“Todo es digno de una sonrisa y de una tomada de pelo”: Alejandro López
9 Marzo 2025 07:03 am

“Todo es digno de una sonrisa y de una tomada de pelo”: Alejandro López

Alejandro López.

'Rumbo al territorio de los dioses’ es el libro de cuentos que acaba de publicar Alejandro López, un economista muy destacado y respetado que, al jubilarse, decidió darle rienda suelta a su sueño de ser escritor, que había postergado desde que era niño.

Por: Redacción Cambio

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Quienes conocen a Alejandro López de larga data lo identifican como un economista muy técnico y serio, que ha ocupado cargos en diversas entidades monetarias, y muy seguramente les habrá sorprendido encontrarse de pronto con su nueva faceta de escritor. A manera de anécdota, el año pasado, cuando presentó su libro de crónicas de viaje e iniciación en el yoga titulado Pedales, picos y posturas en la biblioteca del Gimnasio Moderno, su colegio, en el momento de firmar ejemplares de su libro hicieron fila muy obedientes y pacientes el gerente y varios codirectores del Banco de la República, exministros de Hacienda, exdirectores de asociaciones y superintendencias… en fin, el dream team de la economía colombiana.

López nació en 1963 y es economista de la Universidad de los Andes y tiene un doctorado en Economía de Westfield College and Queen Mary College, de la Universidad de Londres. Su vida laboral empezó en el Banco de la República y luego trabajó por 25 años en el Fondo Monetario Internacional en Washington DC. Ahora acaba de lanzar su libro de cuentos Rumbo al territorio de los dioses, sobre el cual habló con CAMBIO.

CAMBIO: ¿Por qué se dedicó a escribir literatura?

Alejandro López:
Siempre me gustó escribir. En el colegio me encantaba hacerlo en las clases con Pompilio Iriarte. En el trabajo me decían que escribía muy bien pues podía poner en términos sencillos cosas muy técnicas. Pero yo quería escribir algo menos pesado, que fuera divertido.

CAMBIO: ¿Es un sueño postergado?

A. L.:
Siempre dije que en lugar de economista hubiera querido ser escritor. Pero las comodidades de la vida del economista le ganaron a la incertidumbre financiera de un escritor con la necesidad de sacar una familia adelante. Si hubiera sido más disciplinado, quizás hubiera encontrado el tiempo en las noches para ser las dos cosas. Pero no lo hice.

CAMBIO; ¿Qué lo hizo cambiar de parecer?

A. L: Al jubilarme no tenía planes de ponerme a escribir. Pero gracias a un paseo de casi 4.000 kilómetros que hice en bicicleta por Europa escribí unos relatos que me hicieron recordar mi gusto por la escritura. Los relatos fueron originalmente publicados por El Espectador, y fueron recopilados en un libro: Pedales, picos y posturas, editado por Tragaluz en 2024.

CAMBIO: ¿Podría decirse que es un libro autobiográfico?

A. L:
Digamos que la mayoría de los cuentos son memorias mezcladas con diferentes grados de imaginación.

CAMBIO: ¿Que tan importante es usted el humor?

A. L.:
Muy importante, a pesar de que soy un tipo callado, casi mudo en muchas ocasiones. Con la presencia del humor en mis escritos trato de vengarme del Alejandro seriote y sin la velocidad mental típica de las personas que tienen chispa. Y con el humor trato de transmitir que no vale la pena tomarse tan en serio los logros ni las frustraciones en la vida, que todo es digno de una sonrisa y de una tomada de pelo. Conmigo no va la gente que se toma en serio, que no ríe cuando se burlan de ella con razón, que se siente poseedora de la verdad.

CAMBIO reproduce a continuación el cuento Viaje al más allá, tomado del libro de cuentos Rumbo al territorio de los dioses, publicado por Taller de Edición Rocca, sello Ex Libris, febrero de 2025:

***
 

Viaje al más allá

Tomás llegó al nirvana en una de sus otras vidas. Se preparó para ese viaje durante meses con clases de meditación y con lecturas de libros de viajes y temas espirituales. Aunque hacía menos de un año era agnóstico, el vegetarianismo, las prácticas diarias y el estudio intensivo de textos religiosos le prendieron una llama mística y un ardiente deseo de alejarse del materialismo de su ciudad y de acercarse al más allá, sumergido en la sabiduría de la tierra de los dioses.

Después de una escala de tres horas a más de mitad de camino, el tramo final del vuelo tardó cinco horas. La comida que le dieron en el avión era picante y rica y, como viajó con presupuesto limitado, pensó que sería la cena más elegante y sabrosa que tendría durante meses. Al aterrizar contempló desde el avión la verdadera pobreza, aquella que no se percibe en las revistas. Se dio cuenta de que leer sobre la miseria era una cosa, pero verla a tan poca distancia, extendiéndose como una llaga sobre la Tierra, era otra completamente distinta. Fue un pensamiento superficial que no procesó.

Tomás se bajó de la nave con energía y la ilusión de llegar al sitio con el que soñó durante tanto tiempo. Fue a buscar su morral y encontró que estaban dañadas las pantallas que decían en qué cinta se recogía el equipaje. Identificó a varios pasajeros que viajaron con él; esperaban sus valijas en tres cintas diferentes. Era claro que nadie sabía nada. De vez en cuando se veía una pelotera de gente que corría a cintas distintas, hasta que, después de treinta minutos, Tomás decidió también empezar a brincar como un saltamontes entre montañas de maletas, a empujar y a evitar que lo empujaran, y a gritar con ira y susto hasta que por fin rescató su morral.

Al hacer la aduana los militares le hicieron a Tomás una requisa tan minuciosa como nunca había conocido. Le desempacaron todo, hurgando lo que tenía dentro del morral una y otra vez. A su lado se encontraba una señora con pinta de tener ancestros occidentales, a quien había conocido en el vuelo. Ahora ella estaba con ganas de buscarles bronca a las autoridades. Le decía a Tomás que no abriera las cremas solares, que dejara que los militares las destaparan para que aprendieran a respetar y se untaran ellos las manos. Cuando efectivamente se embadurnaron hasta el codo, la señora los miró con burla y les dijo:
—Eso les pasa por mirar donde no les toca.

Tomás, con temor de que los militares se la dedicaran a él, la miró con ojos de reproche por cazar una pelea que no era suya. Al verle su mirada, la señora lo insultó por su falta de humor, de empatía y por ser occidental.

Al aterrizar contempló desde el avión la verdadera pobreza, aquella que no se percibe en las revistas. Se dio cuenta de que leer sobre la miseria era una cosa, pero verla a tan poca distancia, extendiéndose como una llaga sobre la Tierra, era otra completamente distinta.

Al pasar la aduana, respiró profundo y salió a abordar el bus que lo llevaría al centro de la ciudad. Se bajó donde no debía y, sin saber hacia dónde dirigirse, lamentó no haber hecho una reserva de hotel con anticipación. Decenas de personas se abalanzaron a ofrecerle transporte informal sin destino específico. Las opciones eran taxis, minibuses, tuk tuks y carrozas jaladas por caballos, por mulas o por señores de todas las edades. Prevenido y sin saber si lo querían estafar, buscó a su alrededor si había algo que se asemejara a lo conocido: un supermercado, un almacén, una tienda con lista de precios. No encontró nada. Nada de nada. Todo era como una plaza de mercado gigante, más despelotada, más grande y mil veces peor que la de su ciudad natal.

Alguien que también se buscaba a sí mismo y que tenía pinta de conocer ya un poco la ciudad se acercó a Tomás y le indicó cómo llegar a un hotel decente. En medio de un calor ardiente, empezó a caminar y a caminar, a sudar y a sudar. Paró un momento para echarse su protector solar y siguió su camino con el morral al hombro. Era mediodía y se sentía en otro mundo. Vio gente casi desnuda, flaca, flaca, flaca, tirada en la calle como si durmiera. Para su sorpresa, nadie pedía limosna. Pensó que con seguridad eran personas conformes con no tener nada, agradecidas por estar junto a Dios y por su pedazo de acera y las miles de vacas que había a su alrededor. Eran tantas las vacas que Tomás se dijo: «Ver para creer y para no dudar tocar», y entonces acarició a varias de ellas. Le parecieron animales iguales a los de los campos de su país, aunque con cuernos muy largos.

Portada

Tomás siguió su camino al hotel en medio de gente y gente, de vacas y vacas, de pitos y pitos de motos y tuk tuks, de boñiga y boñiga, de basura y más basura, de sudor y sudor, de suciedad y pobreza. Puestos de comida ambulantes pululaban en las calles. Vio asar cabezas de monos y de cerdos, patas de gallina, tripas de cabra. Vio a gente comer grillos, cucarachas y lagartijas fritas. Nunca se imaginó nada parecido. Era como estar en el purgatorio, si era generoso, y no en el lugar que tenía en mente cuando meditaba en silencio en su habitación allá en occidente.
Cerca de la estación del tren, después de ver y escuchar las cosas más raras y diferentes a todo lo visto e imaginable, llegó a un sector que parecía un escampadero occidental de restaurantes con ventas de comida familiar. Le pareció absurdo haber cruzado el mundo para regresar tan pronto a una dimensión conocida, pero, como tenía hambre, cayó en la tentación y entró a un lugar sin ambiente que vendía pizza. Con objeto de infundirse ánimo, se dijo que realmente lo visto hasta ahora era otra vaina y que era necesario un respiro para volver al ruido de la calle, a la suciedad infinita, a las miles de personas tiradas por todas partes. 

Al hacer la aduana los militares le hicieron a Tomás una requisa tan minuciosa como nunca había conocido. Le desempacaron todo, hurgando lo que tenía dentro del morral una y otra vez.

El restaurante estaba lleno. Le preguntó a una pareja si se podía sentar con ellos. Le dijeron que sí. Sus nombres eran Agustín y María Bonita. Ella estaba con la pierna enyesada. Pasó casi una hora escuchándoles sus historias. Le llamó la atención el cuento de cuando María Bonita sufrió el esguince de tobillo al bajar a las carreras de un tren por el lado contrario a la plataforma y de cómo Agustín se desmayó de la impresión y los montaron a los dos en otro tren en dirección a una ciudad de colores rosados, en un viaje que duró ocho horas. Allí, terminaron en una sala de urgencias de un hospital con un olor espantoso, con pacientes dando alaridos, con paredes amarillas, camillas en los corredores con gotas de pintura roja, trapos con sangre en el piso y con un enfermero sin dientes que con una aguja gigante pretendió inyectarle un calmante a María Bonita. El cuento era muy largo y Tomás se englobó, pero le quedó claro que, en caso de una emergencia médica durante su viaje, no se debería dejar llevar nunca a un hospital.

Tomás empezó a sentir el cambio horario y el deseo de llegar rápido al hotel a descansar. Se despidió y, cuando estaba a punto de salir, se largó el diluvio universal. Fue el aguacero más berraco que había visto en su vida. Venía en compañía de un viento feroz que alzó todo lo que había alrededor. Las calles se convirtieron en ríos. Ahí, en frente del restaurante, vio a cantidades de niños nadar felices en esas aguas llenas de mierda de vaca y a los tuk tuks convertirse en lanchas. El vendaval era tal que con reticencia volvió a refugiarse en el restaurante y se sentó, con pereza, otra vez al lado de Agustín y María Bonita. Ahora le contaron de un lago con casas barco donde los turistas no existían debido a la violencia de insurgentes separatistas. Cabeceando, los escuchó decir que en la casa barco en la que se hospedaron se oían disparos y ráfagas de fuego en las noches. Hablaron de la vez que los estafaron al comprar un tapete de seda, de su desespero por el tráfico permanente de vendedores que llegaban en barcazas a ofrecerles cachivaches, de la violación de su privacidad por parte de los dueños del hospedaje, que de amables querían estar con ellos todo el tiempo. Entre sueños se dijo que allá no iría ni aunque lo mataran, y que esta pareja también estaba invadiendo su espacio vital.

Tan pronto como escampó, se despidió de nuevo de sus compañeros de mesa, esta vez con ganas de no volverlos a ver. Como los ríos aún corrían por las calles y el agua llegaba hasta encima de las rodillas, se arremangó los pantalones hasta bien arriba y se echó a andar en busca de su hotel. Aunque la noche ya se anunciaba, le sorprendió que la lluvia mezclada con el calor convirtiera el ambiente en un baño turco. Desesperado, se sintió todo empegotado de sudor y volvió a oír los pitos enervantes de los carros, de las motos y de los tuk tuks que andaban en contravía. Vio las vacas y su mierda, vio las torres de mangos podridos, vio las hogueras de basura que alumbraban las calles, vio a los sintecho ofrecerles tributos a sus dioses en pequeños altares portátiles y alistar sus modestas esteras de bambú para irse a dormir.
Tomás llegó al hotel alrededor de las siete de la noche. Agotado y con un deseo enorme de aislarse del caos y encontrar la paz, pidió que le dieran la habitación más cómoda que tuvieran, ojalá con baño. Sólo les quedaba disponible un cuarto con lavabo. Dando las gracias, recibió las llaves y se fue a dormir. Al entrar al cuarto casi se vomita de la hediondez. El inodoro estaba tapado desde hacía días y el olor a orines y mierda no dejaba respirar. Furioso, bajó a la recepción, les exigió que le destaparan el retrete, lo desinfectaran y echaran aerosol floral. Le dijeron que no, que el personal ya se había ido y que no conocían aerosoles con olor a flores. Sin dudarlo un segundo, se fue al hostal de al lado a compartir el cuarto con treinta occidentales de todos los géneros y edades.

Durante la noche sufrió pesadillas con todo lo que vio ese día. Soñó con los pitos, las vacas, la basura, las hogueras, los ríos de mierda en las calles, las frutas podridas, los habitantes de la calle, la pareja en el restaurante, el olor del cuarto del hotel vecino. Al despertar tuvo una epifanía y pensó: "Al carajo la espiritualidad, a mi verdadero yo lo que le gusta es el whisky y jugar al golf". Sin perder un segundo, tomó un taxi al aeropuerto y cerró los ojos para no mirar lo que se ve en el más allá. Estuvo tan de buenas que, después de brincar de nuevo por entre miles de maletas y empujar a diestra y siniestra, en el mostrador de la aerolínea le dijeron que había cupo. Compró el pasaje de regreso sin dudarlo y sin remordimiento. Hizo la emigración, se sentó en la sala de espera y, sin saber por qué, le hizo caso a una voz interna que le dijo que no fuera pendejo, que no perdiera la oportunidad de conocer a Dios. Y, entonces, en medio de su confusión, volvió al caos.

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