Redescubrir la piel del otro héroe
1 Septiembre 2024 04:09 am

Redescubrir la piel del otro héroe

Germán Cuervo.

'La sombra entrelíneas’, novela de Germán Cuervo, es un airoso viaje de retorno al y desde el corazón de las tinieblas del Cali de Andrés Caicedo.

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Por Hernán Darío Correa

Como un descenso en un Airbus al Cali de hoy, que con los días de la escritura se va recubriendo de las sombras y las luces de la infancia, la adolescencia y la primera juventud de su autor, empieza esta novela de iniciación escrita a los 70 años por quien ya había inundado esa ciudad de mar en otra de sus palpitantes historias. Y nos ofrece un conmovedor mentís al aserto de su amigo Andrés Caicedo, de quien debe relatar cómo fue su vida por encargo de un editor español, y acaba descifrando ante nuestros ojos de lector que aquel fatídico aserto sobre la deshonra de vivir después de los 25 años, era tan auténtico como personal y relativo.

Con un cruce simbólico de claves literarias, que van desde explícitas alusiones a Poe y a Conrad, Germán Cuervo cumple el encargo de mostrarnos los caminos por donde transitaron los pasos de la vida de Andrés por la sombría Cali de los años 50 y 60, y lo hace de la mejor manera posible: volviendo a la intimidad de la suya propia como vecino, amigo y cómplice de los secretos de aventuras de iniciación de quien abrió su propia narrativa con una obra de teatro titulada La piel del otro héroe -como bien hubiera podido titularse este libro-, haciendo eco a ese encargo, pero también a lo que fue el sino de sus búsquedas: cómo llegar a ser Otro bajo la costra de misterio, dolor y crueldad de la ciudad donde anidó y asumió su destino la generación de sus padres.

Por ello esta novela es varias cosas al tiempo: un mentís; un descenso a los infiernos de la historia que fraguó aquella ciudad en esos años; y un retorno airoso desde el misterio de sus noches y de sus calles, guiados por las propias señales de quien fue puliendo una lucidez implacable desde la singular soledad de una infancia rodeada de seres siempre tan complejos como interesantes, a partir de los chorros de luces negras de esos faros que fueron el poema El cuervo de Edgar Allan Poe, y las novelas La línea de sombra y El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, cuyas metáforas invierte para enfrentar las propias penumbras que anidan aún en las entrelíneas de su ciudad en su retorno para escribir lo que resultó ser su propia novela como espejo del retrato de su amigo.

Porque, en efecto, es una narración que a tientas mira y se mira, y se descubre detrás de aquella piel “del otro héroe”, hasta el encuentro con el fantasma de sí mismo, que aún deambulaba por una de las calles de su infancia, y que a partir de un diálogo cara a cara es redimido por una contundente escritura dolorosa que alterna poemas, anécdotas, sueños y recuerdos, de una forma tan libre como la de aquellos muchachos osados que se volaban física o mentalmente de la casa desde muy niños, para descubrir el mundo viajando al parque, al río, a las calles y los lotes enmontados, a los cerros y luego a los mundos iluminados del LSD, alternando paraísos naturales y artificiales, desembocando inexorablemente en el primer descubrimiento detrás de otra novela emblemática de la región misma, la de Jorge Isaacs: Al este de este Edén… / Al este de este otro lado del paraíso. / Por encima de la tristeza, / Oteabas en el Valle / Una vasta extensión de ambigüedades.

Portada


Levantando pieles, pero dejando al garete su propósito explícito de escribir en medio de la modorra caleña, el escritor encargado es tomado por asalto por los viejos tics del excéntrico niño que fue, con el resonar del poema de Poe: “De todas maneras estaba allí ese gorgojo, el de las vigas carcomidas del cerebro, el gusanillo de la conciencia: ‘Pronto oí llamar de nuevo, esta vez con más violencia’”.

Para desembocar siempre en los recodos de las transformaciones de un país y una ciudad narrada una y otra vez por sus padres y hermanos mayores, cuando intentaban asir los sucesivos cambios de piel impuestos por el relevo incesante de unas sombras por otras, cada vez más densas, impuestas por dos guerras mundiales, el desastre de la Violencia en Colombia, las reformas urbanas de mediados de siglo, la explosión de los camiones de dinamita del dictador Rojas Pinilla que evisceró la ciudad de los prostíbulos y derribó las puertas y las ventanas de las casas de los recién llegados inmigrantes, en unas vecindades y parajes urbanos siempre cargados de misterios, silencios, miedo y crueldades acalladas por la palpitante cotidianidad de la vida familiar enfrente de un parque y un estanque, en el metafórico, pero literal castillo de Versalles, emblemático de la clase media de la Cali de aquellos años, en el barrio del mismo nombre donde vivían las familias Caicedo y Cuervo, esta última ahora transfigurada con la mímesis de un simbólico apellido Castaño…

En esa cotidianidad se hacían imposibles los diálogos con los padres, austeros en sus expresiones de afecto, crueles en sus formas educativas, heredadas de la culposa y férrea tradición católica de inhibición de la vida y de miedo y represión a las mujeres… Impotencias, la homosexualidad como el gran pecado capital; un joven con un revólver en el bar de los serenateros inmortalizado en ¡Que viva la música!, “Aquí es Miguel”, que se hace matar porque “esto es venganza”, sin saber de qué ni por qué; y grietas luminosas: una biblioteca en la casa, amistades capaces de guardar secretos, de crecer con complicidades y de valorar los compromisos de unos y otros, primero con el juego de los imaginarios infantiles, luego con la lectura de los comics, las tiras cómicas y libros esenciales, después con la escritura, y con el cine… Hasta el punto de la inmensa obra de Andrés Caicedo, ya publicada en su totalidad por Seix Barral, y del mismo Germán Cuervo, quien, además de varias novelas, cuentos (Los indios que mató John Wayne. Bogotá, La Oveja Negra, 1985. 158 páginas) y poemas, fue un gran dibujante desde el colegio, y ha forjado una obra pictórica notable.

Hasta las fugas… Del suicidio, de las muertes prematuras, del exilio; y el valeroso e incierto retorno hasta el hotelito donde se refugió a sus setenta años para intentar hacer su tarea, en el cual fue descubriendo que hablar de sí mismo era la mejor manera de hacer el mejor retrato de Andrés: el de la intimidad de las búsquedas interiores de un grupo de amigos, y sus correrías por la ciudad de sus mayores, queriendo hacerla suya, devorándose sus calles, huyendo hacia los confines de sus cerros, quebrando los espejos de aquellos, descubriendo las ambigüedades de sus historias y destinos y la propia tragedia de sus vidas encarnadas en las propias…

“¡Marica! Ahora lo digo, pero en esa época era imposible de expresar. Esta exigencia educacional no era exclusiva de mi madre. Tenía que ver con la ciudad de ese entonces y antes del narcotráfico que permeó de vulgaridad todos los estadios. (…) Lo curioso es que a los jóvenes y autores de Medellín les encantan los tacos verbales gruesos y en una novela, o una película de Cali, puede no escucharse en absoluto una palabra obscena, mientras los personajes están cometiendo las peores atrocidades. Es un rasgo que acentúa la atmósfera siniestra de la ciudad. La ausencia de color de la urbe, ese blanco y negro, los claroscuros, en las atmósferas urbanas, artísticas, como se ve en la obra de Ever Astudillo, Óscar Muñoz, en el fotógrafo Fernel Franco, en Gertrian Bartelsman, algo va a pasar, puede pasar, va a estallar una bomba, van a robar, a matar a alguien, existe esa inminencia, un temor soterrado. En blanco y negro y sin palabrotas ni amenazas ocurren las peores desgracias y no hay que comentarlas, se dice en voz baja. "No creas, el peligro está allí subyacente, debes mirar bien, observar detalladamente a las personas. El caleño puede moverse despacio, caminar elástico, fluido, como un gato o una gata, pero hay una contención, te está observando, él o ella mira y observa mucho, y su mirada es rápida en contraposición a unos movimientos relajados del cuerpo. Siempre parece que todo estuviera bien, que no pasara nada”.

Y “nada más…”, como recita aún el Cuervo parado sobre el busto de Minerva en la noche de Edgar Allan Poe, al cual declamaba el padre de este Cuervo sobreviviente cuando por primera vez el niño vecino, Andrés Caicedo, llegó hasta el pórtico del castillo y se sentó silencioso en la silla de piedra del antejardín…

Ahora, también airoso después del laberíntico y conmovedor trayecto por los tiempos cruzados de esta novela, puedo responderle a Germán la pregunta que deja flotando en unas de sus divagaciones sobre las orfandades en que nos dejaron la mayoría de nuestros compañeros, que repitieron el ciclo de sumirse sin rupturas en las sombras de aquella cotidianidad, dándole la razón, plena, a Andrés Caicedo.

Al entrar a quinto bachillerato, ubicado en otro salón; ya había pasado mucha agua por debajo del puente para el chico correcto que recitaba frente al colegio poemas a la Virgen María y recibía aplausos. Ese alumno ejemplar ya no existía. ¿Dónde estaban esos chiquitos a los que ya se había acostumbrado? ¿Dónde estaban Ricardo, Silvio, Hernán Darío, Guillermo, Jairo?”

En mi caso, tal vez porque aun siendo “caballo fresco”, como me disculpó Andrés alguna vez en plena Avenida Sexta ante alguno de sus compañeros de viaje que agresivo quería evitarnos el saludo, te cuento, querido Germán, que aquí sigo alborozado intentando descifrar las sombras de nuestra ciudad de adolescencia, en las entrelíneas de tu conmovedora y lúcida novela.

Germán Cuervo.
La sombra entre líneas.
Cali, Ediciones Grainart,
Abril de 2024. 260 páginas.

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