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De Atenas a Colombia: igualdad y democracia
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El escritor e historiador Jorge Orlando Melo hace un recorrido por el camino que ha seguido la democracia tanto en el mundo como en Colombia y muestra cómo ha evolucionado en busca del equilibrio y la justicia en la sociedad.
Por: Jorge Orlando Melo
En Grecia, en el siglo V antes de Cristo, creían que la democracia era la forma ideal de gobierno, la que dejaba ver los rasgos de la cultura y permitía el desarrollo de los hombres. Atenas empezó a ser gobernada por sus habitantes, los ciudadanos, que discutían en la plaza pública los asuntos gubernamentales. La idea era que la ley expresaba la naturaleza igual de los hombres en una ciudad libre, y que los ciudadanos podían definir la ley indicando sus deseos. Por supuesto, no todos eran ciudadanos: la ciudad estaba rodeada por estados gobernados por tiranos o por oligarquías limitadas, como los espartanos, que se enfrentaron en muchas guerras a los atenienses y finalmente los derrotaron. Y en la misma Atenas, buena parte de la población estaba formada por esclavos, capturados en batallas contra otros estados.
Un gobierno democrático era posible si los ciudadanos eran vistos como iguales. Nadie tenía más derecho que otros, nadie podía alegar su nacimiento, o su riqueza, o sus conocimientos, para imponer su voluntad. De este modo, la igualdad de los hombres, aunque no de las mujeres, fue reconocida y nadie tenía derecho a mandar por su naturaleza, su riqueza, su familia o su mejor formación. Este fue el gran descubrimiento de los griegos: si somos iguales, todos tenemos los mismos derechos a participar en el gobierno de la comunidad.
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Un gobierno democrático era posible si los ciudadanos eran vistos como iguales. Nadie tenía más derecho que otros, nadie podía alegar su nacimiento, o su riqueza, o sus conocimientos, para imponer su voluntad
Algo radicalmente diferente al modelo social que se impuso en Roma, o al que venía de las sociedades del antiguo testamento (formadas por un pueblo elegido por Dios, que escogía también jueces y reyes preocupados por conservar la palabra de Dios), y al que se impuso en la Edad Media, cuando el catolicismo triunfó en Europa.
Hasta el siglo XVIII, la sociedad estuvo formada por capas o estratos de población con derechos diferentes. Unos, los nobles, podían mandar, eran dueños de la tierra, y de ellos se escogían los reyes. Otros, el pueblo, formado sobre todo por campesinos y artesanos, obedecían a los propietarios y a los gobernantes, a los reyes y a la nobleza.
Fueron esos pueblos organizados y jerarquizados, con nobleza y autoridades reales que debían su poder a la voluntad de Dios, los que conquistaron a América y formaron el imperio español. A fines del siglo XVIII, los filósofos europeos (Locke, Hobbes, Rousseau) retomaron la herencia griega. Convencidos de que los hombres eran iguales, llegaron a la conclusión de que ni la nobleza ni la realeza tenían derecho natural a gobernar la sociedad. Esta debía organizarse por un acuerdo entre todos los hombres –un ‘contrato’–, de manera que todos los ciudadanos, iguales por definición, debían escoger a los gobernantes.
En 1821, los colombianos establecieron una sociedad ‘democrática’, en la que todos tenían igual derecho a participar en el gobierno. Pero, como en Grecia, algunos tenían menos derechos: los esclavos no eran iguales, y la sociedad estaba muy diferenciada: los descendientes de los españoles eran dueños de la tierra, y los descendientes de los indígenas y esclavos trabajaban para los criollos. Esto llevó a que en Colombia se formaran dos visiones: para unos, la nueva sociedad, libre de España y del dominio del rey, era y debía ser jerárquica, de acuerdo con las doctrinas católicas. El derecho a gobernar, a estar representados en los congresos y en el ejecutivo, debía limitarse a los varones que tuvieran las condiciones para obrar con independencia, a los propietarios y personas educadas.
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En 1821, los colombianos establecieron una sociedad ‘democrática’, en la que todos tenían derecho igual a participar en el gobierno. Pero, como en Grecia, algunos tenían menos derechos
Los descendientes de los españoles, que habían conquistado a Colombia un poco después de 1500, debían seguir gobernando. Para otros, muy influidos por las nuevas teorías de la Ilustración y por las revoluciones de Francia y los Estados Unidos, no habría una sociedad justa hasta que todos fueran iguales. Por eso, decretaron el fin de la esclavitud, la emancipación de los esclavos, la repartición de tierras baldías entre los trabajadores campesinos. Y había que educar a los pobres: hacerlos ir a la escuela, para que conocieran sus derechos y aprendieran a defenderlos, y a participar en el mundo de la política, escogiendo gente que los ‘representara’ en el gobierno.
Los primeros fueron los llamados conservadores y, los últimos, los liberales. Ambos estaban conformados por ricos, propietarios de tierras y casas en las ciudades, gente que había asistido a la escuela y en muchos casos a las universidades coloniales: eran los abogados, los que conocían las leyes, los que ocupaban los cargos, los que sabían escribir en los periódicos y hacer discursos políticos, citando a los pensadores del siglo, y se sentían miembros de la misma red social de ‘gente bien’ cuando iban a otra región.
Liberales y conservadores se enfrentaron durante los siglos XIX y XX porque los primeros querían ampliar el derecho a gobernar a todos los hombres y los segundos querían mantener una sociedad jerárquica. Sin embargo, ambos grupos o partidos estaban formados por gente que mandaba en las ciudades y pueblos, por gente a los que se trataba de Don, a los que se daba el paso en las aceras estrechas cuando llovía y los pobres debían bajarse a la calle y mojarse. Por eso, aunque tenían ideas diferentes, pensaban en muchas cosas en forma parecida, y cuando creyeron que sus derechos estaban en riesgo –porque los pobres y el pueblo podían tomarlos–, se unieron para defenderlos. Así ocurrió en 1854, cuando los artesanos, que querían que se limitara la llegada de bienes extranjeros, lograron el apoyo de un militar que se tomó el poder: liberales y conservadores se unieron y derrotaron a los militares y al pueblo, y establecieron un pacto que permitió que en cada región (cada Estado) la ‘gente bien’ definiera quién iba a gobernar.
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Liberales y conservadores se enfrentaron durante los siglos XIX y XX porque los primeros querían ampliar el derecho a gobernar a todos los hombres y los segundos querían mantener una sociedad jerárquica
Liberales y conservadores unidos hicieron acuerdos nacionales para impulsar las exportaciones de tabaco o café, hacer carreteras y ferrocarriles y proteger las industrias. Y establecieron un sistema de gobierno en el que los hombres prósperos de cada región tenían todo el control del gobierno: lograban el voto de los demás electores (que debían ser propietarios), escogían al presidente y a las autoridades locales, los alcaldes y maestros, los policías, diputados, representantes y senadores. Para ganar el voto de los grupos intermedios, los diversos gobiernos, además de promover ideas como la igualdad o la importancia de la religión y la ley, le hacían favores al pueblo (abrir escuelas, hacer caminos, aplicar justicia, hacer un centro de salud en cada pueblo) y, desde 1920, apoyaron la formación de grupos organizados de la población pobre (sindicatos, asociaciones locales, partidos políticos) que podían defender sus intereses o donde el pueblo aprendía a actuar en política. Además, después de 1930 los liberales ganaron las elecciones y buscaron educar al pueblo, y crear una ‘cultura aldeana’ para que las ideas de los pobres no las formara sólo el cura, sino el maestro de escuela. Los ricos de ambos partidos aceptaron dar favores a los pobres en muchas partes y, en medio de un gran conflicto entre los dirigentes de ambos partidos que llevó a la violencia, apoyaron los sindicatos y crearon las llamadas ‘cajas de compensación’, que daban a los trabajadores sin propiedad la posibilidad de disfrutar de algunos servicios sociales.
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Después de 1930 los liberales ganaron las elecciones y buscaron educar al pueblo, y crear una ‘cultura aldeana’ para que las ideas de los pobres no las formara sólo el cura, sino el maestro de escuela
Así, la democracia se fue extendiendo: desde 1936 se dio el voto a todos los varones, y los pobres se organizaron como parte de los dos partidos políticos del siglo XIX (para pensar que las mujeres eran iguales, hubo que esperar hasta 1957). En cada pueblo, los votantes eran claves para legitimar al gobierno, y apoyaban a los que proponían hacer caminos y escuelas y dar otros servicios. Unos notables –los ‘caciques’– organizaban a los votantes y a los funcionarios, con ayuda de los sindicatos, las ligas y las juntas de acción comunal, y sobre todo de los dos partidos, que decían lo que los posibles gobernantes prometían cumplir en el gobierno y reclamaban al partido opuesto por lo que hacía o no hacía.
Estos partidos fueron importantes y formaron al pueblo: le enseñaron cómo era el mundo de la política. Pero como sus votos decidían quiénes quedaban con los cargos públicos y quienes no, dividieron la población: cuando el gobierno era liberal, los conservadores tenían pocos derechos, y cuando era conservador, los liberales eran perseguidos. Esto llevó a que la gente se armara y se diera bala, en 1930 y 1946, para tratar de asegurar que los amigos de uno eran elegidos. Y entre 1946 y 1948, un dirigente convenció a la comunidad de que el país estaba dividido entre pobres y ricos, entre el ‘pueblo’ y la ‘oligarquía’: su muerte, acaecida el 9 de abril de 1948, acentuó el sentimiento de abandono del ‘pueblo’.
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Cuando el gobierno era liberal, los conservadores tenían pocos derechos, y cuando era conservador, los liberales eran perseguidos
En 1954, para reducir la violencia, los militares dieron un golpe de Estado y se tomaron el poder. En 1957, los dirigentes de los dos partidos volvieron a hacer un gran acuerdo patriótico, y decidieron que, a partir de entonces, liberales y conservadores se repartirían el poder. Así se gobernó, de hecho, hasta 1986, y un poco menos rígidamente, hasta 2018: poco cambiaba cuando se elegía un partido distinto.
Los jefes de los dos partidos repartían los empleos, y el pueblo votaba por los que le atraían más o hacían promesas más llamativas. En la práctica, los dos partidos dejaron de tener importancia, y los políticos de cada uno, en cada región, decían más o menos lo mismo y hacían lo mismo. Pero los descontentos, los intelectuales, los estudiantes universitarios y los sindicalistas empezaron a desear un cambio radical y ‘revolucionario’, prometiendo un país socialista, sin propiedad privada, que eliminaría la pobreza y la desigualdad. Para ello se formaron las guerrillas, que desde 1954 se enfrentaron al Ejército y a los diversos gobiernos y partidos oficialistas.
Los votantes podían entonces escoger entre los ‘revolucionarios’ (que incluían al partido comunista y algunas disidencias) y los representantes de partidos tradicionales, que gestionaban los problemas prácticos de la economía y la administración pública. Estos últimos se debilitaron, y ya en 1970 estuvieron a punto de perder la elección frente al general Gustavo Rojas Pinilla.
Pero tampoco el partido revolucionario era importante al lado de la guerrilla. La vida política pasó a centrarse en el enfrentamiento de guerrilleros y sus enemigos, los ‘paramilitares’, formados por la alianza del Ejército y las bandas privadas que defendían a los poderosos.
Ser miembro de un partido no significaba mucho. Al debilitarse los partidos, la gente del pueblo (los vendedores ambulantes, los obreros y empleados, los albañiles, los vendedores de las tiendas, los campesinos, los recolectores de café) quedó sin organizaciones en las cuales pudiera aprender a defender sus derechos. O esperaban el triunfo de la guerrilla o se resignaban a lo que había: ahorrar para conseguir vivienda en las ciudades, y votar por los políticos que prometían algo de orden o menos corrupción y un poco de servicios sociales. Muchos de los simpatizantes de la guerrilla terminaron apoyando a grupos que promovían el cambio social respetando los mecanismos electorales: la UP, el Polo Democrático, etc. Eran partidos ‘revolucionarios’ que empezaban a creer que la guerrilla no iba a ganar nunca.
En 2022, los votantes, incómodos con los partidos tradicionales, eligieron un candidato que hacía parte de los ‘partidos revolucionarios’, pero que no tenía una organización fuerte. Por eso, su gobierno se ha limitado a exponer con fuerza retórica los ideales del cambio revolucionario, pero no organizó la población ni elaboró programas precisos para los sectores populares, que seguían recibiendo algunos servicios y subsidios estatales que demostraban el compromiso del gobierno con el pueblo. Mientras los empresarios seguían unidos tratando de promover un crecimiento económico compatible con la empresa privada, los gobernantes ‘revolucionarios’ y ‘populares’ buscaban ampliar los subsidios y regular al máximo la economía privada.
Por primera vez, el gobierno y el empresariado no estaban en sintonía: el primero pensaba que los empresarios privados querían todos los beneficios para ellos, y amenazaba con crear una economía estatal; los segundos creían que el gobierno quería establecer un estado socialista, en el que la empresa privada no tuviera ningún papel.
Sin embargo, el sistema estaba en gran parte paralizado, porque el gobierno no contaba con el apoyo de los empresarios ni de un pueblo organizado. Para el gobierno, el ‘pueblo’ estaba formado por los excluidos, los pobres, los que no tenían derechos laborales ni buenos servicios sociales, a los que había que ayudar. Para los empresarios y las clases altas, el pueblo estaba formado por los usuarios de los servicios de salud, los pensionados, los trabajadores informales y muchos grupos mal atendidos por un gobierno desorganizado por estar pensando en cómo quedarse con el poder.
En estas condiciones, los partidos han perdido toda fuerza y la política se concentró más en la denuncia repetida de la corrupción de los otros (porque la tradición del país de los últimos 50 años, y sobre todo después de 1991, hacía que todas las obras ‘públicas’ y muchos servicios fueran contratados con empresarios ligados a los políticos, a los que financiaban: los partidos quedaron conformados por los empresarios de la contratación y sus clientelas en todo el país). Y la prensa denunciaba la violencia diaria: los grupos armados vinculados a los grupos ilegales de coca y droga disparaban contra los campesinos cultivadores, que recibían el abrazo de los voceros del cambio, del gobierno, del poder para el pueblo. Y como la violencia llegaba a las ciudades, donde muchos, sin ingresos, se defendían robando a los demás, la inseguridad se fue convirtiendo en la preocupación principal de los dirigentes sociales, de la ‘gente bien’ y, en cierto modo, de todo el mundo.
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Los partidos han perdido toda fuerza y la política se concentró más en la denuncia repetida de la corrupción de los otros
Por eso, finalmente, se ha polarizado la política entre grupos empeñados en promover el desarrollo social, la defensa del medioambiente, la participación popular, y los que buscan que el orden policial y judicial se imponga y se castigue a atracadores y secuestradores. Cuando se escribe esto, a mediados de 2024, la gran duda es cómo se enfrentarán estos dos grupos en las elecciones de 2026, o incluso si habrá elecciones: muchos creen que el gobierno buscará cambiar las reglas de juego para quedarse en el poder y evitar unos comicios en los que puede perder, y tendría que seguir el modelo de Venezuela. Y otros creen que los dirigentes tradicionales buscarán un candidato que se comprometa a usar todos los recursos de la policía y el Ejército para impedir la violencia ‘popular’ en los pueblos de las zonas de coca o en las grandes ciudades. Otros, más optimistas, creen que debe hacerse otro gran acuerdo nacional para fijar las reglas políticas: los amigos del gobierno quieren que este pueda ampliar los beneficios sociales; los partidarios de los empresarios quieren que ante todo se garantice el respeto a la empresa privada, a la economía liberal de competencia, para que haya inversión y desarrollo económico, aunque esa economía la regule el Estado.
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Cuando se escribe esto, a mediados de 2024, la gran duda es cómo se enfrentarán estos dos grupos en las elecciones de 2026, o incluso si habrá elecciones
Y, por supuesto, puede que en 2026 no pase nada de fondo: que el gobierno sienta que no tiene fuerza para romper el orden institucional, que haya elecciones y ganen los opositores del gobierno. Parecerá que el pueblo ha perdido, pero este realmente nunca tuvo, en estos años, poder: sin organizaciones para conformar y expresar la voluntad popular, el pueblo tampoco existe. Si no hay igualdad real entre los ciudadanos, los débiles deben conformar partidos para reforzar su poder, y deben asociarse, asistir a reuniones y manifestaciones políticas y sindicales. Pero los partidos y las organizaciones populares se acabaron, y por eso nuestra democracia, el ‘gobierno del pueblo’, está en crisis.