
Un hobbit puede ser, desde el gobierno nacional y los gobiernos locales, aquella persona que, sin quererlo, asuma la responsabilidad de unir, provocar diálogos, informar con imparcialidad.
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Un ‘hobbit’ para Colombia
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La escritora, profesora y doctora en Derecho Público y Filosofía, Viridiana Molinares Hassan, propone encontrar una persona que, sin quererlo, asuma la responsabilidad de unir y provocar diálogos, para convertirse en ese líder que necesita la democracia en el país.

Pepe Mujica, quien recientemente dijo que no daría más conferencias porque se está muriendo y los guerreros tienen que descansar, dijo, en una reciente de ellas, que actuamos desde las tripas y luego racionalizamos: por eso la cagamos tanto. Agregó, además, que para participar en procesos políticos hay que “saber”, pero ese saber no proviene de manera directa de títulos académicos, sino de la observación y de una buena información. Descubrir dónde encontramos y cuál es una buena información (que cumpla con dos criterios: imparcialidad y veracidad) es una de las nuevas luchas del siglo XXI, por la hiper-información y las noticias falsas.
Tal vez por esta lucha, en el juego democrático la votación desde las tripas se magnifica y la estamos cagando. Milán Kundera, en La insoportable levedad del ser, escribe que “el hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive una sola vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla con sus vidas posteriores”. Pero, en procesos de elección política, si decidimos sin “saber” podemos padecer, durante años, las consecuencias negativas de nuestras elecciones. Ahora, esta afirmación es cuestionable porque, para algunos, la elección de gobernantes que otros cuestionamos no es un error; después de todo, esa es una de las principales reglas de juego de la democracia de mayorías.
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Para algunos, la elección de gobernantes que otros cuestionamos no es un error; después de todo, esa es una de las principales reglas de juego de la democracia de mayorías
Pienso en las reflexiones de Mujica porque a partir de la elección, por segunda vez, de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, volví a revisar el libro de Jason Brennan, Contra la democracia. Publicado en 2018, en él se presenta un análisis de procesos electorales realizados en 2016, como la elección, por primera vez, de Trump, y el brexit, para la salida del Reino Unido de la Unión europea. En el libro no se incluye como caso de análisis, pero ese año se votó en Colombia el plebiscito para la paz.
Jason Brennan afirma ser a la vez un crítico y un fan de la democracia. Su análisis parte de este hallazgo: “Hace sesenta y cinco años empezamos a medir cuánto saben los votantes. Los resultados fueron deprimentes entonces y son deprimentes ahora… la ignorancia y desinformación hacen que apoyen medidas y candidatos que no apoyarían si estuvieran mejor informados”.
Frente a esta situación, Brennan propone una epistocracia como sistema de gobierno. Explica que esta consiste en la distribución del poder político, poderes separados y sistema de controles, que son características de la democracia liberal, pero el cambio radical es que en la epistocracia se otorgaría más poder político a ciudadanos que él llama más competentes o con más conocimiento que otros.
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Considero que esto es antidemocrático y regresivo si tenemos en cuenta que el reconocimiento de la ciudadanía a todas las personas y la universalización del voto es una conquista histórica. Por el contrario, yo le apuesto a una mayor y mejor socialización de información que contribuya a la toma de decisiones colectivas en épocas de individualismo propietario, y siento que esta lucha vale la pena si queremos que la democracia cambie en tiempos en los que nosotros mismos estamos cambiando.

Sobre la ciudadanía, no puedo dejar pasar la oportunidad para aplaudir la maravillosa película Estimados señores, dirigida por Patricia Castañeda, que pude ver en la Cinemateca del Caribe, en Barranquilla, en una de estas tardes de brisa y vacaciones de enero. En esta cinta se muestra cómo, en 1954, un grupo de mujeres, entre ellas Esmeralda Arboleda, Josefina Valencia, Teresa Santamaría, María Currea y Bertha Hernández, lucharon para el reconocimiento del derecho al voto para las mujeres colombianas.
Por otra parte, recordemos que, desde los inicios del siglo XIX, la discusión sobre la ciudadanía se plasmó en textos constitucionales que empezaron a expedirse en 1810 en distintas provincias (Cundinamarca, Tunja, Socorro, Antioquia, Cartagena, Popayán, Mariquita, Neiva y Pamplona). Ana María Otero Cleves, en De toda la gente –un texto publicado precisamente en 2016 por la Biblioteca Luis Ángel Arango con motivo de los 25 años de expedición de la Constitución de 1991– presenta una reseña sobre la forma cómo en nuestra historia se establecieron límites al reconocimiento de la ciudadanía que no solo estuvo asociada a ideas de la ilustración como la libertad y representación, sino también a aspectos morales y de educación. Por ejemplo, nos muestra que en la Constitución de Cundinamarca de 1811 se definía al buen ciudadano no solo en términos de derechos y deberes, sino también como “buen padre, buen hijo, buen hermano, buen amigo, buen esposo”. En la Constitución de Antioquia de 1812 se establecía que “todo ciudadano es soldado nato o defensor de la patria mientras sea capaz de llevar armas”. Con la primera Constitución nacional, expedida en Villa del Rosario de Cúcuta en 1821, se reconoció el derecho a elegir y ser elegido para los hombres mayores de 21 años que supieran leer y escribir. Sin embargo, se excluyó de este derecho a los indígenas. Posteriormente, otras constituciones impusieron restricciones adicionales al reconocimiento de la ciudadanía, como el requisito de poseer bienes raíces establecido en la Constitución de 1843, hasta que con la Constitución de 1858 se estableció el sufragio universal para todos los hombres, excluyendo a las mujeres, sin restricciones.
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El reconocimiento de la ciudadanía a todas las personas y la universalización del voto es una conquista histórica
Retomando a Brennan, en su libro también afirma que algunos votantes no deberían votar. Aunque su análisis no incluya nuestras particulares democracias latinoamericanas, rescato la clasificación de tipos de votantes que nos presenta para hacer un ejercicio de análisis situacional, es decir, para ver si nos ubicamos en una de estas. Son tres los tipos de votantes que define: los hobbits, a quienes considera como ciudadanos poco informados, con escaso interés y bajos niveles de participación en la política, con compromisos ideológicos volubles o simplemente débiles. Los hooligans, por el contrario, los muestra como ciudadanos informados con sólidos compromisos e ideología política, con sesgos cognitivos que actúan en equipo. Y los vulcanianos, de quien además afirma que es el tipo ideal de votantes: los describe como pensadores muy bien informados que no tienen una lealtad inadecuada a sus creencias. Concluye Brennan que los votantes se mueven más entre los hobbits y los hooligans, llegando incluso a afirmar que hay pocos vulcanianos.
Creo que en Colombia muchos de los ciudadanos y ciudadanas votamos, como dice Mujica, con las tripas, y luego, al racionalizar nuestras elecciones políticas, pueden llegar las reflexiones y los arrepentimientos, pero no es posible un antes o un después para la corrección o cambio de nuestras elecciones. Creemos ser maestros de historia y política porque “sabemos” de todo, pensamos que estamos bien informados, votamos con sesgos ideológicos y nos aferramos a bandos que desvalorizan el valor del diálogo para la construcción de consensos. Tal vez es por esto por lo que caminamos en arenas movedizas.
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Creo que en Colombia muchos de los ciudadanos y ciudadanas votamos, como dice Mujica, con las tripas, y luego, al racionalizar nuestras elecciones políticas, pueden llegar las reflexiones y los arrepentimientos
Aunque la figura del hobbit como votante propuesta por Brennan corresponda a una persona desinformada en el campo de la política, quiero cambiarla por la de un protagonista, a partir de una bonita reflexión de un muy querido profesor de derecho constitucional. Para él, Frodo Bolsón, el hobbit de la trilogía de J.R.R. Tolkien, El señor de los anillos, adaptada cinematográficamente, era el único que podía llevar el anillo de poder absoluto hasta el Monte del Destino para destruirlo en la Montaña de Fuego. Acompañado por la Comunidad del Anillo, Frodo no deseaba el poder del anillo: conocía y cargaba la gran responsabilidad que tenía para con hobbits, elfos, enanos, hombres y criaturas más oscuras como orcos y trolls para salvar a la Tierra media de las fuerzas del mal.
Un hobbit puede ser, desde el gobierno nacional y los gobiernos locales, aquella persona que, sin quererlo, asuma la responsabilidad de unir, provocar diálogos, informar con imparcialidad y que se esconda de los halagos y aplausos, porque es consciente de que no es por él sino por las mujeres, los hombres y las personas que se identifican desde otros géneros y razas –blancos, mestizas, negras–, por quienes está llevando el peso del poder. Y claro, como escribió Úrsula K-Le Guin, “Frodo retiró la mano del anillo del poder”, que es como deber ser.
Tal vez necesitamos un hobbit en el gobierno de Colombia y tal vez en otra columna debamos hablar del mal.
