La cena de los saberes
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Los cinco mejores cocineros de Colombia fueron los encargados de hacer la cena de la Biodiversidad, ofrecida por el Ministerio de Medio Ambiente en la COP 16. En su original menú hubo hormigas, fufú, pipilongo, orejero y otros ingredientes autóctonos con los que mostraron una gastronomía diferente y una forma de comer más sostenible.
Por: Marta Orrantia
El corrector insiste en cambiarme las palabras. Escribo balú y me propone bala. Escribo farofa y me propone farola. El diccionario no reconoce estos nombres y, a decir verdad, yo tampoco los reconocía la primera vez que los leí. Se encontraban en el menú de una cena que ofreció el Ministerio del Medio Ambiente en el marco de la COP 16, y justamente el objetivo era rescatar la biodiversidad colombiana y servirla en una mesa llena de sabores nuevos, de aromas distintos y, sobre todo, presentar una propuesta que puede cambiar la vida y la forma de concebir la alimentación.
Aunque para muchos de los invitados a la comida estos ingredientes pueden parecer extraños, para los chefs que estuvieron a cargo de la planeación y creación de los diferentes platos es más el resultado de un proceso largo en el que cada uno en su campo se dedicó a investigar y profundizar en nuestras raíces para descubrir los productos autóctonos de los territorios colombianos.
La planeación comenzó hace más de tres meses, encabezada por la chef Catalina Vélez, del restaurante Domingo, en Cali. Catalina se encontraba en ese entonces al frente del Centro de Eventos y cocinó un almuerzo para funcionarios de las Naciones Unidas que venían a hablar de la COP de Biodiversidad. Ahí, comiéndose un pescado encocado, decidieron que ella sería la chef que coordinaría la cena de 450 personas que haría el Ministerio del Medio Ambiente para las delegaciones y los invitados especiales que asistían a la cumbre.
La elección de Vélez no es gratuita. Su nombre se asocia con cocina sostenible y lleva dos décadas en la tarea de trabajar con comunidades del Pacífico colombiano y fortalecer la producción de ingredientes autóctonos. “Este es un proceso mágico ―explica―. Debemos entender el alimento como uno de los principales elementos, no solo para la paz sino para la soberanía. Para la sostenibilidad económica, social y ecológica”.
Catalina propuso hacer una cena colaborativa con otros cocineros que tuvieran una intención similar de rescate de la biodiversidad, de aprovechamiento de los recursos naturales disponibles y del trabajo con las comunidades. La idea era explorar los diferentes territorios colombianos y ofrecer una pequeña muestra de lo que se produce en ellos. Escogió entonces trabajar con Jaime Rodríguez, chef de Celele en Cartagena; con Jennifer Rodríguez, chef de Mestizo en Mesitas del Colegio, y con Antonuela Ariza y Eduardo Martínez, de Minimal, en Bogotá.
“Cada uno desde su lugar, desde su narrativa, estamos en el proceso de permitirnos ver el país y ver los oficios y ver el campesinado desde un lugar muy apreciativo, muy congruente, muy coherente”, explica Catalina, que además es amiga y ha cocinado con todos en distintos momentos.
El siguiente reto fue el menú. Todos propusieron platos que tuvieran en sus restaurantes, o en sus cabezas, y que estuvieran ligados con la búsqueda de cada uno. Pero llegar a un acuerdo con los organizadores no fue fácil. Al comienzo les propusieron a los chefs incluir carne. Sin embargo todos se negaron de plano a hacerlo, porque buscaban un menú basado en las plantas y que no tuviera los típicos ingredientes de este tipo de cenas. Poco a poco fueron llegando a un consenso y el menú final tiene ingredientes de la Costa Caribe, del Pacífico, de la Amazonía, de la región de Nariño, del Cauca, del Altiplano Cundiboyacense y de la Sierra Nevada.
Como si fuera poco, está hecho con ingredientes de temporada y recolectados de manera artesanal por diversas comunidades. “La idea no es adaptar el bosque al menú sino adaptar el menú al bosque”, explica Catalina.
Mis en place
Los chefs comienzan a llegar al campus del CIAT (Centro Internacional de Agricultura Tropical), anfitrión del evento, el domingo en la noche. Cada uno viene cargado con pequeñas neveras de icopor y lleva en la maleta, junto con sus uniformes de cocina, los ingredientes secos o que no necesitan de cadena de frío. La idea era que ellos mismos se encargaran de transportar sus ingredientes para no tener que enviarlos en aviones aparte y así reducir la huella de carbono.
Veo por primera vez a los Minimal, como los llaman los demás, en la tarde del lunes, cuando buscaban un depilador de cejas. Antonuela había conseguido uno, pero necesitaban dos más para separar las patas de unas pequeñas hormigas arrieras criadas en el Amazonas, y que adornarían su plato, llamado Hongos, que también tenía tucupí, casabe, acedera y farofa. “Todas son harinas de yuca ―me explica Antonuela mientras pone las hormigas sobre una pequeña bandeja con la paciencia de una artesana―. Hay varios tipos de setas y sobre esta preparación pondremos estas pequeñas hormigas, cubiertas con un polvo dorado. Se ven hermosas, parecen precolombinas”.
El plato inicialmente tenía mambe, es decir, coca, que también viene de las comunidades del Amazonas, pero fue uno de los ingredientes que no pudieron presentar. “Hay personas que no comprenderían que usemos la coca ―dice Eduardo con tristeza―. Al comienzo nosotros queríamos algo mucho más arriesgado, pero tuvimos que llegar a un compromiso”.
Minimal lleva más de veinte años en el arte de rescatar nuestros ingredientes y la comida autóctona de cada región, lo que los convierte en los veteranos del grupo. Ellos han cultivado una relación con las comunidades, que no se ha roto ni siquiera en los momentos más difíciles del conflicto. “Trabajamos con comunidades de pescadores en todo el Pacífico, compramos vainilla verde para los helados en Tumaco, también compramos productos a comunidades en Montes de María, en el Cesar, en la Ciénaga de Zapatosa, en Leticia, en La Chorrera, en Puerto Asís…” ― cuenta Antonuela.
Jaime Rodríguez, el dueño de Celele en Cartagena, tiene a su cargo dos platos: el primero es un snack de buñuelos de orejero con tartar de marlin ahumado y mayonesa de moringa, y el otro es un postre hecho de cacao de la Sierra Nevada con crumble de guáimaro, algarrobo, maíz cariaco y borojó. Llega con su equipo en la mañana del lunes y enseguida se ponen a hacer los buñuelos, cada uno de exactamente 25 gramos. Deben hacerse al lado del aire acondicionado para que la pasta no se fermente y se mantenga firme, por lo que su puesto de trabajo es frío, como si estuvieran en Bogotá.
“El orejero es un árbol de 45 metros de altura, que antes se vendía como madera o como alimento para ganado, y tiene un alto contenido proteínico”, explica Jaime. Su idea, como la de Catalina y la del resto, es disminuir la deforestación del bosque, y en cambio usar sus recursos y sus alimentos. Jaime siempre está buscando comida estacional, por lo que su menú cambia con lo que da la Naturaleza.
Para él, como para todos los chefs invitados a preparar esta cena, las comunidades son la base de su trabajo, y es una relación en la que todos ganan. “Trabajaba en un restaurante de Cartagena y veía la enorme diferencia entre lo que se servía en la mesa y lo que se vendía en el mercado de Bazurto. Fue así como renuncié y monté el Proyecto Caribe Lab, porque soy boyacense y no conocía la gastronomía ni los productos de la costa Caribe, entonces iba a buscar productos nuevos, a cocinar con comunidades, a aprender a usar los recursos y luego hacía un restaurante pop up, y cocinaba con lo que veía”.
Jaime empezó trabajando con hombres y mujeres de más de cuarenta años, muchos de los cuales tenían hijos viviendo en las ciudades en busca de un futuro mejor. Gracias al impulso que le han dado a la recolección él y otros cocineros que han seguido su ejemplo, muchos jóvenes volvieron a sus casas a ocuparse de temas como la contabilidad de la cooperativa de agricultores o las redes sociales. “Los niños aprenden desde pequeños a cuidar el bosque, y están involucrados en temas de conservación de los recursos naturales”, dice Jaime.
Sin embargo, el trabajo con comunidades no siempre es fácil. Algunas ONG, en su afán por ayudar o mostrar proyectos, desvían la atención de lo autóctono. “Quieren enseñar a las comunidades a cultivar productos que no son suyos”, se queja Jaime. “Sería mejor que les dieran vías, un cuarto frío, cosas que les sirven más para que puedan sacar sus productos”.
Antonuela también tiene una opinión similar. “Trabajábamos con una comunidad que tenía una vainilla verde perfecta para nuestros helados, y les comprábamos toda la producción, pero en el algún momento vino una ONG y les dijo que era mejor que la dejaran secar y que les vendieran las vainas a los turistas. El problema era que la vainilla de esa zona debe consumirse verde, y el desconocimiento de estas organizaciones hace que las comunidades terminen haciendo cosas que van en detrimento de ellas mismas”.
Todos coinciden también en que esas cooperativas de agricultores, de pescadores y de recolectores son la base de lo que hacen y que sin ellos no podrían tener alimentos. Por eso para Jaime es una lástima que la COP no haya involucrado más los temas de alimentación como parte de la propuesta de biodiversidad, en particular invitando a las comunidades productoras, que son las guardianas de conocimientos ancestrales. “Trabajamos con comunidades de la Sierra Nevada, de la Guajira, de Montes de María… y no solo en temas de recolección, sino que cocinamos juntos, conocemos nuevos ingredientes y experimentamos con ellos”, concluye.
Preparación
Es martes en la mañana y Jennifer Rodríguez llega a las cocinas caminando con una enorme tranquilidad. Revisa las cucharas sobre las que estará su plato, un snack de balú con queso de oveja, pipilongo y sal de hormigas culonas, y luego se sienta a desayunar un café con leche para prepararse para el día. “Quería hacer muchos platos distintos ―confiesa― pero este será el que me represente a mí y a mi historia”.
Y su historia es bien particular. Para empezar, antes de Mestizo, su restaurante, Jennifer nunca había trabajado en una cocina, ni había sido su vocación. Comenzó a estudiar ingeniería en Bogotá, pero enseguida se dio cuenta de que lo suyo no eran las ciudades grandes. Hubo un rompimiento con su armonía, con su sentir, como lo llama ella, y volvió a casa. Su relación con la Naturaleza era, como cualquier persona de un pueblo pequeño, mucho más cercana que la que puede tener un citadino. Se despertaba con los cantos de los pájaros y para ella era normal ir al mercado campesino de Mesitas del Colegio a escoger lo que comería esa semana. “Nunca se me ocurrió preparar cordero de Nueva Zelanda ―dice, sonriente― porque esas cosas no llegaban al pueblo”. Decidió entonces hacer un restaurante, que ahora funciona como una empresa familiar y que ha tenido un éxito insospechado. Para ella, el trabajo con las comunidades siempre ha sido orgánico porque es a ellos a quienes les ha comprado los productos, así como lo hacían su madre y sus abuelas. La cocina también ha funcionado de una manera natural, como una cocina de casa, inspirada en lo que ella vio en su familia y en la relación de las mujeres y los hombres con el campo y la comida.
Para ella, los ingredientes de su región, del altiplano, son la base de todo lo que hace. Le digo que estos alimentos no son fáciles de conseguir en las grandes ciudades, que la estandarización de la comida hace que todo se vea igual y que ya no se venden frutas o verduras que antes eran comunes. “Pero eso tiene doble filo ―contesta Jennifer―. Cualquier alimento que tenga una producción masiva se prostituye, de alguna manera. Recuerdo el aguacate, cuando no era tan común. Si un vecino tenía un árbol de aguacates, en el momento de la cosecha, comerlo era un regalo. Ahora no es así, se come todo el año, y muchas veces el que llega a los supermercados está verde, mal cosechado, sin sabor”.
Todavía no son las once de la mañana y nos detenemos con Jennifer frente a la cocina principal del CIAT, donde entran, como un enjambre de abejas, los 50 auxiliares de cocina y los 50 meseros que servirán la cena en la noche. El ambiente cambia de un segundo a otro, y ya no hay nadie relajado. Los chefs se ponen sus uniformes de fatiga, se concentran y comienzan a organizar las diferentes tareas. Jennifer busca unas flores de tunbergia que ha visto en un jardín para quitarles los pétalos y usarlos en su plato, Antonuela y Eduardo sacan los hongos y Jaime se acomoda en una esquina para preparar el marlin ahumado con la mayonesa de moringa. En el centro de una cafetería gigantesca se hacen hileras de mesas para servir, y sobre ellas ya han puesto los platos para la entrada.
A las cuatro de la tarde llega Catalina, que trae consigo el plato fuerte: pescado encocado envuelto en lo que ella llama “el origami nacional”, que es la hoja de bijao, con refrito y fufú. Los pequeños envueltos vienen primorosamente colocados sobre bandejas que se van enseguida al cuarto frío, de donde entran y salen con frecuencia quienes trabajan ahí, para coger un poco de calor en las cocinas. “Todo es pesca artesanal ―explica Catalina―, con lo que no hay un solo tipo de pescado sino lo que nos da el mar”.
Catalina es quien más responsabilidades tiene en la cena. No solo porque es la directora de proyecto, sino que, como anfitriona, es la que pone más platos en la mesa. Uno de ellos es un snack que se servirá en la entrada, al lado de la exposición de las frutas tropicales. Ahí también se sirve el jugo con el que quieren recibir a los invitados. “Perdí la pelea del vino ―me dice―, porque tenía la intención de darles a los invitados bebidas fermentadas, como el viche, que tiene un poder sanador. Pero conseguí un viche para que por lo menos lo prueben a la entrada, junto con el snack”. Justo es ese snack el que se pone a preparar. Consiste en unas pequeñas obleas de pandebono con chontaduro, cristales de miel y lulo fermentado, y la tarea de Catalina, junto con la de algunos auxiliares, es decorar las pequeñas obleas con unas flores diminutas que se “pegan” sobre gotitas de miel. La labor se hace con pinzas de cocina, despacio y casi encorvados encima de la mesa, y yo me pregunto cómo terminarán de la espalda luego de horas en esa posición.
Una hora más tarde, sin embargo, alguien les ha conseguido una silla. Catalina deja sus obleas un rato y entra conmigo al cuarto frío, donde se encuentran emplatando uno de los dos postres, el que está a su cargo, que es un flan de maíz con crema de crispeta. No hay espacio para moverse, y alguien grita que necesitan más platos blancos para el postre. Temo estorbar (o congelarme) en ese pequeño cuarto frío, y salgo. En la gigantesca cafetería, detrás de un biombo, es la hora de la cena para los meseros, que ya han limpiado los cubiertos, doblado las servilletas almidonadas y puesto las mesas en un patio con una tarima de Delirio, el famoso show de salsa de Cali.
La cena
Cae el sol y la actividad de antes parece haber cesado del todo. Por un momento, tal vez unos veinte minutos, reina en las cocinas una quietud de tumba. Los cocineros de Celele son los únicos que se mueven, probando una galleta de chocolate blanco, ligera como un hojaldre. Las flores de Jennifer reposan en bandejas con agua; los champiñones de Antonuela y Eduardo se encuentran apilados, ya cocidos, junto a las planchas, y Catalina ha terminado de ensamblar sus tejas de pandebono, que están puestas en bandejas a la espera de que lleguen los comensales.
Les han dicho ya que el presidente no va a ir, pero, al ser esta una comida protocolaria, deben esperar a que llegue la ministra de Medio Ambiente para servir el primer plato. Los tres snacks deben entretener el hambre de los invitados, que comienzan a aparecer en la entrada del CIAT poco antes de las siete de la noche.
De un momento a otro, la cocina vuelve a llenarse. Son las siete en punto y ya empezó el espectáculo, pero no el de Delirio, sino aquel que ocurre dentro de la cocina, un ballet preciso y armónico, donde todos tienen un papel. Un grupo de meseros hace fila para llenar las jarras de agua con hielo. Otros descorchan las botellas de vino y unos más esperan en la antesala de la cocina. “¡Sale!”, empiezan a gritar los chefs y los auxiliares, mientras dejan bandejas con los snacks sobre una mesa.
Los meseros las toman para llevarlas a la entrada principal, donde será el primer “tiempo” de la comida. Los invitados aún son pocos, pero empiezan a llegar buses con las delegaciones de la COP. Al fondo suena Cali pachanguero y aparecen los pasabocas, acompañados del viche y el jugo de frutas. Adentro, en la cocina, no alcanza a llegar la música. El ajetreo es monumental. En una esquina, Jaime y su equipo preparan buñuelos. En la otra, Jennifer espolvorea el queso rallado sobre el balú y decora todo con un pétalo color lila. Junto a ella, Catalina vuelve a la tarea de hacer las tejas de pandebono, con las microflores. Los de Minimal aparecen con un carrito lleno de bandejas y todos, yo incluida, comenzamos a ayudar a poner unas arepitas de casabe como decoración. Un chef de Domingo supervisa el trabajo de todos los voluntarios, y grita cuando una de las arepas se rompe o ensucia el plato: “Necesito otra aquí, una más allá”, dice, mientras sostiene un walkie-talkie en una mano.
Detrás de quienes ponemos la arepa viene un equipo de auxiliares y otro de chefs terminando la decoración, que incluye las hormigas doradas, que extraen con pinzas de unos platos. “La ministra está a ocho minutos”, dice alguien. “Ya empezaron a sentarse los invitados”, grita otra persona. “Calor”, dice Catalina y luego levanta un poco la voz, lo suficiente como para que puedan escucharla los que están al fondo: “Tenemos trece minutos para sacar los platos. Última bandeja con entradas”. En la puerta de la cocina una mesera levanta entonces las que serán las últimas cucharas de balú que se sirvan, aunque adentro quedan dos bandejas más, una de las cuales es sin sal de hormiga, solo para los vegetarianos. Jaime se detiene y prueba una cuchara de balú. Se saborea y prueba otra, y se le ve relajado, tal vez el único de todos que no está corriendo. Sus buñuelos ya salieron y ahora debe esperar a que sirvan la entrada para comenzar con el postre. Entonces tiene unos minutos libres. Jennifer está sudando, pero no ha dejado de sonreír. Sale un rato y se para junto a la tarima de Delirio, un poco para tomar aire y otro poco para contemplar el espectáculo de los más de 400 invitados sentándose a las mesas.
Se devuelve a la cocina porque, aunque ya terminó su labor, sus manos siguen siendo indispensables en el resto de los platos. Adentro, los de Minimal han comenzado a servir los hongos con las harinas y las hojas de acedera. Van en cadena, primero los que ponen los champiñones y detrás quienes están a cargo de los demás ingredientes. Mientras tanto, afuera llega la ministra de Medio Ambiente con su comitiva, lo que significa que la cena está a punto de comenzar. Se sienta en la mesa 24, en el centro, frente a la tarima de Delirio y enseguida empiezan a llegar las entradas y el vino.
La ministra se encuentra sentada con el embajador de Palestina en Colombia, y lo presenta a los demás comensales. “Yo no soy capaz de comerme una hormiga”, dice en perfecto español (estudió su carrera en la Universidad Piloto de Bogotá), y la deja a un lado discretamente. Su vecino de mesa, sin embargo, le pide permiso para comérsela. “Es deliciosa ―dice―. El secreto está en masticarla bien”. Comienza el show de Delirio y los invitados descuidan la comida para ver a los del espectáculo.
Catalina me ha hablado de la importancia de ser conscientes de lo que nos comemos, y miro a mi alrededor, pero veo que la mayoría simplemente pone la comida en sus bocas y sigue hablando o disfrutando de los bailarines y los acróbatas. Regreso a la cocina, donde ya están los envueltos de bijao abiertos, y exhiben el color rojo del refrito sobre el pescado. No importa que los hayan abierto antes, las hojas de bijao son tan útiles que no solo sirven como decoración sino como un pequeño horno que mantiene la comida caliente.
En ese momento termina el show de salsa y comienzan los discursos. Habla la Ministra, que ha dejado su plato sin comer. Mientras explica la biodiversidad colombiana, las diferentes cordilleras y los centros importantes de biodiversidad como la Amazonía o la región Pacífica, los comensales se concentran en el pescado y en la dulzura del tomate cocido.
En la cocina, mientras tanto, sigue el ajetreo. Ya están sirviéndose los postres, pero mientras tanto se están recogiendo los platos que no se sirvieron, porque faltaron algunos invitados. Antonuela está triste de ver que se puede desperdiciar comida. “Si hubiéramos sabido, no habríamos servido tantos platos. Es muy difícil controlar cuántas personas vienen”, dice, mientras retira las hojas de acedera con pinzas, igual a como las puso, para que no se marchiten.
Al fondo, Jaime ha vuelto a ocuparse y todos los demás lo ayudan a decorar las galletas de chocolate con colores: uno echa el verde, el otro el rojo y el otro el azul. “Golpes secos”, dice. “No espolvoreen sino con un golpe seco”.
Catalina me ve y me dice que salga a probar los postres. Llego tarde a la mesa, sin embargo, porque alguien retiró el pescado de la ministra y no lo pudo probar. Ya han avisado a la cocina, pero de alguna manera siento que tengo que ayudar en esa tarea, así que me devuelvo. Al fondo, una chica viene corriendo con el envuelto y me dice: “No se quién es la ministra”, entonces la llevo hasta su mesa. Finalmente me siento cuando ya han servido los postres, pero pruebo un poco del postre de maíz de Catalina y luego otro poco del postre de Jaime, el de las galletas de colores. Ambos me parecen etéreos, más una sensación de dulce que algo que se queda en la garganta. Sin embargo, tengo poco tiempo para saborearlos. A mi alrededor ya se ha puesto de pie la mayoría de la gente y las delegaciones se despiden para irse a sus hoteles.
El CIAT va quedando solo, con meseros que recogen el desorden y unos cuantos rezagados como yo. Pasa un mesero sirviendo los restos de una botella de vino y al fondo, una mujer rubia hace un intento de baile al son de Mi buenaventura. Regreso a la cocina, donde todos sonríen. Se les nota pálidos y cansados, sudorosos pero felices.
Catalina me ha prometido ver cuánto es el desperdicio, porque su deseo es que no se deje comida en los platos ni que se tenga que tirar a la basura. Todos se quejan de las personas que faltaron, porque sus puestos se le han podido dar a otros y veo en la cocina que hubo muchas cosas que sobraron. Eso los entristece por igual a todos. “Siempre pasa igual en estas cenas”, dice Eduardo. “No podemos invitar gente porque no hay cupo y a última hora muchos cancelan o no se presentan y perdemos la oportunidad de invitar a periodistas o a quienes quieren estar aquí”. Para ellos, cada comensal es importante, cada oportunidad que tienen de dar alimento es indispensable, cada vez que llegan al corazón, a los sentidos de la gente, sienten que han cumplido su tarea, porque ellos hablan por las comunidades con las que trabajan y por sus equipos, pero sobre todo por su territorio.
Al final, todos se reúnen en un rincón de la cocina. A pesar de que ya terminaron su trabajo, no son capaces de desconectarse, quieren seguir hablando de eso, seguir compartiendo conocimientos, buscando espacios de reflexión. Catalina habla de las dificultades para hacer que el gobierno apruebe las plantas autóctonas para el consumo y la venta en los supermercados, y dice que de tres mil productos se consumen menos de 300. Vuelven a hablar de la necesidad de aprender a comer estacionalmente y de lo indispensable que es la pedagogía en la mesa. Cuentan anécdotas de hojas que han probado y que provienen de diversas partes de la selva, de la importancia de compartir saberes en las diferentes comunidades, de usar la alimentación de las escuelas para que los niños conozcan su país a través de la comida, que esta sea balanceada y que les enseñen a respetar y querer aquellos ecosistemas que les dan de comer. “Tenemos que arraigarnos un poco más ―concluye Catalina―. No podemos seguir hablando del segundo país más biodiverso, y usar esto como un pretexto turístico y al tiempo estar tan desarraigados de esa biodiversidad. Si cada vez es más estrecha la oferta de lo que comemos, muchos productos van a desaparecer. Este es un esfuerzo de todos, no solo de las comunidades sino de los chefs, de los periodistas, de quienes están a cargo de políticas públicas de alimentación”.
“Antes de esta comida no sabía qué sentir ―concluye Jennifer cuando ya todos se están yendo a cerrar el día con una cerveza―. Por un lado, la cocina pierde su magia cuando se vuelve masiva, y tampoco sé si haya una toma de conciencia entre los invitados. Sin embargo, lo cierto es que esto es lo que hago, lo que me gusta hacer. Quiero que la comida vuelva a recuperar ese espacio ritual, que nosotros volvamos a conectarnos con el alimento”.
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Menú
Snacks de Origen
Buñuelo de orejero, tartar de pescado, mayonesa de moringa
JAIME RODRÍGUEZ
Balú, queso de oveja, sal de hormiga y pipilongo
JENNIFER RODRÍGUEZ
Teja crujiente de pandebono de maíz añejo, chontaduro, cristales de miel de los Farallones, lulo fermentado
CATALINA VÉLEZ
Cena
Primer tiempo
Hongos
Setas con tucupí, casabe, acedera, faroga
AMAZONAS
ANTONUELA ARIZA Y EDUARDO MARTÍNEZ
Segundo tiempo
Encocado
Pesca blanca de temporada, emulsión de coco, refrito, fufu, envuelto en bijao
LITORAL PACÍFICO
CATALINA VÉLEZ
Tercer tiempo
Cacao
Cacao de la Sierra Nevada, guáimaro, algarrobo, maíz cariaco y borojó
SIERRA NEVADA
JAIME RODRÍGUEZ
Maíz
Flan de maíz, mousse de envuelto y queso. Crema fría de crispeta, claro especiado y crocante de criollo
CHAGRAS NARIÑENSES
CATALINA VÉLEZ