Crédito: Random House
Primer capítulo de La mujer incierta, novela de Piedad Bonnett que se presentó el 27 de agosto
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CAMBIO publica el primer capítulo de La mujer incierta, última novela de la ganadora del Premio Reina Sofía, Piedad Bonnett, quien con su prosa poética y contundente retrata su vida. Y la de las mujeres. A partir de hoy, y hasta agotar existencias, quienes se suscriban a Cambio por un año, en plan recurrente, recibirán esta espléndida novela.
Por: Redacción Cambio
DEL ALMA
(QUE ES EL CUERPO)
TÁPATE
Le pregunto a mi amiga si se acuerda de en qué momento le empezó a crecer el vello púbico. Suelta una risita, ladea la cabeza todavía sonriendo y hace silencio durante unos segundos. No, no tiene la menor idea.
Yo tampoco. Y no se trata de simple desmemoria, porque, en cambio, tenemos claro el momento en que nos crecieron los senos. Yo debía tener once años, y me veo en el bañito debajo de la escalera, el que llamábamos “de emergencia”, levantándome la blusa para constatar aquel milagro. También recuerdo llevarme un poco de mi propia orina a los labios, con la yema de los dedos, sentir en la lengua su sabor salado y amargo.
Mi cuerpo era un total misterio para mí.
Ni siquiera podía nombrar ciertas partes con alguna precisión. Ni en la casa ni en el colegio se hablaba de senos o de tetas. Dos palabras con las que no logro reconciliarme: senos me sigue pareciendo lejana, falsa, impropia. Tetas, de una fealdad inaceptable. Ni vagina, ni mucho menos clítoris eran palabras que estuvieran en mi vocabulario. Busto era lo que decíamos, cuando nos atrevíamos a nombrar esa parte del cuerpo en transformación. Helen, una compañera esbelta, cuya belleza envidiábamos, opinó que yo tenía un busto muy bonito. Recibí encantada aquel elogio inusitado, porque jamás habría imaginado que ese adjetivo pudiera aplicarse a esa parte de mi cuerpo. Ni de ningún cuerpo.
Unos años antes, tendría nueve o diez, había copiado de alguna parte un desnudo, una mujer sentada sobre sus piernas con unas flores en las manos. Orgullosa de mi logro corrí a mostrárselo a mi madre, que en vez de alabar mis destrezas me señaló que no debía pintar cosas “como esas”. Así que empecé a buscarlas. Por el camino encontré varias. La primera fue la de una mujer con un niño prendido al pecho, en un folleto sobre la lactancia que escondí entre mis libros para llevarlo al colegio, con el ánimo de sembrar el desconcierto entre mis compañeras. En el recreo, tres o cuatro juntamos nuestras cabezas sobre aquella imagen perturbadora, cuya visión nos dejó inquietas y asustadas. Mucho más tarde, ya en plena adolescencia, iba a descubrir otras: los pubis de Play boy y los dibujos explícitos sobre sexo de un libro de estampas japonesas. Y la escena descrita por Henry Miller en Trópico de Cáncer, brutal y casi imposible para la desinformada que todavía era yo a los quince años: un hombre masturbándose con una manzana a la que le ha abierto un agujero.
De todos modos, y a pesar de la pacata reconvención de mi madre, encuentro que el pudor es bello en su contención y su misterio. En su discreta elegancia.
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La vergüenza es un sentimiento insoportable, porque a veces se confunde con la humillación y otras nos acerca al precipicio del ridículo. Hay una forma de la vergüenza que a mí me resulta especialmente insoportable y que siempre es a posteriori: la que nace de la conciencia de haber desnudado, inútilmente, nuestras fragilidades, de haber expuesto nuestras miserias a alguien que no lo merecía. Pero hay otras vergüenzas que nos son impuestas por el medio en que nos hemos criado. ¿Por qué nos abochorna nombrar ciertos órganos? Leo que hay pacientes que mueren por no nombrar el lugar donde les duele. Y hay enfermedades que nos avergüenzan. Al viejo, la incontinencia urinaria. Al hombre, la disfunción eréctil. A la mujer, la vaginitis. Avergüenza hablar de flujos, de malos olores, de sudor excesivo, de hemorroides. De todo aquello que evidencia nuestra parte animal. De lo que se hace en total intimidad: defecar, orinar, expeler, tener sexo. (A mi cabeza ha venido una imagen que nace de alguna lectura: la de los fugitivos del fascismo que partieron de Marsella hacia la Martinica hacinados en el “Capitaine Paul Lemerle”, entre los que se contaban Victor Serge, André Breton y Claude Levi-Strauss, con sus culos al aire desde la borda, porque no tenían otra opción a la hora de defecar. Lo que eso significaba para su dignidad, la forma en que esa humillación diaria acentuaba su desdicha).
Tengo una amiga que sufre de dolores insoportables. Se los produce un nervio sensitivo que casi nadie ha oído nombrar, el pudendo, que, si entiendo bien, va del clítoris al ano, y afecta todos los órganos alojados en la zona pélvica: la vejiga, la vagina, el recto, los genitales externos. Pudendo, según la RAE, quiere decir feo, torpe, que avergüenza. Viene del latín pudendum, que significa que produce pudor, que debe taparse. Y también significa órganos sexuales femeninos. Hoy pudendo es un nombre médico para vulva.
En The New York Times hay un exquisito artículo que se detiene en cómo el término pudendo supone, desde su origen, que los genitales de la mujer – no los de los hombres, bellamente expuestos en la estatuaria griega - son vergonzosos; y, por tanto, en el carácter sexista del término. Allison Draper, una estudiante norteamericana que se interesó en el tema, señala que pudendo “es el único término anatómico que tiene un contexto moral”.
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Es curioso que Courbet haya titulado El origen del mundo, su hermosísima pintura de un desnudo sin rostro, donde el primer plano es el de una vagina cerrada, coronada por un vello profuso. Todo en ese cuerpo rebosa salud, naturalidad, juventud. Y aunque la imagen es hiperreal, no hay en ella el artificio que encierra el sexo del porno: ese que Baudrillard afirma que es contrario a la seducción. Aunque hay en ese primer plano una sensualidad que roza el erotismo, Courbet, tal vez temeroso de la reacción del público – que, en efecto, se escandalizó al verla- sublimó su pintura con el título, que apunta, no al goce, sino al poder del cuerpo femenino de “dar a luz”.
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En el largo dormitorio hay dos filas enfrentadas de catres vacíos, tendidos con sus colchas blancas, tirantes, idénticas. Cada día, antes de que amanezca, la monja de turno revisa que no haya ni una arruga: lo que se espera es que si se arroja una moneda sobre la cama, esta rebote. Sin embargo, hoy hay una cama revuelta. Son las dos de la tarde y en ella está una adolescente de catorce años recién cumplidos con la vagina en llamas. Alguien le ha dicho que se eche polvos de talco para aplacar el ardor, y ella lo ha hecho, con fe ciega, sin entender qué puede estar pasando allí abajo, donde uno nunca se toca, donde nunca nadie la ha tocado.
¿Qué disculpa habrá sacado para que la dejen ir a acostarse a media tarde? Porque ella es incapaz de decirle a la directora de grupo que ahí le pica, le rasca, como si tuviera un nido de hormigas. Tampoco le escribirá a su madre mamá, me arde cuando orino, me quema, me duele, porque sentiría vergüenza de hablar de una enfermedad ahí, ni tampoco tengo ganas de volver y abrazarte, porque en su casa no se habla de sentimientos, y el amor jamás se ha expresado con abrazos. Con cuidados, sí. Con ropa bonita, limpia y planchada. Con chocolate caliente a la llegada del colegio, tostadas que huelen desde que ella y sus hermanos pisan la puerta y gritan mamá, solo para oír su voz, para saber que está en casa, como siempre, y que la vida sigue sin perturbaciones.
Cuando hoy, tantos años después, le pregunto a mi hermana por qué cree que me enviaron a ese lugar, ella me dice que las monjas españolas que me expulsaron les dijeron a mis padres que yo necesitaba un cambio. La verdad es que me consideraban mala. Mi propia hermana, de apenas trece años, me consideraba mala, y así me lo hacía saber. Esa palabra, dicha o imaginada, me envolvía como un líquido viscoso, que olía horrible, que me avergonzaba. Yo era una niña mala. “Un mal elemento”. “Una mala compañía”. ¿Cómo no iba a ser mala si siempre estaba rodeada de muchachos, adolescentes toscos con caras marcadas por el acné, con los que patinaba, con los que me escapaba a los parques, con los que coqueteaba sentada en los muros de los antejardines de las casas de ladrillo de mi barrio, de los que ellos huían espantados cuando llegaba mi padre, que nos tenía prohibido “tener amigos”?
Hay imágenes de nosotros mismos que, en retrospectiva, no soportamos. Aquellas en que nos vemos haciendo el ridículo, o en condición de inferioridad. Cartas de amor que deberíamos haber roto. Aquiescencias. Ruegos. Aquel vestido inapropiado. Una situación vergonzosa. Duré años para dejar de odiar la idea de mí misma que aquellas monjas me transmitieron. Yo era una niña estridente. Pecaminosa. Ahora que lo pienso, lo que sucedía era que todos los que me rodeaban tenían miedo de verme caminar en un umbral del que yo era inocente.