La fiesta oculta desde el corazón de una barra

Adentro de La Guardia Albiroja Sur.

Crédito: Juan Francisco García

6 Octubre 2024 12:10 am

La fiesta oculta desde el corazón de una barra

CAMBIO se metió al corazón de la Guardia albirroja sur para contrastar la estigmatización que sufren miles de barristas en todo el país. ¿Cómo manejar un fenómeno en el que los hechos de violencia han opacado el sentimiento de pertenencia de miles de hinchas?

Por: Juan Francisco García

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Cambio Colombia

La fiesta empieza temprano. Hasta cinco horas antes para quienes cuelgan las banderas y se encargan de la logística de la puesta en escena de la tribuna popular. Para miles de jóvenes en todo Colombia el día del partido de su equipo es por definición un día festivo que les da relieve y sentido a los otros seis días del calendario. 

Pero las tribunas más baratas –40.000 pesos vale la boleta en Bogotá– no las colman solo los pelados que le han consagrado su vida a los colores de su equipo. Las barras populares, esos colectivos aparentemente homogéneos, uniformes y alienados, esconden tras sus “trapos”, el humo y las trompetas, perfiles de todas las edades y de todos los estratos. 

Estudiantes. Madres de familia. Abuelos. Asalariados de ocho a cinco que debajo del traje y la corbata llevan la camiseta del equipo de sus amores. Emprendedores. Periodistas. Metaleros. Punqueras. Roqueros. Skaters. Artistas. Meseros. Periodistas. Electricistas. Taxistas. Profesoras. Gestores culturales. Grafiteras. Lideresas de los barrios. Feministas. Turistas. Enamorados. 

Quienes niegan que lo que ocurre dentro de una barra popular es una fiesta y un latido vital diverso y democrático que representa la pasión y la vocación de miles, acaso nunca hayan visto un partido de fútbol desde sus entrañas. 

Afirmo esto con el recuerdo todavía caliente de presenciar el empate entre Independiente Santa Fe y Deportivo Pereira, el jueves pasado, desde el corazón de la Guardia albirroja sur, una de las barras populares más antiguas, numerosas y representativas de las hinchadas en Colombia.  

Llegué al estadio temprano, una hora antes del inicio del partido, para calentar la garganta y los pulmones en el callejón de la calle 57 que conduce hacia la tribuna popular sur. Por ir en compañía de un amigo que hace parte de la barra hace más de 25 años, desconocidos me saludaron fraternalmente y me ofrecieron, para paliar los nervios y el frío, cerveza, aguardiente, marihuana. 

En la antesala del partido, en la esquina del callejón que colinda con la cola sur de El Campín, mientras unos cantan y saltan al son de un parlante inalámbrico, otros –como pasa en todas las fiestas– conversan sobre los pormenores de la cotidianidad: el golazo de uno en el torneo de micro de la barra; los días buenos de otro que está feliz en su nuevo empleo como mesero del Jockey Club; el auge de la mejor taquería de birria en Villavicencio que montó un hincha fiel; las sorpresas de la alineación; la operación, con ocho meses de retraso, en el dedo índice de la mano derecha de otro; el nuevo programa de Hollman Morris. La vida...

Como entramos a la tribuna sur con el partido en marcha, el despliegue hipnótico que me deslumbra cada vez que compro la boleta más barata se me apareció de frente, brumoso y orquestado: miles de gargantas al unísono entonan, roncas, los cánticos de siempre. La alegría de las trompetas y los vientos que en juego con los redoblantes invitan a que los cuerpos salten para hacer temblar el suelo. El derroche amoroso –abrazos, besos, bendiciones– que devienen de cada posibilidad de gol. El olor a marihuana que se hace omnipresente; los tatuajes, tantos tatuajes, con alusiones al 'León'. Los pases de cocaína que los más frenéticos se meten al cuerpo en llaves de metal, los torsos desnudos que, a las nueve de la noche, por estar en el corazón de la algarabía, se sienten inmunes al invierno bogotano. La avalancha enardecida que le sigue a cada gol; el temblor compartido, las ansias, el anhelo común de llevarse los tres puntos. Y las banderas que por casi dos horas se mueven, como talismanes de tela, de derecha a izquierda sin parar. 

La barra popular desde adentro.

El tiempo, esta vez como casi siempre, pasó mucho más rápido que en las tribunas en las que el partido se ve cómodamente sentado. Y el cuerpo, aunque Santa Fe empató y no jugó del todo bien, en el taxi de regreso mientras pienso en este artículo, agradece el coctel de adrenalina, fraternidad, música, canto y frenesí que solo se consigue en la tribuna popular. Allí, metido entre miles de hombres y mujeres que, históricamente, han sido estigmatizados como vándalos. El cuerpo agradece haber hecho parte de la buena fiesta que casi nunca hemos querido ver. 

La buena fiesta de las barras populares: feminismo y vocación social 

Desde que tiene memoria, sus papás se han ganado la vida gracias a una microempresa de confección y estampado de uniformes de fútbol en la localidad de Puente Aranda. En las reuniones familiares, nos dijo, hablar de fútbol es una obligación tácita. A los 14 años, como estudiaba en un colegio de solo mujeres, no titubeó para decirle que sí a la invitación de un amigo para ir al estadio, ese lugar magnético plagado de hombres al que nunca había ido sin sus padres. 

Desde entonces, hace 16 años, no falta nunca a la tribuna popular y es hoy una de las lideresas más visibles de la Guardia albirroja sur. “Sin el fútbol no sería ni la mitad de lo que soy”, le dijo a CAMBIO Catalina Vargas Duanca, socióloga y gestora de paz y convivencia en las barras populares tanto en el estadio como en el territorio. 

Como parte del equipo de 'Goles en paz', uno de los programas de política pública sobre barrismo social más longevos en el país, Catalina ha estado inmersa en ejecutar proyectos de prevención, diálogo y convivencia en torno al barrismo. Conoce, desde adentro, porque literalmente le ha entregado gran parte de su vida a su pasión, el complejo entramado social, económico y cultural que se urde en las barras. 

Catalina Vargas Duanca en la popular. Foto: Catalina Vargas Duanca

Por esto afirma que la estigmatización que sufre el colectivo de barristas por parte de la opinión pública es la expresión de una sociedad muy clasista que resiente las expresiones culturales que se salen “de lo perfecto”. Y sostiene que el prejuicio que impera sobre las y los barristas como vagos, delincuentes y parias que no tienen en el fútbol más que un canal para sacar a flote sus violencias y sus frustraciones, ha sido una narrativa profundamente malsana e injusta que no ha dejado ver lo que hay detrás de las barras organizadas. 

Por ejemplo, las mesas de diálogo que hay en las 19 localidades de Bogotá en las que los líderes de las distintas barras conciertan y llevan a cabo estrategias de convivencia y colaboración. Por ejemplo, los esfuerzos aunados de las Comisiones Locales de Seguridad, Comodidad y Convivencia que, con representantes de las barras, las Secretarías de la Mujer, Seguridad y Gobierno, más la Policía Nacional, el TransMilenio y el ICBF ocurren todas las semanas para que los partidos profesionales en la ciudad transcurran en paz. 

Y los programas en los colegios del Distrito, de los cuales hace parte, que ponen la convivencia entre las barras como un hito social que da cuenta de la posibilidad de ser apasionados sin caer en la violencia. Y los emprendimientos que se han forjado en las graderías populares, como las empresas de logística formales o la tienda de ropa de LGARS, que pagan impuestos y dinamizan la economía popular. Y los 40.000 mercados que la barra popular de Santa Fe repartió en medio del temblor de la pandemia. 

Catalina sabe, lo ha estudiado, que el valor simbólico, identitario y cultural que le confiere al barrismo ser una opción de vida para muchos, es un fenómeno con aristas políticas, culturales, económicas, participativas y sociales que trasciende, por mucho, los sucesos violentos con los que los medios de comunicación solemos cebarnos. 

Sabe, además, que, por liderazgos como el suyo, el barrismo popular se ha venido transformando para darles paso, voz, voto y gerencia a las mujeres. Que son muchas y cada vez serán más. 

Los Colores de la pasión: hito de visibilidad

Andrés Wiesner se hizo barrista popular por su papá, exjugador de Independiente Santa Fe entre el año 51 y el 57. Con él fue por muchos años al estadio; pero fue después de su muerte cuando dejó la tribuna occidental para recordar y honrar su legado desde la mal llamada Barra brava. 

Desde hace más de 25 años es miembro de PTE, uno de los grupos más antiguos de la barra. Siguiendo a Santa Fe, ha viajado por todo el continente, desde Argentina hasta Brasil. Periodista de profesión, fundador de Tiempo de juego –una de las fundaciones más reconocidas en Colombia que tiene al fútbol como gran motor de movilización social–, Wiesner es otra voz autorizada que defiende la vocación social y el poder cultural, histórico y comunitario de las barras. Por muchos años, aunque no viva en el barrio, ha sido uno más en los parches de Ciudad Bolívar. Su testimonio es prueba incontestable de que en los códigos de “la popular” las brechas sociales se difuminan.

Su amor por la vida de estadio fue la que lo llevó a concretar, en 2015, un hito en la televisión colombiana: RCN, de posturas marcadamente conservadoras y estigmatizantes en cuanto al barrismo, aceptó poner en su parrilla un concurso documental llamado el Color de la pasión. 

El objetivo, en palabras de Andrés Wiesner, el director, fue "cambiar el estigma que se tiene del barrismo en Colombia y mostrar las buenas dinámicas que hacen a través del arte y el deporte. Mediante el programa queremos desnaturalizar la violencia de estos grupos y poderlos perfilar como una fuerza de paz". Y así fue: además de juntar de forma inédita a los líderes barristas del Once Caldas, Santa Fe, Millonarios, Atlético Junior, Deportivo Cali, América e Independiente Medellín, los puso a competir para darle relieve a su impacto y naturaleza artística, comunitaria y simbólica. 

El experimento, nunca antes visto en Colombia, más allá de los contratiempos y del veto –increíble– tanto de la Dimayor como de la Federación Colombiana de Fútbol, es un paradigma para entender los esfuerzos narrativos de visibilizar la fiesta oculta de las barras populares. 

Además, como consecuencia del reality –en el que los líderes "enemigos" se abrazaron por primera vez y comprobaron sus semejanzas e intereses compartidos– nació el movimiento Barras colombianas por la convivencia, un acuerdo sin antecedentes en Colombia y la región para que el barrismo siga vivo, vital, latente, sin que esto signifique muertos ni tragedia en los estadios. 

Su tesis, tanto entonces como hoy, es que el enfoque represivo, esa pulsión que quiere prohibir las barras populares visitantes en los estadios, es un rotundo fracaso. Pues los miles de jóvenes que llenan las graderías populares –son más de 50.000–, por no ir al estadio, no dejarán de existir. 

Barras colombianas por la convivencia 

El movimiento Barras colombianas por la convivencia, postulado a un premio de Juego limpio que da la Fifa en 2021, es otra muestra del desconocimiento del ensamblaje institucional y cooperativo de las barras populares en Colombia. 

Diego González, líder distrital de la Guardia albirroja sur y uno de los referentes del movimiento, le explicó a CAMBIO que la organización es un hito en el mundo y en América Latina, pues la cooperación entre 22 barras estructuradas a lo largo y ancho del país ha logrado consolidar bajo el programa “Sí al visitante” una logística que salva vidas. 

Con ocho años de existencia, la organización ha logrado reducir, considerablemente, los enfrentamientos entre barras en las carreteras del país, así como fortalecer corredores seguros en la entrada de los estadios y promover, mucho más eficazmente de lo que la opinión pública hemos podido consignar, la cooperación y convivencia pacífica sin quitar la pasión del medio.

Reunión de las Barras Colombianas por la Convivencia

González es consciente de que los actos de violencia que siguen ocurriendo manchan el trabajo de años –y que no resisten justificación alguna–, así como de la importancia de seguir implementando programas de prevención en las bases. Reconoce enfáticamente que en el gobierno de Juan Manuel Santos hubo por parte del Estado toda la voluntad para afrontar el barrismo social, lo que desencadenó en la política pública de seguridad, comodidad y convivencia en los estadios –el plan decenal de fútbol 2014-2024–. Sin embargo, nos dijo con frustración, que “eso no terminó aplicándose”. 

Sobre la violencia innegable que cada año deja tragedias y hace mucho ruido en la prensa, el líder afirmó que por más diálogos, programas y pedagogía que se lleve a cabo, “si la logística en los estadios no refuerza el esfuerzo de prevención y, como pasó en el Atanasio Girardot en el último gran incidente, las barras son separadas únicamente por una cinta de plástico, las tragedias seguirán pasando”. 

El de González no es un señalamiento a la Policía; por el contrario, reconoce que la figura que se ha gestado en la fuerza pública y que destina operarios especializados para servir de enlace con las barras es una muestra exitosa del camino que debe afianzarse entre las entidades estatales y el barrismo. 

Su ponderación final fue que la violencia en las barras responde a múltiples factores –el anonimato, la inercia de masas, el consumo de sustancias psicoactivas, la emocionalidad desbordada del fútbol, los fallos logísticos, entre otros más–, por lo que el esfuerzo para prevenirla debe responder en todos estos frentes. Eso es la política pública. Eso es lo que, desde hace ocho años, a veces con recursos y otras veces desde la autogestión, ha intentado el movimiento de Barras por la convivencia. 

Violencia y política pública 

Otro lugar común que solemos replicar los medios es que en Colombia no hay herramientas jurídicas para sancionar a los violentos en los estadios. Sobre esto, Alirio Amaya, quizá el mayor experto en seguridad y convivencia en los estadios –hoy parte de la Defensoría del Pueblo como defensor del aficionado– le dijo a CAMBIO que, por el contrario, Colombia es un referente en la región justamente porque ha logrado aterrizar jurídicamente un plan de acción contra los desadaptados en las barras populares (y no populares, pues una de sus tesis es que en las graderías de mayor precio hay tanta violencia como en la más barata). 

La Ley 1270 de 2009, la Ley 1445 de 2011, la Ley 1801 de 2016, entre otras, son, según Amaya, herramientas jurídicas lo suficientemente solidas como para individualizar y penalizar a los violentos. En Colombia, como en ningún otro país de la región, está estipulado castigar hasta con 100 salarios mínimos al ciudadano que ejerza violencia en los estadios. Así mismo, hay condenas claras para los que ingresen armas blancas, uno de los mayores dolores de cabeza de la logística del fútbol profesional. 

Su visión, como las de Wiesner y González, es que el enfoque represivo es un fracaso del Estado para lidiar con el comportamiento de miles de jóvenes, sus jóvenes, que reflejan, en buena medida, las pulsiones y las violencias del país. El regionalismo de las barras es el regionalismo de Colombia. La intolerancia de las barras es la intolerancia feroz que se da en el país a la hora de diálogos a todo nivel. La precariedad y el consumo malsano de muchos barristas es la precariedad y el consumo de cientos de miles de jóvenes colombianos que, sin oportunidades y a la deriva, se sienten a salvo en un grupo con un amor común.  

Para Amaya, como lo han demostrado los programas de convivencia que han sido sostenidos y financiados, el camino no puede ser otro que reconocer certera y abiertamente que el barrismo es un fenómeno social sólido y en crecimiento que construye más de lo que quita. 

"No hay una sola organización barrial que no le aporte de alguna forma u otra a su comunidad", dijo Amaya, que también habla con esperanza de la ayuda humanitaria de las barras en Colombia durante el covid. 

El experto, pieza clave de Goles en paz, redondeó su análisis diciendo que es un fenómeno complejo en el que nadie tiene la verdad absoluta. Y que, por esto, lo más sensato es seguir aunando esfuerzos que impliquen a todos los actores. Incluida la Dimayor y los clubes que, inexplicablemente, aparecen como jugadores secundarios en la foto. Como si los hinchas fueran marcianos que aterrizan en los estadios para luego desaparecer. 

A pesar de que para el cierre de esta edición el Ministerio del Interior no respondió a nuestras preguntas sobre cifras oficiales de riñas, muertos y heridos a causa de la violencia entre las barras, es evidente que los estadios siguen siendo lugares peligrosos en Colombia.

Este año, la noche horrible en el Atanasio Girardot de la semana pasada, se sumó a otras tragedias en Cali, Barranquilla e Ibagué. Según un estudio de la Fiscalía General y Medicina Legal, entre 2008 y 2020 murieron 149 hinchas por enfrentamientos violentos entre barras. No es un mal menor. No obstante, como pasa con las problemáticas sociales complejas, la solución no va a pasar por simplificar el diagnóstico, casi hasta al absurdo, como lo hemos hecho hasta ahora. 

Seguir pensando a los y las barristas como parias y desadaptados sin causa no es más que echar otro leño más a la fogata infame del clasismo, el estigma y la violencia en el país. 

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