La desplazada Juana Sánchez, una crónica de Patricia Lara
7 Marzo 2023

La desplazada Juana Sánchez, una crónica de Patricia Lara

Crédito: Yamith Mariño Díaz

"Las mujeres en la guerra", de Patricia Lara, ganó el premio Planeta de periodismo en 2000. El siguiente relato, que hace parte del libro, retrata la realidad de miles de mujeres que han sufrido la violencia en sus comunidades y se han visto obligadas a buscar la vida en otra parte.

Por: Patricia Lara Salive

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—¡Sálganse, que esto se puteó! —nos dijo don Joaco, un vecino que llegó corriendo para contarnos que le acababan de incendiar la casa con todo lo que tenía adentro.

Poco antes, el Ejército había llegado a la zona para perseguir a la guerrilla y nos había dicho:

—Tranquilos, no se asusten con nosotros, que los que vienen atrás son más bravos…

Esa noche no pude dormir. Escuchaba el plomo y los bombazos. Me encontraba sola en la finca con las tres niñas, pues mi marido estaba lejos, cortando madera. Entonces, toda la noche, me pregunté: «¿A qué horas van a llegar?»

También pensaba en don Cabal, ese viejito de ochenta y ocho años al que los paramilitares habían capado y después lo mataron. Yo me di cuenta de cómo pasó: llegaron a la casa donde él estaba; cuando las otras personas que vivían ahí vieron a los paramilitares, salieron corriendo. Pero como don Cabal estaba mal de la cabeza, no se dio cuenta y se quedó ahí.

Entonces los tipos entraron a la casa, lo hicieron desvestirse, le bajaron los pantalones y lo caparon como se capa a un marrano. El viejito gritaba y pedía auxilio. Después lo mataron de dos tiros en la cabeza.

Me acordaba también de los perros muertos: perro que encontraban, perro que mataban. Mataron como cincuenta, y regaron el cuento de que si uno colaboraba con la guerrilla, le pasaría lo mismo. Daban a entender que la muerte de un perro era como la de una persona.

A ellos no les importa. La gente dice que son paramilitares.

Están bien armados y se visten como el Ejército.

Con la pensadera y el miedo, al amanecer llevé a mis tres niñas, caminé con ellas como una hora en medio de los combates y llegué adonde estaba mi marido. Cuando nos vio, nos regañó:

—¡Para qué se vinieron! ¡De pronto tiran una bomba y las matan!

Salimos corriendo con él y con las niñas para el puerto de Santa Matilde. Allá estaban la Cruz Roja y la Defensoría del Pueblo. Llevaban a la gente en chalupas a Barrancabermeja. La descargaban y volvían por más. Lo importante era sacarla del lugar de los enfrentamientos.

Yo me había ido sin plata, y las niñas estaban llorando de hambre. Solo había llevado los doce gramos de oro que habíamos sacado la semana anterior. Los vendimos a seis mil pesos cada uno y nos dirigimos hacia Puerto Salgar. En la finca dejamos las gallinas, los marranos, las veinte reses, las cuatro bestias, y las setenta hectáreas sembradas de yuca, plátano y maíz. Todo lo dejamos botado. No sabemos qué pasó con eso.

Pero ese día nos salvamos de milagro de una masacre.

«No somos ni agua ni pescado», decía mi papá. Por eso, cuando en 1969 llegó la guerrilla a La Velásquez, cerca de Puerto Boyacá, y empezó a enfrentarse al Ejército, y comenzaron a aparecer cadáveres en la carretera, mi papá decidió vender la finca y comprar una casita en Puerto Salgar. «Ahí vemos cómo sobrevivimos», le dijo a mi mamá.

Entonces yo tenía nueve años. Y me dolió que mi papá vendiera la finca: quedaba cerca del río Magdalena, era grande, bonita, había potreros, tenía veinte cabezas de ganado de leche, también había yuca, plátano, caña y sacaban madera. Por ahí pasaban las quebradas de La Velásquez y Caño Baúl.

Mis ocho hermanas, mi mamá, mi papá y yo vivíamos muy bien ahí. Yo era la más chiquita, por eso dormí con mis papás hasta que tuve doce años. Me dio rabia cuando me sacaron: yo estaba enseñada a ellos… Vivíamos todos en la casa de la finca. Era de tabla y techo de zinc. Tenía tres cuartos, cocina y un zarzo. Arriba de las vigas, dormían los obreros. Había como quince o veinte. Mi mamá se levantaba a las tres de la mañana a asar plátanos y hacer arepas y caldo para todos. Los obreros eran muy respetuosos con nosotras. Además, en ese tiempo no había maldades… Y mi papá estaba siempre ahí.

Yo estudié en Pozo Dos. Para que pudiéramos ir a estudiar nos fuimos a vivir allá: yo tenía seis años. Teníamos una casita de material de cuatro piezas, sala, cocina y baño.

Como mi mamá estaba con nosotras, consiguieron una cocinera para que les preparara la comida a los obreros en la finca. Mi papá iba cada ocho días a visitarnos, o nosotras íbamos a verlo.

En Pozo Dos hice mi primer año de escuela. Allá construyeron un quiosco, y le pusieron pupitres y butacas de palo para que la gente fuera a estudiar. Iban los soldados a enseñarnos. Yo comencé a aprender a leer con el Ejército. Era tan distinto entonces: ahora le dicen a uno que viene el Ejército y tiembla de miedo: es que cogen a la gente, la amenazan, la torturan.

En esa época fue cuando aparecieron hombres armados por ahí. Se veía que eran de las Farc. Ellos no maltrataban a la gente. Sólo si eran sapos… Entonces sí dejaban los cadáveres con un letrero que decía: «Lo matamos por sapo» o «Lo matamos por ladrón». Cada quince días o cada mes aparecía un nuevo cadáver. Yo alcancé a ver como diez. Hasta que mi papá decidió vender la finca y hacer una casita en Puerto Salgar.

La construyó poco a poco. Cuando la compró tenía cocina, baño, aljibe y una pieza donde dormíamos todos. Le hizo tres cuartos. Pero le tocó venderla porque ya se había gastado la plata de la venta de la finca y lo que tenía no le alcanzaba para costearnos el colegio. A todas nos dio estudio.

En Puerto Salgar hice hasta quinto de primaria en la Escuela Policarpa Salavarrieta. Mi hermana Alcira estudiaba en el colegio de las Monjas de la Consolata. Allá trabajaba mi papá como jardinero dos veces por semana y las monjas le pagaban y le daban a ella el estudio gratis.

Nosotras le ayudábamos a traer la leña que él vendía en los hoteles y en el bailadero Picapiedra. Con ella hacían los asados. Mi hermana terminó la primaria en el colegio de las monjas y pasó en el Colegio Departamental. A ella sí le gustaba el estudio. Y era más inteligente que yo.

En el Colegio Departamental la pusieron a que abriera y cerrara la puerta. Pero se le perdieron las llaves, y eso no le gustó a Juan Contreras, que era de verdad el encargado de guardarlas. Entonces él la insultó y le dijo que tenía que entregárselas. Mi papá habló con él y el señor lo amenazó. Eso no le gustó a mi papá. Entonces decidió vender la casa en quince mil pesos, subió los trastos al tren y nos fuimos para el Carare, cerca de Barrancabermeja, donde un tío tenía una finca grande, con ganado.

Eso fue en 1974. Yo tenía catorce años.

Al Carare llegamos a pagar arriendo al barrio Las Cumbres. Ya casi todas mis hermanas se habían ido de la casa. Sólo quedábamos mi hermana Alcira y yo. Mi mamá, mi hermana, mi sobrinita y yo vivíamos en esa casa. Era de madera y tenía un solo cuarto. Mi papá iba a visitarnos los sábados.

A mi mamá le aburría pagar arriendo: se sentía arrimada. Mi papá le organizó en la plaza una venta de tamales y masato. Ella vendía todo lo que llevaba. Entonces mi mamá le dijo a mi papá:

—Coja esa plata y cómprese una finquita, aunque sea de una hectárea.

Nos fuimos adonde mi hermana Flor, quien tenía una finca ganadera en La Rochela, cerca de Barrancabermeja. Mi papá se enamoró de una finca de treinta hectáreas que colindaba con la de ella. Se la vendían en dieciocho mil pesos. Pero él no tenía esa plata. Entonces le pagó la mitad al señor y el resto se lo pagó con la cosecha. Sembraron yuca, plátano, maíz, ñame y arroz.

Mi mamá se puso feliz de no vivir más en arriendo. Ahí se nos mejoró la situación.

Entonces yo tenía quince años y levanté novio. Me volé de la casa con Fernando, quien trabajaba en la finca de mi hermana. A mi mamá no le gustaba, por ser tomatrago. Mi mamá, mi papá y mi sobrina se quedaron solos, porque mi hermana también se voló.

Yo viví con Fernando dieciséis años. A los ocho nos casamos, porque no teníamos hijos y él decía que eso era un castigo de Dios, por vivir así, sin casarnos, en pecado. Nos casamos, pero seguimos igual.

Vivíamos a tres horas a pie de la casa de mis papás, en una finquita que mi cuñado había recibido «al aumento»: partía la cosecha con el dueño de la tierra. Fernando era jornalero ahí. Pero ganaba muy poco y decidimos irnos para Yarima, en Santander. Queda por la vía a San Vicente de Chucurí. Allá Fernando consiguió ser administrador de una finca ganadera. Nos dieron una casa con un patio libre donde podíamos tener animales. Duramos diez años, hasta que conseguimos una finca propia en la vereda Rancho Chile.

Resulta que a Fernando le dijeron que allá quedaba la hacienda Cailas, que estaba abandonada y que no era sino que alguien se atreviera a invadirla. Pertenecía a un terrateniente que vivía en Estados Unidos. En esa finca había mil hectáreas de solo rastrojo.

Nos reunimos cincuenta familias campesinas y decidimos invadir la finca. Mi marido dirigió la invasión. Se hicieron trochas y parcelas de diez, veinte y treinta hectáreas. Él cogió una de treinta. Todo el mundo hizo su ranchito.

A los dos meses, cuando ya habíamos tumbado la montaña y estábamos sembrando maíz, llegó el Ejército. Un capitán dijo que teníamos que salirnos de ahí porque el dueño de la finca era un general retirado. Al comienzo ese man decía que nosotros no éramos campesinos sino guerrilleros. Pero vio a todo el mundo trabajando, y le dijo a mi esposo:

—Espero que cuando volvamos tengan la casa bien bonita.

Eso nos dio ánimos para seguir ahí. El Ejército no volvió. Como a los tres años llegó el Incora, midió las tierras y las tituló.

Poco después de la llegada del Incora, el 18 de diciembre de 1989, machetearon a mi marido. Él se había ido con las cargas de plátano para venderlas en la tienda. Estando allá, un muchacho le dijo que le regalara una cerveza. Él le contestó que no tenía plata. Entonces le pidió un cigarrillo. Mi marido se lo dio.

—Deme candela —le dijo.

Y cuando Fernando bajó la cara para prender el fósforo, el tipo le dio tres machetazos y salió corriendo. Nunca se supo por qué lo hizo. Le cortó la mejilla, la cabeza y la ceja.

Una gente que iba en un carro para Yarima me contó lo que había pasado. Llevé a Fernando al puesto de primeros auxilios de Yarima. Ahí lo atendieron y luego lo trasladaron al hospital de Barrancabermeja.

Él pasó Navidad y Año Nuevo en el hospital y, como el 5 de enero, se fue para la casa de una prima suya, que vivía en Barrancabermeja. Y yo me fui para la finca.

En la invasión se aparecían las Farc. Ellos decían que estaba muy bien que hubiéramos invadido esa tierra, nos dejaban trabajar y no se metían para nada con nosotros.

A comienzos de marzo, un vecino me dijo que el comandante Manuel, del Frente Doce de las Farc, me necesitaba.

Eran como las seis de la tarde. A mí me dio miedo ir. Pero el vecino me dijo que era una orden del Comandante. Y cuando esa gente le da a uno una orden, hay que cumplirla. Entonces me puse a pensar que al fin y al cabo no debía nada, cogí mi yegua, la ensillé y me fui sola, porque mi marido seguía en Barranca.

Fui por donde me dijo el vecino. Me metí por unas montañas, pasé el caño de La Colorada, y luego de andar como una hora en la bestia encontré a un guardia armado.

—Vengo porque el comandante Manuel mandó a llamarme —le dije.

—Sí, la están esperando, siga —contestó.

Ahí estaba el comandante. Me saludó y me dijo:

—Yo mandé a llamarla para que venda la finca y se vaya para Barrancabermeja.

—Pero ¿por qué? —le pregunté.

—Es una orden que venda la finca y se vaya —dijo él.

—Pero si el que le dio machete fue ese señor a mi esposo y no al revés —insistí.

—Véndala y después sabrá por qué —dijo el comandante. Fui a Barranca para contarle a mi marido lo que había pasado. Él me dijo que tocaba vender la finca porque la ley de ellos había que cumplirla.

Al poco tiempo llegó la guerrilla a mi casa. Era domingo. Me ordenaron que me fuera para Barranca y que regresara el martes. Obedecí. Ese día, cuando iba a coger el bus, Hildi, la dueña de la tienda, me buscó para decirme que habían matado a Silvestre, el que había macheteado a mi marido.

Le dije que me daba miedo regresarme a la finca sola, porque tenía que pasar frente a la casa de él. Hildi me dijo que me aguantara hasta el sábado. Esperé, y el sábado regresé con unos vecinos. En ese momento todavía no habían encontrado el cadáver de Silvestre: en el campo a uno lo matan y lo tiran a un hueco.

La familia de Silvestre decía que lo había matado mi esposo. Pero los vecinos lo defendieron, porque él estaba enfermo en Barranca. Después los guerrilleros le dijeron a la familia que ellos lo habían matado. Lo hicieron por lo del macheteo y porque le dijeron que se fuera y él no obedeció.

Puse la finca en venta. Tenía yuca, plátano, pasto y siete hectáreas de maíz. Como al mes se la vendí en ciento treinta mil pesos a un señor que se llamaba Fidel. Con esa plata nos compramos una casita en Barranca. Nos costó cien mil pesos. Con los treinta mil que nos quedaron dimos la cuota inicial de una motosierra, y Fernando se fue a Yondó a aserrar madera. Me visitaba cada quince días. Pero me fue abandonando… Resulta que en Puerto Argilio, unos paramilitares le habían matado el marido a la señora Hildi. A ella la hirieron en una pierna y la metieron a un hospital. Yo fui al hospital y la vi herida, con seis meses de embarazo y sin marido. Entonces le pregunté:

—¿Y ahora qué va a hacer?

—No sé, porque la casa la desbarataron a punta de plomo,

—dijo.

Le conté a mi marido. Seguí visitándola en el hospital. Entonces le dije que cuando saliera de ahí se fuera para la casa.

Antes de irse a la casa repartió los hijos. Cada niño tenía un papá distinto. Le entregó un niño al papá, la niña la metió en un internado porque era bobita, y cuando nació el bebé me dijo:

—Como usted no tiene hijos, coja el niño.

Tuve al niño hasta los cuatro años. La gente me decía: esa señora le va a quitar a su marido. Yo no lo creía. Pero un día me di cuenta: en la billetera de mi esposo encontré un papel escrito por ella que decía: «Mi amor, te quiero mucho».

No le dije nada a mi marido. Como a los veinte días me dijo que fuéramos adonde ella porque se le había inundado la casa. Allá, mientras preparaban el almuerzo, encontré un papelito de él donde le decía: «Mi amor, le dejé veinte mil pesos porque usted no estaba. Regreso el 22 de agosto».

Cogí el papelito, lo guardé y no me quedé a almorzar. Cuando mi marido llegó se lo mostré. Y comenzaron los problemas: me insultaba, me pegaba. Entonces le dije:

—Hasta aquí llegué, yo soy mujer y puedo hacer lo mismo. Y él me dijo:

—Si usted se consigue un hombre, yo lo mato.

Ya Fernando iba a la casa únicamente para que yo le lavara la ropa sucia. Y no me daba nada.

Yo vendía perros calientes en una caseta que quedaba enfrente de un almacén Más por Menos. Ahí conocí a Ramón, un señor que me dijo que le arrendara una piecita a cambio de que él me diera lo que yo fuera necesitando. Nos enamoramos…

Me fui de la casa. Después supe que Fernando se desesperó porque, cuando esa señora Hildi vio que nos habíamos separado, lo dejó. Él se puso a decir que si me encontraba, me mataba.

Me fui con Ramón a Santo Domingo Alto, cerca de San Pablo, en el sur de Bolívar. Él consiguió puesto como aserrador. Dijo que necesitaba un ranchito para meter a su mujer. A los dos meses resulté embarazada. Allá tuve a las niñas.

Poco tiempo después, Ramón se compró una finca de setenta hectáreas que le costó ochocientos mil pesos. Cosechábamos plátano y yuca y se los vendíamos a los coqueros.

Vivíamos muy bien. A él no le gustó nunca meterse a sembrar coca porque cuando llegaba el Ejército armaba el lío.

Por la zona pasaban las Farc y los elenos. Nosotros no teníamos mucha relación con ellos.

Una vez yo tenía la niña enferma y estaba con ella en la carretera, esperando a que pasara un carro para llevarla al hospital, cuando llegaron unos de las Farc. Me preguntaron qué tenía la niña. Les dije que estaba con fiebre y diarrea. Me dijeron que estuviera tranquila que ellos me la alentaban. La inyectaron dos veces, le dieron droga y la niña se alentó. Ése es el único favor que me ha hecho la guerrilla.

Uno está con ellos por necesidad: hay que curarse en salud.

Pero, como decía mi papá, uno no es agua ni pescado.

Eso no lo creen los paramilitares. Cuando ellos llegan a los sitios no preguntan si uno es guerrillero. Y como esas son zonas rojas creen que todos son de la guerrilla…

Las Autodefensas son los mismos paramilitares, gente rica que forma esos grupos. Los campesinos les tienen pánico. Ellos han desplazado a la guerrilla de la zona. Yo le pregunté una vez a Albeiro, un comandante del ELN, por qué se iban cuando llegaban los paramilitares. Él me dijo que no era por cobardía, sino para evitar masacres.

Pero quien sufre es el que se queda en el campo.

En enero de 1997 llegaron como cuarenta hombres a un puerto llamado Santa Matilde y subieron a otro que se llama Viejagual. Quemaron casas. Hubo tiros entre paras y guerrilla. Los helicópteros del Ejército bombardeaban. Esa vez mataron como a quince campesinos y los botaron en los montes. Pero dijeron que eran guerrilleros.

Los enfrentamientos fueron cerca de donde yo vivía con mi esposo y mis tres hijas. Eso era plomo va y plomo viene. Le dijeron a un poco de gente que por cada paramilitar que mataran, ellos acabarían con doce campesinos.

Antes mataban y nadie se enteraba. Ahora, por lo menos, la gente se informa por los noticieros.

Llegué a Puerto Salgar con mi marido y mis hijas. Me dijeron que en la Cruz Roja trabajaba Rodrigo, un muchacho que estudió conmigo. Lo busqué y le conté mi tragedia. Me aconsejó que nos viniéramos para Bogotá, porque en Puerto Salgar no había trabajo. En la Cruz Roja de Puerto Salgar nos regalaron trescientos sesenta mil pesitos, una hamaca y ropa para las niñas.

Llegamos a Bogotá en 1997. Sacamos una pieza en arriendo en una casa de inquilinato en Tintalito, cerca del barrio Patio Bonito. Pagábamos cuarenta mil pesos.

Vivir allá era un verdadero sacrificio porque, por ser desplazado, a uno no lo miraban como a un ser humano: le echaban vainas cuando iba a pagar el arriendo; le discriminaban a las hijas y no las dejaban jugar con los otros niños… Cuando yo salía, las dejaba encerradas. Entonces les decían que como eran desplazadas eran una mierda y les tiraban agua y cochinadas por las ventanas.

Dio la casualidad de que, apenas llegamos, mi marido se encontró con un muchacho de Barrancabermeja. Definitivamente Dios es muy bueno con uno: el muchacho le dijo que él trabajaba en un parqueadero, que se iba a ir de ahí y que, si mi marido quería, se lo dejaba. Le pidió que le pagara cien mil pesos por el puesto. Pero no los teníamos. Ramón le dijo que lo único que le podía dar era diez mil pesos y una cadena de oro que él me había regalado y que tenía guardada. El muchacho le dijo que sí.

El puesto de cuidar carros queda en el norte, frente a un centro comercial. Ramón le compró al muchacho el derecho a cuidar los carros. La gente le paga lo que le quiera dar. Ahí se la pasa mi marido. Eso fue como ganarse la lotería. Hay días en que le dan monedas. Pero como por ahí se parquean muchos carros, casi siempre hace como quince o veinte mil pesitos diarios. Con eso vivimos.

Yo no trabajo porque mis hijas son pequeñas: la mayor tiene ocho años, la segunda tiene seis y la menor tiene cinco. Las dos mayores van a la escuela. La profesora me dijo que le mandara a la pequeñita, pero no me alcanza la plata. Allá cobran cuatro mil pesos mensuales por cada niña y sólo puedo pagar lo de dos.

Mi hermana me dijo que llamara a Teresa, una prima segunda que vive en Bogotá, a ver si podía ayudarnos. Ella me acompañó a hacer unas vueltas en el Ministerio del Interior. Allá nos regalaron trescientos cuarenta mil pesos. Después, la Red de Solidaridad nos dio tres millones para que montáramos un negocio. Pero yo le dije a mi marido:

—Nosotros no sabemos de negocios, nos vamos a comer esa plata, nos vamos a quedar sin nada y vamos a seguir pagando arriendo. Mejor comprémonos un lote.

Entonces conseguimos un lote cerca de donde vivíamos. Nos costó un millón ochocientos mil pesos. Con lo que nos quedó, compramos tablas, tejas de zinc e hicimos la casita. Pagamos el derecho al agua, pero ésta nos llega cada quince días.

En Mercoldex, una entidad que les ayuda a los desplazados, le caí bien al director. Él me dijo:

—¿Quiere que le dé una ayudita?

—¡Que si qué! —le contesté.

Él me dio quinientos mil pesos. Con esa plata hicimos un muro, porque la casa estaba en un barranco y se iba a caer. Mi marido tenía una alcancía. Moneda de mil que tenía, la echaba ahí. El director de Mercoldex me ofreció un préstamo de trescientos mil pesos, pero yo le dije que no porque era mejor comer poquito y andar alegre. Pero él insistió y dijo que le fuera pagando veinte mil pesos mensuales sin intereses. Destapamos la alcancía y había cuatrocientos mil. Con eso, con el préstamo y con lo que nos quedaba de los quinientos mil que nos había dado el señor, arreglamos la casa y levantamos una pieza.

Ya ahí, como el ranchito es propio, no molestan a las niñas.

Mi Dios es muy bueno conmigo.

Cuando nosotros llegamos a Barranca, antes de venirnos para Bogotá, salía mucha gente para un lado y para otro. No sé si de los que salieron haya vuelto alguien. Yo le digo a mi marido que si yo tuviera plata, iría hasta Barranca porque uno allá se entera de lo que está pasando.

A veces, cuando él llega y dice que no hizo ni para la comida, uno siente tristeza de tener esa tierrita allá y estar aquí sufriendo: esa finca hoy, con las mejoras que le hicimos, debe de valer veinte o veinticinco millones de pesos. Quién sabe qué haya pasado con esa tierra. Seguramente los paramilitares se la entregaron a gente que está con ellos.

Yo sólo le pido a Dios que me deje vivir hasta que mis hijas se puedan defender solitas.

Y le pido que haya paz en el país y que se acaben los grupos armados. Ellos son los del conflicto. Pelean por el poder. Pero los que pagamos el pato somos los que no tenemos que ver con eso.

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