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La trampa del radicalismo
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Para el catedrático y politólogo Mauricio García Villegas, la posición ideológica radical puede puede ser contraproducente, es decir, fortalecer el imaginario de sus enemigos de tal manera que estos se vigoricen y conformen una reacción que resulte triunfante. r
1.
Supongamos algo banal: un conflicto entre dos partidos políticos, cada uno empeñado en vencer al otro para llevar a cabo su proyecto de sociedad. Uno de ellos accede al poder. ¿Qué actitud puede adoptar frente al partido vencido? En teoría, sus opciones son cuatro: aniquilarlo, doblegarlo, vencerlo en franca lid o negociar con él. Las dos primeras estrategias darían lugar a un sistema de partido único; las dos últimas a uno de competencia de partidos. Aquí sólo me intereso por las dos primeras estrategias.
En la historia política de América Latina muchos partidos de gobierno han optado por las estrategias de aniquilar y de doblegar. Ambas tienen en mente una sociedad nueva, homogénea, con una sola ideología al mando, sin conflictos, con intereses y objetivos comunes. Sus proyectos son utópicos y revolucionarios. En el siglo XIX, los conservadores querían imponer un modelo de sociedad católico, jerarquizado y patriarcal, similar al que existía en la Colonia. Los liberales, por su parte, querían una sociedad nueva, sin rastros del pasado, sin clérigos en la política ni escuelas católicas. Cada partido quería una sociedad en la que no estuvieran los otros. Pero como estos últimos no se iban, ni estaban dispuestos a rendirse, el resultado solía ser una guerra civil. En el siglo XIX hubo nueve guerras civiles nacionales y decenas de guerras locales. En el siglo XX ocurrió algo similar entre representantes de la extrema derecha y de la extrema izquierda, con la diferencia de que, en lugar de una guerra civil, hubo un conflicto armado.
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‘En la historia política de América Latina muchos partidos de gobierno han optado por las estrategias de aniquilar y de doblegar’
Muchos de esos proyectos han fracasado por la falta de realismo, por su ilusión de sacar al contrincante del juego político. Hay en ellos un “sesgo de ilusión revolucionaria” que está sustentado en los siguientes cuatro supuestos: 1) la vida en sociedad es una lucha entre enemigos, 2) la voluntad política es invencible, 3) la realidad social es dúctil y 4) la justicia siempre triunfa. Los hechos que dieron lugar a las dos revoluciones paradigmáticas de los últimos siglos, la Revolución Francesa de 1789 y la Revolución Bolchevique de 1917, parecen haber estado sustentados en esos cuatro supuestos. Ambas ocurrieron en sociedades tradicionales en las cuales había una minoría nobiliaria subyugaba a una grandísima mayoría de desposeídos y en ambas tuvo lugar una guerra frontal de la cual surgieron unos vencedores al mando de líderes dotados de gran talento político. Es poco probable que estas condiciones se vuelvan a reproducir. Ni siquiera existieron en el siglo XIX latinoamericano, cuando la élite dominante era menos poderosa, no había correspondencia entre ideología y clases sociales (había conservadores y liberales en las élites y en la clase baja) y las diferencias regionales y culturales impedían una unidad del pueblo. Esos supuestos, en todo caso, no existen hoy: nuestras sociedades son complejas, en ellas concurren intereses dispersos y, salvo en casos extremos de guerra o de desastre natural, es notoria la falta de unidad cultural y política.
2.
Supongamos otro hecho banal: el encuentro entre dos personas, A y B. Cada una tiene en su mente una imagen de la otra y, además, cada una tiene una imagen de la imagen que la otra tiene de él o de ella. Las relaciones humanas están regidas por imágenes, por la anticipación imaginaria de lo que la otra persona es y hará en el futuro. En situaciones intensas, de amor o de odio, esas imágenes adquieren cierta independencia de la realidad. Cuando A y B se enemistan, cada uno empieza a alimentar en su mente una representación de la maldad del otro que justifica su enojo. Si ninguno de los dos cambia de registro, lo más probable es que se produzca un escalamiento de esas malas imágenes recíprocas. Cada uno busca argumentos para confirmar y reforzar su odio o su amor. Muchas personas se lamentan de haber tenido una disputa que fue demasiado lejos, que no merecía tanto desprecio, como si los odios lo hubiesen llevado por un camino indeseado.
Algo parecido ocurre con los grupos sociales y, entre ellos, los partidos políticos: el rencor que se prodigan es más grande que las diferencias que los separan; se malquieren, pero no es para tanto. tanto en materia política, como en las relaciones interpersonales, los encuentros y los desencuentros no siempre se pueden explicar por los intereses en juego o por la confluencia o la diferencia de propósitos, sino por la manera como se tramitan las diferencias y por la suerte que, en ese trámite, terminan teniendo las imágenes que ambos actores crean y sustentan en sus mentes. Dicho en otros términos, las relaciones humanas no están fundamentadas solamente en hechos, razones e intereses, sino también en sentimientos e imágenes.
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‘Tanto en materia política, como en las relaciones interpersonales, los encuentros y los desencuentros no siempre se pueden explicar por los intereses en juego o por la confluencia o la diferencia de propósitos, sino por la manera como se tramitan las diferencias’
Afirmo todo esto pensando en el menosprecio que los partidos revolucionarios tienen por las emociones de sus contrincantes. La imagen del otro como enemigo, que merece ser eliminado, despierta en la contraparte emociones intensas que pueden ir desde el miedo hasta la venganza, pasando por el resentimiento y el odio. Los revolucionarios subestiman la posibilidad de que su estrategia política, en un clima de escalamiento emocional de las antipatías, no sólo conduzca a su fracaso sino al fortalecimiento de las posiciones contrarias a las de ellos, las cuales, dicho sea de paso, pueden ser también revolucionarias. Es como una contrarrevolución sin revolución.
Hay muchos ejemplos de esta paradoja en la historia política de América Latina. Uno reciente es el caso del plebiscito chileno del año 2022, en el cual la posición progresista, inspirada en ideas del constitucionalismo decolonial, perdió con una votación del 62% en contra. El desgaste del gobierno y la volatilidad de los plebiscitos pueden explicar esta derrota. Pero hubo algo más que eso: el miedo a perder la tradición republicana, a que la violencia en las calles se hiciera costumbre, a perder la identidad nacional, a sumir el país en una crisis económica. Esos temores se fueron incrementando poco a poco, a lo largo de muchos meses de debate, de muchas intervenciones de convencionales radicales que no estaban dispuestos a negociar o a adoptar un lenguaje más conciliador, de consenso, como corresponde a un texto constitucional y como se necesita en una sociedad tan dividida como la chilena y como lo son todas o casi todas las sociedades latinoamericanas: una sociedad que en buena medida es tradicionalista, católica y conservadora. Un lenguaje más moderado y más incluyente (sin afectar la judicialización del texto) habría aliviado la desconfianza que existía entre las minorías conservadoras y la población chilena que simpatizaba con la reforma, lo cual, quizás, la habría salvado de la derrota. A finales de 2023 se conocieron los resultados de otro proyecto constitucional, esta vez elaborado por la derecha, en reemplazo del proyecto de 2021. Una vez más, el proyecto fue rechazado. Ocurrió entonces lo mismo que en el caso del plebiscito de 2022, pero a la inversa y probablemente por los mismos motivos: los temores de la parte que se sintió excluida.
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‘La radicalización del movimiento campesino que luchaba por la reforma agraria durante el gobierno de López Pumarejo y su rechazo a una alianza fuerte con los liberales terminó debilitando al gobierno y fortaleciendo a los terratenientes y a los conservadores que los apoyaban’
Tenemos ejemplos nacionales, por supuesto. La radicalización del movimiento campesino que luchaba por la reforma agraria durante el gobierno de López Pumarejo y su rechazo a una alianza fuerte con los liberales terminó debilitando al gobierno y fortaleciendo a los terratenientes y a los conservadores que los apoyaban. Esto no significa que la culpa del fracaso haya sido sólo de la izquierda, pero otra habría sido la suerte de la reforma si la alianza entre los campesinos y el gobierno hubiese sido fuerte. Es preferible conseguir un resultado bueno, así sea parcial, que asumir el fracaso de la estrategia del todo o nada.
La radicalización del movimiento estudiantil universitario durante los años setenta y ochenta deterioró el curso de los procesos académicos, desmejoró la calidad de la enseñanza e incubó en las clases medias y altas una imagen negativa de la educación pública que las condujo a retirar a sus hijos de esa universidad y a quitarle apoyo político a las causas estudiantiles. Siempre hay que tener presente que una estrategia de la extrema derecha en Colombia, o de la extrema izquierda en países como Nicaragua o Venezuela, consiste en acorralar a los movimientos sociales opositores con miras a que se radicalicen y, por ese camino, pierdan el apoyo político de los moderados que inicialmente simpatizaban con ellos, lo cual los hace más fácilmente ‘derrotables’.
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‘Una estrategia de la extrema derecha en Colombia, o de la extrema izquierda en países como Nicaragua o Venezuela, consiste en acorralar a los movimientos sociales opositores con miras a que se radicalicen’
3.
En este artículo no he hecho una valoración de las ideologías radicales ni he dicho si tienen razón o no en sus propuestas. Ese es otro tema. Lo que he tratado de mostrar es que, a veces, sobre todo en sociedades pluralistas y complejas, esas ideologías logran resultados contrarios a los que se proponen. Con su radicalismo incuban en la mente de sus opositores naturales y de otros ubicados en el centro político –incluso de algunos que inicialmente simpatizaban con ellos–, miedos y odios que determinan una reacción en contra que fortalece a sus opositores naturales, es decir, a los radicales del bando opuesto.
La lección que se puede sacar de esta paradoja es la siguiente: vivimos en sociedades complejas, con muchos intereses en juego y con una pluralidad de culturas y de posiciones políticas. Son sociedades, además, agobiadas por problemas que nunca se han podido resolver, como la desigualdad social, la segregación de algunas minorías, la falta de una educación pública de buena calidad, la inseguridad, el desorden y la corrupción. Se requieren reformas estructurales de gran envergadura para resolver estos problemas. El malestar, el resentimiento y el miedo por la falta de esas reformas es muy grande.
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‘El triunfo de un partido que proponga reformas estructurales de fondo parece depender de su capacidad para convocar otras posiciones cercanas a la suya, de tal manera que conforme una alianza amplia y mayoritaria que pueda sacar adelante las reformas que se requieren’
En estas condiciones, el triunfo de un partido que proponga reformas estructurales de fondo parece depender de su capacidad para convocar otras posiciones cercanas a la suya, de tal manera que conforme una alianza amplia y mayoritaria que pueda sacar adelante las reformas que se requieren, soportadas por una legitimidad incuestionable. Las posiciones de partido, sobre todo las que pretenden una aniquilación o un doblegamiento del oponente, no sólo tienen pocas posibilidades de triunfar, sino que pueden ser contraproducentes, es decir, fortalecer el imaginario de sus enemigos de tal manera que estos se vigoricen y conformen una reacción que resulte triunfante.
Con demasiada frecuencia, la extrema derecha encuentra en el radicalismo de la extrema izquierda la garantía de que las cosas van a permanecer como están. Sólo se sentiría realmente amenazada si esa izquierda conformara una alianza amplia que pusiera en tela de juicio el statu quo que ella quiere mantener.
* Doctor en Ciencia Política de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y doctor honoris causa de la Escuela Normal Superior de Cachan (Francia). Se desempeña como profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI) de la Universidad Nacional de Colombia, como investigador de Dejusticia y como columnista.