Vivir y morir en la Sierra
28 Abril 2023

Vivir y morir en la Sierra

Crédito: Fotoilustración: Yamith Mariño Díaz

La Sierra Nevada de Santa Marta se le apareció a Juan Martín Fierro como una revelación. La novela ‘Madre Sierra’ revela su talento como narrador.

Por: Redacción Cambio

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Puede que la vida no sea sino la búsqueda de lo que a uno olvidó al nacer. Hay quienes lo encuentran, hay quienes no. Es la diferencia entre la felicidad y la desolación.

A Juan Martín Fierro (abogado, politólogo, periodista) le tomó su tiempo. Buen intérprete del bolero filin y del bossa nova; acucioso entrevistador y reportero musical (autor de una espléndida biografía del bolerista bolivarense Sofronín Martínez), creció sabiendo de la Sierra por los vallenatos de Escalona y por las historias alucinantes de quienes arribaban de La Guajira a compartir con él estudios en la Universidad de Los Andes, en Bogotá. La Sierra se le dibujaba entonces como una ficción. 

Solo la vino a conocer en 2015, ya acumulados los años, ya cuando tal vez era mejor ser solo turista. Lo que quería era visitar Palomino, el pueblo que en ese momento más llamaba la atención de los viajeros fugaces: por las aguas heladas del río, por la suavidad de sus arenas, por el verdor cristalino de su mar. También, por estar al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, el macizo sobre el que los maestros de geografía repiten una y otra vez, año tras año, que es la montaña más alta del mundo situada al lado el mar, con todos los pisos térmicos, con su techo de nieves perpetuas de donde descienden los Koguis, los arhuacos, los wiwa y los Kankuamos, los habitantes ancestrales de la Sierra, a la que los indígenas conciben como creadora de la vida y como centro del universo y a la que llaman Madre.

El dueño del hotel donde se hospedaba le preguntó si deseaba dar un paseo. Tentado más por la playa, decidió contradecirse y obedecer a su anfitrión, así no tuviera la indumentaria adecuada para hundirse en la selva. Dos horas de caminata fueron suficientes para sentir la sacudida.

Su guía fue un hombre conocido como Calixto, cuya manera de contar la Sierra lo hacía ver como –según las propias palabras de Fierro– un personaje literario. De esa primera alucinación, fermentada por las historias de Calixto, nació el reportaje Caminante de la Sierra, publicado en El Tiempo en 2016. Pero para ese momento ya Fierro adivinaba que su inmersión profunda en la tierra de los koguis terminaría convertida en una novela.

Ese fue el origen de Madre Sierra (Seix Barral, 2023), su segunda novela tras publicar, en 1997, La música en mis ojos.

Es probable que la intriga, el cumplimiento de una promesa, sea lo de menos: antes de fallecer en la lejana Rotterdam, a donde ha tenido que huir por la amenaza de los paramilitares, un holandés descomunal, etnógrafo aficionado, a quien todos conocían como el Mono Janssen, le pide a su hija que sus restos sean esparcidos en el río Cuijes, en lo alto de la Sierra, y que se le siembre una ceiba en su nombre. 

Lo de más es la travesía, durante la cual, como suele suceder con los buenos libros, parece que no ocurriera nada, pero ocurre. 

La Sierra se despliega como el escenario mítico de los koguis, que atrae por igual a turistas y a hippies, a artistas y a estudiosos de las ciencias sociales, a desterrados y a rebeldes del sistema. También, como el escenario real de la confrontación de paradigmas, de la violencia del paramilitarismo y el narcotráfico, de la lucha por la tierra y el desplazamiento. Sin embargo, todo eso ocurre sin pretensiones ociosas, casi sin que nos demos cuenta. 

El hilo con que Fierro urde la trama es lo suficientemente sutil para que ese “hálito de fuerza natural y de misterio primitivo” –según escribe– prevalezca sobre la “hostilidad de un territorio sacudido por un pasado sangriento”. 

La Sierra, además, es un personaje primario, con su propio peso y su propia respiración. Y se muestra, sobre todo, como el mudo catalizador de las emociones: a determinado paso, el enojo; al otro, el rencor; a un paso más, la envidia; un poco más allá, el odio; un minuto más tarde, la rabia. Luego se cruza el río y aparece, súbitamente, la alegría; se descubre el canto de un pájaro y surge el regocijo; se empieza de nuevo a caminar y se huele cierto aire parecido al de la felicidad. La selva exacerba las emociones; el río las lava.

Es tentador imaginar que Madre Sierra fue escrito por Juan Martín Fierro como quien asciende hacia ella: con la paciencia que se necesita para no desfallecer y con la promesa de que el ascenso no será en vano. Con razón Alonso Sánchez Baute, durante la presentación del libro, dijo que ninguna palabra en esa novela sobraba, y ninguna le hacía falta, y que dada una estaba anclada en el lugar que le corresponde. Porque esa es la impresión que se tiene cuando se la lee, con la satisfacción de que aquella promesa de coronar la Sierra no ha sido en vano.

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