maestros, narcotraficantes también adictos, padres que son grandes cultivadores de marihuana y cuyos hijos son adictos a esta, obreros, taxistas, conductores de buses y camiones, marxistas, progresistas, conservadores, paramilitares, guerrilleros, posdoctorados, niños, jóvenes, adultos, viejos, mujeres y hombres. Que yo recuerde, aún no he atendido a una monja.
En efecto, cualquier persona puede desarrollar una adicción. Basta con empezar a repetir inadecuadamente una conducta que estimule los centros del placer, de la motivación y del entusiasmo en el cerebro, y con seguridad, si no se percata de lo que le está sucediendo y no empieza a controlarlo o busca ayuda para hacerlo, comenzará a enfermar gravemente.
Muchas figuras públicas que sufren una adicción acuden semanalmente a terapia para intentar superarla o para paliarla. Estas adicciones, que nadie cree que padezcan, los hunden en depresiones y ansiedades, haciéndolos personas desesperadas, infelices. Una buena parte de ellas mueren y otra seguramente morirá padeciendo la adicción hasta el último día de sus vidas, pues su situación de personas destacadas les impide dar el primer paso para superar su problema: aceptarlo.
La mayoría de los adictos no son los habitantes de calle, vestidos de harapos y marginados, eufemísticamente llamados así, como si habitar la calle, desprovisto de techo y cobijo fuese una forma de habitar un espacio. Esas son personas pobres, desconocidas por el Estado, que además y necesariamente consumen adictivamente drogas y, por lo general, padecen otras patologías mentales también desatendidas por los gobiernos. Son una realidad muy común, dolorosa y lamentable de nuestros pueblos latinoamericanos y tercermundistas, aunque también de algunas grandes potencias de Occidente.
Seamos claros, la mayoría de los adictos a las drogas, a las pantallas, a las apuestas, están a su lado, en la oficina, en la empresa, en la universidad y en el colegio, son su vecino, su amigo, su pariente, aunque usted no lo sepa o no lo crea: ahí están junto a usted, sufriendo con mucho dolor psicológico, desasosiego, angustia, tristeza y depresión, funcionando, cumpliendo a medias, o incluso bien, pero a unos costos psicológicos enormes.
Una buena parte de las drogas que se consumen hoy día, por el tipo de efectos, por los sistemas de consumo y por el ensimismamiento en que vivimos, le permiten al consumidor hacerlo con disimulo, en la oficina, en la universidad, hasta en los camerinos deportivos, sin que las demás personas se percaten de ello.
La gran masa de personas adictas a las drogas, al juego o a las pantallas, es decir, hundidas en una conducta repetitiva y agobiante que las hace infelices y gobierna sus vidas, y que no pueden abandonar, están en la bolsa, los spas, los canales de televisión y las cadenas de radio, en los deportes… En fin, están en todos los espacios de la vida cotidiana, sufriendo, sobreviviendo a su adicción, sin ser vistas por los gobiernos, que parecieran pensar con frialdad que epidemiológicamente no son importantes, porque consumen sustancias que ellos consideran que no “ponen en riesgo inminente sus vidas” y solo las hacen un poco infelices o improductivas.
Pero ahí están a su lado, sin que usted las vea, o incluso sin que ellas se vean, con la ansiedad constante por sus dosis antes del examen parcial, antes de conducir el vehículo, de salir de casa o realizar la cirugía, antes de la audiencia, de salir al aire, antes, antes… O afanando a los niños so pretexto de sacarlos al bus del colegio para poder consumir la dosis mañanera fuera de casa.
Las personas adictas comparten su día a día con usted, cargando con su desasosiego, agobiadas por su adicción y desesperanzadas por no lograr superarla, prometiéndose a diario empezar a regularla o abandonarla, pero sin éxito. Diciéndose y diciendo que la manejan, que la regulan, pero irritadas y deprimidas después de los consumos desbordados de las fiestas, y arrepentidas y dispuestas a cambiar después de pasar límites que se prometieron no pasarían, pero que pasaron. De la misma manera que la humanidad entera lidia a diario con los “malos hábitos”, tratando durante toda la vida de cambiarlos; comer menos, ver menos televisión, irritarse menos, en fin…, y sin embargo fracasando en el intento una y otra vez.
Diferentes factores inciden para que una persona pueda desarrollar una adicción. Es evidente que, si alguien posee o está expuesto a más factores de riesgo, es decir, tiene características que lo hacen más proclive o está expuesto a más circunstancias o eventos que normalmente se asocian a las adicciones, tendrá una mayor probabilidad de desarrollar una adicción. Dentro de los factores de riesgo para el desarrollo de adicciones, como se verá más adelante, se encuentran, entre otros, los genéticos, sociales, económicos, familiares y personales.
Muchos mitos, pero también embustes, se han fraguado como explicaciones para el surgimiento de adicciones o para evitarlas, ello debido a los intereses que reviste el asunto drogas y a lo ideologizado del problema. Uno de estos, quizá el más arraigado, es creer que la personalidad (entendida como seguridad y determinación) y la inteligencia son los factores de protección, por excelencia, frente a las adicciones. Quepa mencionar que soy fundador, en conjunto con un grupo de colegas, del primer instituto de niños de inteligencia superior de Colombia, en el que trabajé por algunos años. Tiempo después, algunos de esos niños y jóvenes que había conocido tiempo atrás en el instituto llegaron como pacientes adictos al centro de tratamiento de adicciones que dirigía. Conservaban el mismo coeficiente intelectual, pero sus vidas emocionales, producto de la adicción, eran desastrosas. Sus inteligencias, muy superiores a las del promedio, no habían sido antídoto para la drogadicción.
El adicto y su familia
Aún hoy, después de casi cuatro décadas dedicado a tratar personas adictas al alcohol, a las drogas, a los juegos de apuestas y, ahora, a las nuevas tecnologías, no dejo de sorprenderme un solo día con la profunda soledad interior y el inmenso sufrimiento en los que sumerge a estas personas su adicción, debiendo acudir todo el tiempo a máscaras y disfraces actitudinales, hasta casi creérselos, con el fin de sobrevivir en sociedad intentando ocultar su desolación.
De igual forma padecen la adicción los familiares y seres queridos, pero además con miedo, culpa y rabia constantes, no pudiendo por ello actuar con lucidez y claridad, y terminando por convertirse en parte integrante de la noria incesante del problema adictivo.
Las familias colombianas, salvo muy pocas excepciones, tienen o han tenido por lo menos en la generación precedente algún miembro con una conducta adictiva, en la mayoría de los casos un pariente abusador de alcohol, generalmente sin diagnóstico, pero no por ello, ni él mismo ni sus familiares han dejado de padecer las consecuencias de esa conducta típicamente bizarra. Las familias tienden a normalizar la conducta de las personas que padecen o han padecido un problema adictivo tipo alcohólico, ya sea por vergüenza, desconocimiento o incapacidad para afrontar la situación.
Sin embargo, si se trata de una adicción a una sustancia distinta, ilegal o al juego, la familia niega la situación y confronta y/o expulsa de su seno al adicto si este se muestra incapaz de ser funcional. Por el contrario, si puede funcionar, así no sea completamente, suele suceder que la familia le da un manejo similar al que se les ha dado a los alcohólicos, bien negando la situación, bien normalizando la conducta o asociando el consumo de la droga que verdadera y abusivamente ligada al alcohol, porque avergüenza menos referirse a ello como un problema de alcohol, o sin mencionarla, echando mano de lugares comunes: “A mi esposo le gusta demasiado la rumba”, “A mi tío lo que le atrae es la noche”, “Mi hermano se toma algunos tragos de más”, reconociendo superficialmente el problema de alcohol, pero evitando así reconocer la adicción mayor.
El pacto tácito y a veces explícito de negar la problemática de adicción en la familia afecta especialmente a los niños: los menores se ven arrastrados a negar o mentir sobre la adicción de su padre o madre, pese a que la viven y sufren a diario, y ni siquiera la pueden reconocer ante alguna otra persona como, por ejemplo, el psicólogo escolar, lo que los deja inmersos en un círculo adictivo que se ve ampliado por el silencio.
No obstante, todas esas familias con un miembro adicto, más allá de que se vean impulsadas a normalizar su conducta por alguno de los motivos mencionados, sienten y saben que algo no anda bien en la vida de su ser querido, perciben su infelicidad y se les hace evidente lo errático de su conducta, incluso si son exitosos económicamente. El problema radica en que la mayoría de esos miembros, muchos aparentemente funcionales y otros menos o totalmente disfuncionales, viven sin ser diagnosticados y por ende sin ser tratados.
Tal como lo expresan Dörr, Gorostegui, Viani y Paz (2009), las consecuencias de la adicción a las drogas en la familia son innumerables. No solo afecta la salud y el bienestar de la persona que sufre la adicción, sino que también aumenta la violencia, el abuso, los conflictos y las dificultades financieras en su entorno. Además, aumenta la probabilidad de adicción a las drogas en los niños que rodean a la persona adicta. Los estudios han encontrado que las drogas pueden tener efectos duraderos en el desarrollo del cerebro, la memoria, el aprendizaje y la retención.
¿Qué son las adicciones?
"Apreciado doctor Bettin, hoy cumplo 7 años de vida. Día a día recupero mi historia. Los 26 tratamientos por los que he pasado, las puñaladas, los balazos, el Cartucho, calles, ollas, damiselas, venéreas… En el ejercicio de rememorar para escribir –el evangelio de los desahuciados–, concluyo que debería, arrodillado, agradecer muy a menudo, agradecer y agradecer, a Dios primero y a muchos hombres su gracia, bondad y auxilio. Gracias, doctor".
Este mensaje de WhatsApp me lo envió un antiguo paciente hace unas semanas a raíz de cumplir su séptimo aniversario de abstención absoluta del consumo de drogas. Abogado de una prestigiosa universidad colombiana, inteligente y destacado en su profesión, provenía de una familia típica, funcional y acomodada. Su adicción lo hizo recorrer caminos tristes, dolorosos y sórdidos.
Durante décadas se presentaron multitud de argumentos y teorías posibles para explicar el fenómeno de las adicciones. Entre otras razones, porque una buena parte de quienes llegan a desarrollar una adicción son personas 'normales', incluso brillantes y destacadas, por lo cual resultaba inaudito, a simple vista, que cayesen en una conducta tan autodestructiva y, lo que es peor, que no pudiesen abandonarla.
Las interpretaciones morales ocuparon gran parte del espectro explicativo acerca de las adicciones durante mucho tiempo, al igual que las razones de índole místico y religioso. También las interpretaciones pseudocientíficas de una medicina en ciernes ocuparon durante años ese espacio, de la misma forma como sucedió con los demás trastornos psicológicos. Solamente es hasta mediados del siglo XX, pero sobre todo hacia finales, que la ciencia y en especial las neurociencias comienzan a contribuir de forma cierta en una explicación más certera acerca de las adicciones.
Hoy día, una de las definiciones más aceptadas para adicción es la de Pomerleau y Pomerleau (1987, pp. 111-131): “Conducta caracterizada por el uso repetido de una sustancia o implicación compulsiva en una conducta que directa o indirectamente modifica el medio interno (cambios neuroquímicos y de actividad neuronal), de manera que produce reforzamiento inmediato, pero cuyos efectos negativos a largo plazo son dañinos o provocan deterioro significativo en el desenvolvimiento social”.
Las adicciones son conductas recurrentes, compulsivas, que la persona adicta sigue repitiendo sin poder detener o controlar a pesar de las consecuencias negativas subsecuentes que le producen. En muchas ocasiones, esas consecuencias son dolorosas, vergonzosas, indignas o humillantes para la persona adicta o para sus seres amados, e incluso ponen en peligro su propia vida o la de otros; y sin embargo, las personas adictas, aun proponiéndoselo, no logran abandonar o autorregular la conducta.
Esto no se logra porque tengan debilidades en su carácter (como se creyó durante mucho tiempo y aún hoy algunos lo consideren), porque les falte fuerza de voluntad o sean poco inteligentes, no, no lo logran porque se requiere ayuda médico-psicoterapéutica especializada para ello, a la cual los adictos acuden poco precisamente por la percepción social que aún existe sobre la adicción como un problema de la voluntad, del carácter e incluso de la moralidad. No lo logran, incluso queriéndolo, porque las adicciones son enfermedades neuropsicológicas que, en consecuencia, requieren de ayuda médico-psicoterapéutica para que el proceso de superación de la adicción se lleve a cabo de manera adecuada, evitando sufrimientos innecesarios para el paciente.
Dichas intervenciones médico-psicoterapéuticas obviamente van más allá de buscar lograr la simple abstinencia, muchas veces conducente a sufrimiento, ansiedad o depresión cuando no se ha hecho un abordaje integral de la problemática psicológica, y en sanar psicológicamente a la persona. Es por ello que no logran el bienestar del paciente adicto a los modelos de tratamiento no fundamentados científicamente y basados en estrategias de detención del deseo o del impulso a consumir, así como algunas técnicas terapéuticas conductuales.
Características de las adicciones
Las adicciones son conductas repetitivas, automatizadas, involuntarias y, más aún, en tanto que descontroladas, no son deseadas por el propio sujeto, que es incapaz de dejarlas, atenuarlas o regularlas. A pesar de su parecido con los trastornos obsesivo-compulsivos, las adicciones se diferencian de aquellos porque la conducta adictiva se lleva a cabo motivada fundamentalmente por la búsqueda de placer o para eliminar el displacer resultante de no consumir determinada sustancia. Las conductas que evidencian un TOC, trastorno obsesivo-compulsivo, mientras tanto, son motivadas por la búsqueda de la reducción de la ansiedad.
Las adicciones son trastornos mentales tratables y superables. En buena parte de los casos, la conducta adictiva desaparece por completo, es decir, la persona abandona incluso totalmente el consumo de la sustancia psicoactiva. En contravía de la falsa creencia que ha hecho carrera de que de las adicciones a las drogas “no se sale”, los testimonios de éxito en personas que reciben tratamiento, que muestran la superación total y absoluta de la adicción, y viven una vida con bienestar, son mayoritarios. Obviamente, muchas personas no logran superar sus adicciones; sin embargo, más que a la supuesta imposibilidad de superar una adicción, ello se debe a:
1. Que muchos adictos a las drogas no llegan a recibir nunca tratamiento para superar la adicción, sobre todo en países del Tercer Mundo, porque las barreras de acceso a los tratamientos gratuitos son casi insuperables y los tratamientos privados son inasequibles.
2. Algunos tratamientos no se fundamentan en procedimientos científicos, por el contrario, abundan aquellos que se encuadran en manejos morales o exclusivamente religiosos, sin apoyarse en conocimientos médico-psicoterapéuticos.
Las investigaciones sobre la ciencia de la adicción y el tratamiento de los trastornos por el consumo de drogas han llevado a la creación de métodos comprobados que ayudan a las personas a dejar de consumir drogas y retomar una vida productiva, un proceso al que se llama recuperación. Al igual que sucede con otras enfermedades crónicas, como el asma o algunas enfermedades cardiacas, el tratamiento de la drogadicción por lo general no constituye una cura en sentido estricto, esto es, si por cura entendemos la desaparición de la enfermedad y por ende de sus predisposiciones. Si, por el contrario, entendemos la cura como la recuperación física y psicológica de la persona, es posible hablar de curación, no obstante, la potencialidad de desarrollar nuevamente el cuadro sea superior a quien no lo ha tenido. El tratamiento permite que las personas contrarresten los efectos perjudiciales de las drogas en el cerebro y el comportamiento, y recuperen el control de su vida.
En todo caso, de las adicciones no es fácil salir, pues se requiere método y persistencia, es decir, manejo médico y psicológico, por un lado, y motivación por parte del paciente y su familia, por el otro. Muchas adicciones a sustancias requieren indefectiblemente tratamiento farmacológico para superar el síndrome de abstinencia y las comorbilidades psicopatológicas; es más, todas las adicciones deben ser atendidas médico-psicoterapéuticamente para ser superadas adecuadamente y evitar con ello las recaídas que terminan por instaurar en la persona adicta y en sus familiares y allegados la idea de que dichas recaídas son inevitables: esta es una idea tan falsa como popular.
Según el National Institute on Drug Abuse, NIDA (2023), cuando un paciente deja de consumir drogas puede experimentar varios síntomas físicos y emocionales, entre ellos: inquietud, insomnio, depresión, ansiedad y otros trastornos de salud mental. Ciertos medicamentos y dispositivos de tratamiento alivian dichos síntomas, lo que hace más fácil dejar de consumir drogas.
Para el manejo de las adicciones, los recientes avances en psicofarmacología general y en psicofarmacología específica han posibilitado que los tratamientos sean más eficaces en la medida en que se evitan síndromes de abstinencia agudos que son, si se quiere, dramáticos y perturbadores. No obstante, el aspecto psicológico de la abstinencia, es decir, el deseo o el anhelo por consumir la sustancia o por llevar a cabo la conducta, en el caso de las adicciones comportamentales, se ve poco disminuido por la prescripción de psicofármacos. Por tanto, el trabajo psicoterapéutico debe procurar la formación de nuevos repertorios esquemáticos emocionales, cognitivos y comportamentales desligados de los efectos de la sustancia, que reemplacen los anteriores condicionados a la conducta adictiva.
Aceptar la adicción, esto es, darse cuenta, tomar consciencia de la adicción es un paso determinante y necesario para iniciar el proceso de cambio y superación de la adicción. Sin embargo mantener ese estado de consciencia y aceptación requiere, sobre todo, durante los primeros días o semanas, actividades terapéuticas motivadoras y reforzadoras para mantener la decisión, así como de otras que eviten ponerla en riesgo.
Señala el NIDA (2023) que, en el tratamiento de la adicción a los opioides (ya sean analgésicos recetados o drogas como la heroína o el fentanilo), la medicación debe ser la primera línea de tratamiento, aunque por lo general se combina con alguna forma de psicoterapia. También hay medicamentos para tratar la adicción al alcohol y a la nicotina. Igualmente, se emplean medicamentos para ayudar a una persona a desintoxicarse de las drogas, si bien la desintoxicación no es lo mismo que el tratamiento, es solo una parte, no es suficiente para ayudar a que la persona se recupere. Por lo general, la desintoxicación por sí sola, sin un tratamiento posterior, conduce a la reanudación del consumo. En la actualidad, es bien sabido que los tratamientos psicofarmacológicos coadyuvan en el mantenimiento de la abstención a muchos pacientes adictos.
Nuevas adicciones
Las adicciones son trastornos mentales dinámicos y cambiantes, es decir, que las adicciones de hoy no son las mismas de décadas atrás, y las que vendrán también serán distintas. Las adicciones varían con los tiempos y los avances tecnológicos. Así, los objetos de adicción han sido diversos en el tiempo; entre ellos encontramos las drogas, las apuestas, la comida y ahora las pantallas.
En efecto, los desarrollos tecnológicos conllevan nuevas formas adictivas que les son inherentes, porque, incluso muchos, sin importar el daño humano que producen, son hechos con la intencionalidad ruin de obtener grandes ganancias del “mejor de los mercados”: el de los adictos, un mercado de suyo esclavizado que no requiere inversión en publicidad y mercadeo dado que, una vez conquistado, lo será, en un gran porcentaje, para siempre. Además, dicha conquista es más fácil ahora que antes, con otros objetos adictivos como el tabaco o el alcohol, por ejemplo, porque los de ahora, con las pantallas, son publicitados con menos dificultad y más libertad, por lo cual se motiva un uso indiscriminado.
De la misma manera en que la humanidad fue sorprendida en la década de los sesenta del siglo pasado por la irrupción masiva del consumo de drogas, irrupción de la que no se pudieron prever sus nefastas consecuencias en todos los órdenes, ahora vemos inertes a nuestros niños pasar diez o más horas al día sumergidos con total mutismo en sus pantallas, deponiendo los juegos de interacción y de movimiento con otros niños (de arenera, de trompo, de rayuela) e ignorando la vida de amores infantiles, de cantos de pájaros, de sol y de lluvia, otrora tan propia de la infancia.
El inacabado cerebro infantil o juvenil sucumbe fácilmente ahora a la maldad de los que utilizan el conocimiento neuropsicológico acerca de cómo se producen las adicciones, no para prevenirlas, sino precisamente para producirlas y obtener dividendos, volviendo adictas a las personas desde su niñez. A ello lo llaman eufemísticamente conquistar mercados, y lo expresan orgullosos, sin ambages, en los congresos de su disciplina. Así que no se diga, o se continúe diciendo, que la adicción que se produce por el uso indiscriminado de las nuevas tecnologías es un daño colateral; no lo es y bien lo saben. Todo lo contrario: si la forma de relación que resulta de un videojuego no es de tipo adictivo, según la métrica del productor y comerciante, no tiene posibilidades de éxito.
Producir la adicción es el medio, es la condición sine qua non para que este negocio sea lucrativo, así la llamen eufemísticamente de muchas otras maneras; los términos ambiguos son numerosos. Ya lo hacían las empresas tabacaleras y alcohólicas, aunque hayan dicho por siglos que no. Toda su publicidad se dirigió siempre a mostrar a los preadolescentes y adolescentes una irreal pero efectiva relación entre los déficits propios del joven (inseguridades, temores…) y el uso de esas sustancias para superarlos.
Nada tan lejano a lo que quiso Pavlov al observar que su perro salivaba al oír el sonido de la campana, como si fuese comida lo que se le mostrase (debemos recordar que dicho investigador descubrió que, como la campana sonaba cada vez que le daban comida al perro, el animal terminó asociando dicho sonido con la alimentación, de tal manera que después solo era necesario el sonido de la campana para que el perro salivara y dispusiera su sistema digestivo). Por desgracia, esas benditas asociaciones pavlovianas ahora las entienden muy bien también quienes piensan en ventas y las aprovechan de la mano de profesionales inescrupulosos.
Estamos, pues, enfrentando una nueva ola de adicciones, esta vez a las pantallas, que como cualquier otra adicción comportamental o a sustancias, causa enormes lesiones neuropsicológicas y, por ende, cognitivas, afectivas y psicosociales en la vida de quien la desarrolla. Pero lo más grave de este tipo de adicciones actuales es, precisamente, lo que las diferencia de otras oleadas adictivas (como las acaecidas en las décadas de 1920 y 1960): al no existir por lo menos durante los primeros quince años desde su aparición, algún tipo de percepción riesgosa acerca de su uso (por el contrario, solo se le vieron sus innumerables beneficios), les fueron permitidas a los niños e, incluso, se les estimuló a utilizarlas dado el supuesto provecho que ello les acarrearía.
Solo en los últimos años se han venido oyendo las voces de los expertos, incluso las de exempleados de las grandes multinacionales que las producen, denunciando el profundo y dramático riesgo que encierra su uso (en ese sentido, es muy orientador The Social Dilemma, documental de Netflix, 2020). La reconocida investigadora norteamericana Jean Twenge (2014), en su libro Generation Me, afirma que los niveles de felicidad de los jóvenes de hoy están claramente relacionados con la cantidad de tiempo que pasan delante de las pantallas. Para ella, el apogeo de los smartphones y el aumento creciente del uso de las redes sociales están absolutamente vinculados a la soledad, la depresión y la ansiedad en los jóvenes de hoy en día. En otro libro suyo, iGen (2017), afirma que son más infelices los niños y jóvenes que pasan mucho más tiempo en internet, en las redes sociales y recibiendo y enviando mensajes.
No obstante lo dicho, otros autores ponen en duda el carácter adictivo de la conducta de apego a las pantallas. Griffiths (2005), por ejemplo, propone un análisis crítico de las adicciones tecnológicas y se centra, especialmente, en las redes sociales, el móvil y los videojuegos: “El uso de las redes sociales no responde al patrón descrito para la adicción puesto que no cumple los criterios establecidos para ella. Puede ser problemático y generar consecuencias negativas, pero estas son leves y no llegan al nivel de las adicciones. Es más fructífero estudiar el contexto del perfil psicológico del usuario, las motivaciones y gratificaciones y su contexto sociocultural para No obstante lo dicho, otros autores ponen en duda el carácter adictivo de la conducta de apego a las pantallas. Griffiths (2005), por ejemplo, propone un análisis crítico de las adicciones tecnológicas y se centra, especialmente, en las redes sociales, el móvil y los videojuegos: “El uso de las redes sociales no responde al patrón descrito para la adicción puesto que no cumple los criterios establecidos para ella. Puede ser problemático y generar consecuencias negativas, pero estas son leves y no llegan al nivel de las adicciones. Es más fructífero estudiar el contexto del perfil psicológico del usuario, las motivaciones y gratificaciones y su contexto sociocultural para entender cómo se produce un uso problemático y cómo combatirlo. La falta de estudios longitudinales y de muestras clínicas invitan a la cautela para no patologizar conductas novedosas. En el caso del teléfono móvil, no consideramos que sea una adicción, puesto que el móvil es una plataforma en el que se pueden encontrar contenidos que pueden llegar a ser problemáticos, pero el móvil en sí mismo no es el problema”.
Indudablemente, la posición de Griffiths y de algunos otros autores no deja de empujarnos a la reflexión en torno a la extrema patologización en la que hemos caído respecto de las conductas humanas, tanto de algunas ya tradicionales, como de otras que surgen con el cambio de los tiempos. Pero ello no puede conducirnos a desconocer por lo menos dos aspectos que resultan evidentes e indicativos de que estamos en presencia de un trastorno adictivo importante en lo que concierne al uso masivo y exagerado de las pantallas y dispositivos electrónicos.
-
La mayor parte de las personas usan los dispositivos de manera desmesurada, tanto niños, como jóvenes y adultos, y ese uso desmesurado o inadecuado trae consigo comportamientos con los cuales las personas independientemente de su grupo etario se sienten por lo menos inconformes, esto es, que si pudieran, cambiarían el modo de uso para sentirse mejor. Obviamente, hay grados de uso mucho más limitantes o generadores incluso de sufrimiento, y ya no solo de desasosiego o inconformidad. Pero sería absurdo considerar solo a estos últimos como disfuncionales o patológicos, y desconocer síntomas evidentes de ansiedad y depresión, cuando menos, en el uso masivo.
-
Se presenta una pérdida o disminución generalizada de habilidades cognitivas, sociales y psicomotrices en niños y jóvenes, asociadas a estos usos, lo que incluso ha llevado a varios gobiernos del mundo a limitar el uso de los dispositivos electrónicos en los planteles educativos.
Miguel Bettin, artículo publicado en revista Cambio
En Colombia, al igual que en muchos otros países del mundo, son cada vez más los padres que acuden asustados a consultar a psicólogos y psiquiatras porque sus hijos permanecen por horas, días, incluso por meses, encerrados en sus habitaciones, sin salir de ellas ni siquiera para comer, absortos en sus pantallas de celular o computador, involucrados adictivamente en juegos en línea o hundidos en series televisivas interminables y alienantes, aislados de contactos sociales y afectivos “reales” y constructivos. Este comportamiento ha sido definido en Japón —una de las naciones que más lo padecen— como hikikomori y lo sufren, sobre todo, los jóvenes.
Encerrados en sus habitaciones durante días, casi sin interrupción, estas personas se van inhabilitando para la vida afectiva real, para la sexualidad de piel y para la vida en comunidad. La adicción a las nuevas tecnologías los esclaviza y les niega el futuro, los sumerge en un dolor psicológico que se les hace insoportable y que en ocasiones los lleva a conductas autolesivas y al suicidio. Lo que empieza como un juego placentero e inocente, que alivia las tensiones, termina por convertirse en una anulación del ser.
Las nuevas tecnologías evidentemente llegaron afortunadamente para quedarse. La vida humana ha cambiado para bien con ellas. Pero, como suele suceder con las conductas surgidas de los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos, los comportamientos criminales, por una parte, y las conductas psicopatológicas, por otra, que empiezan a surgir a partir de ellas duran años sin ser tipificadas penalmente, en el caso de los primeros, o en ser clasificadas como trastornos mentales, en el caso de las segundas, entre otras cosas porque muchas veces la poca o mucha celeridad con que sean reconocidas o no como trastornos o enfermedades responde a los intereses económicos de las multinacionales farmacéuticas.
Las adicciones son enfermedades mentales dinámicas; es decir, las adicciones no son hoy las mismas de las primeras décadas del siglo pasado y tampoco las mismas de principios de los ochenta, y las que vendrán no serán como las de hoy. De tal forma que la adicción de una persona no es igual a la de otra, independientemente de que consuman la misma sustancia o tengan un comportamiento adictivo similar hacia algo; hacia el juego, por ejemplo.
Precisamente, uno de los mitos que ha hecho que no se le trate políticamente con la suficiente seriedad es que los gobernantes y políticos en general gobiernan o legislan no pocas veces en causa propia, o porque se ponen en riesgo otras políticas económicas en las que tienen intereses.
Las adicciones posmodernas
Las adicciones de hoy no son solo a las sustancias, a las drogas. Hoy día un importante porcentaje de las adicciones lo componen las denominadas adicciones comportamentales o adicciones sin sustancias, las cuales en muchas ocasiones terminan en una conducta tipo hikikomori. En efecto, muchas de las adicciones de hoy son adicciones a las pantallas, a los juegos y apuestas en línea, a la sexualidad virtual y la pornografía, a la comida, entre otras. Y no por ello dejan de ser igual o mucho más dolorosas y lesivas que las adicciones a sustancias, como el alcoholismo y las drogadicciones.
Las adicciones sin sustancia igualmente llevan a niños, jóvenes, adultos y viejos a la desesperación y el desasosiego, a la frustración y la culpa, y a un profundo dolor psicológico y con ello a la depresión y la ansiedad, y a conductas autolesivas y al suicidio.
Numerosas investigaciones muestran cómo todas las adicciones se comportan cerebralmente de manera similar, sean adicciones a sustancias o adicciones comportamentales. De tal forma que el uso indiscriminado de las pantallas a tempranas edades, y que ha llevado incluso a que se sustituya el biberón por el celular, está haciendo que muchos niños sean adictos desde sus primeros años a estimular la producción de dopamina en sus cerebros (neurotransmisor asociado al placer) para “calmarse” para “distraerse”, lo que antes se hacía leyéndole o contándole una canción de cuna.
Para los próximos años tendremos un aumento exponencial de las adicciones a las pantallas, a las nuevas tecnologías, a las apuestas en línea; por ende, mayor cantidad de adictos a sustancias. Varias investigaciones demuestran la proclividad de quienes han sido desde niños adictos de las pantallas en el desarrollo posterior de adicciones a drogas.
No obstante, la mirada de los gobiernos a este tipo de adicciones es la misma que tuvieron a principios de los años sesenta con las adicciones a drogas, desdeñosa y pueril, lo que hizo que millones de seres humanos se perdieran en lo que para el momento eran conductas in-nomen, dado el desconocimiento de su carácter de enfermedad.
Un adicto al juego en línea, a las pantallas, a internet es también una persona enferma, con alto riesgo de seguirse haciendo daño, incluso físico, hasta quitarse la vida. Pero no atendamos —o dejemos de atender— este u otro fenómeno social o individual porque el parámetro “vida” aparezca comprometido. Dejemos de valorar las adicciones solo porque pongan o no en riesgo la vida. Ese es un criterio de evaluación pobre, arcaico y propio de sociedades poco sensibles, poco humanas y humanizantes. Es como seguir valorando como actos importantes de violencia solo a aquellos que generan homicidios y como poco importantes a aquellos que producen lesiones psicológicas o morales. ¡Qué estolidez, qué anacronismo! El solo dolor psicológico que generan las adicciones en el adicto y en la familia es motivo suficiente para construir grandes y contundentes políticas públicas que las eviten, sobre todo porque las víctimas siempre se inician en ellas siendo niños o adolescentes. Las políticas públicas consisten en buscar el bienestar social e individual.
Las adicciones y los gobernantes
Las adicciones son eso, dolor psicológico, frustración, desasosiego, desesperanza, depresión, ansiedad, ideas de acabar con todo, “de no seguir”.
Aún hoy, después de 38 años de haber visto a muchos morir y a otros seguir sufriendo porque aún no han podido salir, y claro, a miles haber emergido y vivir felices y agradecidos con la vida y con su Dios después de años de fracasos y sufrimiento, me siguen sorprendiendo las pusilánimes posturas de los gobiernos de turno frente al problema.
Una y otra vez los aspirantes a gobernar incluyen el problema de las drogas en sus agendas electoreras, se refieren a él teatralmente como una enfermedad a la que hay que darle un enfoque de salud pública y de prevención, pero una vez llegan al Gobierno aflora tal vez lo que realmente piensan sobre el asunto, en algunos porque su postura se ve determinada por su propia vivencia en cualquiera de los eslabones de la cadena del continuum producción-droga-consumo, porque son gobernantes o legisladores consumidores ocasionales o adictos a sustancias ilegales, o porque tienen o han tenido cercanía con el tráfico o el lavado de activos. Y esto último sabemos que no es extraño en nuestro país.
Ese vínculo de políticos, gobernantes y legisladores con algún eslabón de la cadena producción-venta-consumo ha determinado en buena medida el manejo histórico que se le ha dado al tema en Colombia, más que en cualquier otro lugar del mundo. No nos llamemos a engaños: aunque revistan su postura frente a las drogas con discursos y argumentos de narrativa relativista postmoderna con la que alimentan posverdades en estas épocas de redes e influenciadores, en realidad sus falacias son fácilmente desentrañables.
En efecto, ningún impedimento debería ser mayor para legislar o gobernar en lo concerniente al consumo de drogas ilegales, que ser un consumidor habitual, adicto o tener o haber tenido vínculos con el tráfico de drogas. Sin embargo, todos sabemos que estas situaciones han estado presentes en grado sumo cuando se han decidido políticas públicas al respecto en Colombia. Los tratados y los tratadistas acerca de la prevención del consumo y abuso de drogas señalan con claridad que estos factores son determinantes inapropiados para el diseño de planes y programas preventivos, y en consecuencia deberían ser impedimentos infranqueables e inamovibles. Pero eso no pasa en nuestro país.
Lamentablemente otra actitud quizá peor, que ha venido haciendo carrera, la cual hemos visto en legisladores y gobernantes nuestros, es la de impulsar medidas indiscriminadas sobre el uso de drogas, usando su propia historia de consumo, pero falseándola, manifestando públicamente que ellos siempre han podido ser consumidores autorregulados, controlados, cuando en realidad, clínicamente, porque es conocido, han tenido y tienen las mismas conductas problemáticas de todo adicto a causa de sus adicciones (incumplimientos, robos, accidentes, violencia, problemas personales y familiares, depresiones asociadas, etc.). Ese tipo de estrategia, embustera y canalla, obviamente la utilizan para ganar adeptos en ciertos sectores sociales, argumentando así una aparente inocuidad de dichas sustancias, lo que finalmente repercute en un argumento del uso indiscriminado más que regulado (lo que es su verdadera intención, aunque digan lo contrario, porque no es estratégicamente apropiado ser explícitos).
Esos mensajes instauran sentimientos de desesperanza y fragilidad en quienes no han logrado detener o regular el consumo y luchan día a día tratando de lograrlo. Así también, producen sentimientos de disgusto y rabia en quienes padecieron una adicción que les costó mucho superar, y por eso, ni ellos ni sus familiares, quienes también vivieron el doloroso camino de la adicción, les creen sus discursos acerca de la inocuidad de las drogas, o lo que es peor, que las drogas solo “enganchan” a quienes tienen ciertas condiciones, o son poco determinados o frágiles para abandonar el consumo.
Con las drogas y las adicciones no son válidos los discursos moralizantes, pero tampoco los discursos trivializadores y banalizadores; por el contrario, solamente es recomendable la prevención y la atención científica del problema, esa que por serlo no se engaña, porque reconoce las lamentables repercusiones que las drogas producen en los cerebros, sobre todo en los que están en pleno desarrollo.
La felicidad como fin de gobernar
Ya es hora de que los gobiernos de forma tácita o explicita dejen de transmitir el mensaje de que los programas de prevención no funcionan o funcionan poco, o que no se justifica invertir dinero en un problema de pocos (todos son embustes). En efecto, es hora también de que los gobiernos hagan acopio de los conocimientos de la ciencia de las adicciones para prevenirlas. Acopio que lastimosamente sí hace la contraparte; los mercaderes de la droga y sus asesores, por lo general profesionales del comportamiento, la química y la salud humana, al servicio de las empresas que se valen de la adicción para que su negocio crezca. Ya basta con tratar de presentar la adicción a las drogas como un problema de pocos, porque no son muchos los que mueren (según ellos), aunque sí los son, y los que si bien no fallecen, padecen dolor psicológico a lo largo de sus vidas. Basta ya de acudir a las estadísticas mentirosas de que son muchos los que empiezan y pocos los que se quedan, pues estas por lo regular no evalúan el fenómeno en grupos similares que comparten factores de riesgo comunes. Evidentemente, la prevalencia del consumo de drogas es mayor en poblaciones con condiciones socioeconómicas desfavorables y en consecuencia con mayores niveles de vulnerabilidad.
La política debe tener como fin principal, tal como nos lo enseñó Aristóteles (2008), la felicidad, el bienestar y la vida virtuosa de los conciudadanos. Debemos recobrar esa máxima aristotélica cuando pensemos en el problema que representa, para cualquier persona, una adicción, sea cual sea su objeto. Ya basta de refugiarnos en palabrejas pseudoprogresistas para ocultar la actitud claudicante que asume el Estado ante problemas como este, solo porque es mejor no correr riesgos de fracasar en una política de estas dimensiones; lo cual, claro está, es muy probable que suceda si no se hace con verdadera voluntad política.
Hay que prevenir que nuestros niños se inicien en el consumo de drogas y en conductas adictivas, en contravía de la desidia amparada en discursos que minimizan las consecuencias, basados en las creencias supuestamente liberales de que las drogas son inocuas, que siempre se han usado y no pasa nada, que siempre habrá un pequeño grupo (de débiles) que se enganchan, que los intentos por controlar o regular su consumo son los que crean una especie de iatrogenia. Dicho de otra manera, no más con la consigna “con las drogas laissez faire, laissez passer”, porque claro, ello, hasta que tocan a tu puerta.
La ignorancia, quizá voluntaria, o involuntaria, del continuum (producción, tráfico, prevención, consumo, adicción, tratamiento) es uno de los mayores, sino el mayor sesgo cognitivo, cuando se intenta analizar el “problema de las drogas”. Por lo general se aborda el tema desde uno de los componentes, casi siempre el de la producción o el del tráfico, desconociendo los otros y su dinámica interaccional entre todos.
Para finalizar, quizás les resulte más fácil a estos gobiernos pueriles empezar a entender el problema desde la dimensión económica, a partir de evidencias incontrovertibles que han demostrado las consecuencias por no invertir en prevención o en tratamiento, sin considerar los inmensos costos humanos y sociales resultado de no prevenir o no tratar a una persona con enfermedad adictiva. Algunas estimaciones del NIDA (2020) mencionan que por cada dólar que se invierte en prevención, se ahorran entre 4 y 10 dólares en costos de tratamiento y de aspectos jurídico-penales.
El siguiente es un caso real, al cual se le han introducido elementos de otros casos y se le han cambiado los nombres de las personas.
Alberto es un médico anestesiólogo de 52 años que vive en Bogotá, donde creció y ha estado siempre. Hace quince años dejó de inyectarse fentanilo y de consumir cualquier otra sustancia psicoactiva o alteradora anímica, incluso alcohol.
Su exesposa, Ángela, es una médica ginecóloga de 51 años. Se conocieron en la universidad. Estudiaron medicina juntos. Desde esa época Alberto consumía marihuana a diario. Había empezado a hacerlo a los 15 años con compañeros del colegio, y aunque ellos consumían alcohol, Alberto no lo hacía, lo aborrecía.
Sus padres lucharon desde esa época con su consumo, especialmente su madre. Alberto se enfrentó a su padre por ello, argumentándole que él no tenía derecho a decirle nada si él llegaba borracho cada viernes a su casa y cada noche tomaba whisky hasta quedarse dormido en la silla de su estudio.
El padre de Alberto fue un abogado y magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Estuvo preso varios meses por haber cometido un homicidio culposo, ya que en estado de embriaguez atropelló a una anciana, quien por las heridas falleció a los pocos meses. Por sus influencias y mediante un arreglo económico con la familia de la víctima pudo quedar libre antes de lo establecido.
Alberto fue el mayor de los hijos. Los dos siguientes, una hermana abogada, también se casó con un abogado alcohólico. Aún convive con él, en una dinámica de amenazas por dejarlo y reconciliaciones bajo promesas; incluso lo deja por unos días, pero luego vuelven nuevamente. Ha habido agresiones de todo tipo de él hacia ella. A los ojos de cualquier persona que conoce a esa pareja y familia, ella es la salvadora del matrimonio y de la familia. Aprendió de su madre a ser enfermera-cuidadora-salvadora de su marido alcohólico y no su esposa.
El esposo alguna vez logró estar abstemio un año, pero para la pareja ese fue un periodo de mayor conflicto. Ella no se ubicaba, lo recriminaba constantemente por todo, él optó por no responder, hasta que una tarde llegó borracho nuevamente y ella desde ese día volvió a referirse a lo desgraciada que era su vida, pero parecía más estable.
Tienen dos hijos hombres. Ambos tienen graves problemas de drogadicción. No han culminado sus carreras universitarias. El bachillerato lo validaron en instituciones dedicadas a esto. Uno de ellos es “cocinero” (fabricante de 2CB).
El otro hermano de Alberto es un ingeniero civil. Un hombre práctico, soltero, deportista, no consume alcohol ni otras drogas. Su vida es hacer dinero.
De su matrimonio con Ángela nacieron dos hijos. Hoy tienen 19 y 18 años. Ambos están en la universidad. Ninguno de ellos consume drogas y muy esporádicamente ingieren alcohol.
Durante el noviazgo, Ángela le reclamaba a Alberto por sus permanentes “trabas” de marihuana. Él le decía que la controlaba, que la marihuana era un producto natural, que no hacía daño como sí lo hacía el alcohol o la cocaína. La indujo en algunas ocasiones a consumir, pero ella no experimentó mayor efecto, incluso le resultó desagradable. Ella nunca comentó con sus padres sobre el consumo de marihuana de Alberto ni, posteriormente, de benzodiacepinas y otros medicamentos psicoactivos. Sus amigas y compañeras de la universidad sí le expresaron su preocupación por el noviazgo con Alberto, e incluso le sugerían que lo dejara. En el fondo Ángela creyó que el amor que le sentía lograría sacarlo de “eso”.
Alberto empezó a robarse las ampolletas de fentanillo en el hospital durante la residencia. Antes ya había cambiado en buena medida la marihuana por los tranquilizantes. También en las noches empezó a utilizar estimulantes para salir del aletargamiento de las benzodiacepinas que usaba, y para estudiar.
Administró anestesia en centenares de cirugías bajo el efecto de opioides, benzodiacepinas, anfetaminas, y/o de marihuana.
No fueron suficientes los reclamos, ni las noches y días de sufrimiento de Ángela y de los demás familiares para que Alberto le diera un cambio a su vida.
No obstante, Alberto es quien más sufrió con su adicción. Intentó abandonar el consumo de muchas maneras, acudió a psiquiatras y psicólogos de todas las orientaciones, también con métodos alejados de la ciencia médica y, sin embargo, no lo logró hasta después de 22 años de sufrimiento por el consumo de drogas, luego de haber perdido su empleo y el prestigio profesional, momento en que decidió acudir a nuestro servicio de tratamiento para adicciones. Requirió varias semanas de hospitalización y algunos meses más de psicoterapia con el equipo interdisciplinario para sanar su adicción y de las consecuencias emocionales que le produjo.
Alberto es hoy día un hombre feliz. No se volvió a casar, pero tiene una pareja hace unos diez años, con la que convive por días, y mantiene una relación amorosa y ejemplar con sus hijos. Su madre lamentablemente no pudo volver a verlo bien.
Referencias
Accinelli, R. A., Tafur, K. B., & Lam, J. (2020). El cigarrillo electrónico: un problema de salud pública emergente. Revista Peruana de Medicina Experimental y Salud Pública, 37(1), 122-128.
Ahmed, N., Maqsood, A., Abduljabbar, T., & Vohra, F. (2020). Tobacco smoking as a potential risk factor in transmission of COVID-19 infection. Pak J Med Sci, 36(COVID19-S4), S104-S107.
Aristóteles. (2008). Política. Madrid, España: Gredos.
Bettin, M. (2022, Septiembre 21). Hikikomori: la nueva forma de aislamiento que preocupa a padres y maestros. Revista Cambio. Recuperado de https://revistacambio.com/hikikomori-la-nueva-forma-de-aislamiento
Bhatta, D., & Glantz, S. (2019). Association of e-cigarette use with respiratory disease among adults: A longitudinal analysis. Am J Prev Med, 57(6), e1-e8.
Cárdenas, X. D. S. J., Mendoza, M. M., Sustaeta, P. B., & García, B. S. (2016). Percepción de riesgo y consumo de drogas legales en estudiantes de psicología de una universidad mexicana. Revista Investigación en Salud Universidad de Boyacá, 3(1), 16-32.
Dorr, A., Gorostegui, M. E., Viani, S., & Dörr, M. P. B. (2009). Adolescentes consumidores de marihuana: implicaciones para la familia y la escuela. Salud Mental, 32(4), 269-278.
Ellington, S., Salvatore, P. P., Ko, J., et al. (2020). Update: Product, substance-use, and demographic characteristics of hospitalized patients in a nationwide outbreak of e-cigarette, or vaping, product use-associated lung injury - United States, August 2019-January 2020. MMWR Morb Mortal Wkly Rep, 69(44), 44-49.
Evren, C., & Griffiths, M. D. (2022). Gaming Disorder. En H. M. Pontes (Ed.), Behavioral Addictions: Conceptual, Clinical, Assessment, and Treatment Approaches (pp. 31-67). SpringerLink.
Galarza, A. S., López Mero, P. J., Pibaque Tigua, M. C., & Collantes Zavala, A. J. (2024). Percepción de riesgo sobre el consumo de drogas en estudiantes universitarios. Revista Cubana de Medicina Militar, 53(1), 4-12.
García del Castillo, J. A. (2012). Concepto de percepción de riesgo y su repercusión en las adicciones. Salud y Drogas, 12(2), 133-151.
Gómez-Bonilla, M. A., Lopez-Díaz, I., Lozano-Marulanda, S., & Asencio Santofimio, H. A. (2023). El vapeo como hábito de los adolescentes y jóvenes en Colombia: Una revisión de la literatura. Salutem Scientia Spiritus, 9(4), 66-70.
Gómez Rubio, J. D. (2012). 8 mitos de la legalización de las drogas. Procuraduría General de la Nación.
Mardani, M., Alipour, F., Rafiey, H., Fallahi-Khoshknab, M., & Arshi, M. (2023). Challenges in addiction-affected families: A systematic review of qualitative studies. BMC Psychiatry, 23(1), Article 439. https://doi.org/10.1186/s12888-023-04927-1
Molés Gascón, C., Lapuente Linares, M. T., Garrido Merino, M. M., Aznar Cester, R., Lloro Lancho, M. D. M., & Rodríguez Arto, M. E. (2024). Efectos adversos del consumo de drogas: Revisión bibliográfica. Revista Electrónica de PortalesMedicos.com, XIX(8), 218.
National Institute on Drug Abuse (NIDA). (2020). The cost of substance abuse in America. Recuperado de https://www.drugabuse.gov/
National Institute on Drug Abuse (NIDA). (2022, Octubre 6). Tratamiento y recuperación. Recuperado de https://nida.nih.gov/es/publicaciones/las-drogas-el-cerebro-y-la-conducta-la-ciencia-de-la-adiccion/tratamiento-y-recuperacion on 2023, March 7.
National Institute on Drug Abuse (NIDA). (2023, Marzo 23). Tratamiento y recuperación. Recuperado de https://nida.nih.gov/es/publicaciones/las-drogas-el-cerebro-y-la-conducta-la-ciencia-de-la-adiccion/tratamiento-y-recuperacion en 2023, Octubre 20.
Panova, T., & Carbonell, X. (2022). Social Media Addiction. In H. M. Pontes (Ed.), Behavioral Addictions: Conceptual, Clinical, Assessment, and Treatment Approaches (pp. 69-95). SpringerLink.
Pomerleau, O. F., & Pomerleau, C. S. (1987). A biobehavioral view of substance abuse and addiction. Journal of Drug Issues, 17, 111-131.
Pontes, H. M., & Griffiths, M. D. (2022). Behavioral Addictions: Conceptual, Clinical, Assessment, and Treatment Approaches. SpringerLink. https://link.springer.com/book/10.1007/978-3-031-04772-5
Sugrue, D. (2022). Behavioral addictions. En J. D. Avery & D. Hankins (Eds.), Addiction medicine: A case and evidence-based guide (pp. 113–122). Springer Nature Switzerland AG. https://doi.org/10.1007/978-3-030-86430-9_11
Twenge, J. M. (2014). Generation Me: Why Today’s Young Americans Are More Confident, Assertive, Entitled – and More Miserable Than Ever Before. Atria Books.
Twenge, J. M. (2017). iGen: Why Today's Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy – and Completely Unprepared for Adulthood. Atria Books.
Washton, A. M., & Boundy, D. (2022). Querer no es poder: Cómo comprender y superar las adicciones. Ediciones Paidós.
World Health Organization. (2021). WHO global report on trends in prevalence of tobacco use 2000-2025 (4th ed.). Geneva, Switzerland: WHO.
