
Me llamo Viviana y soy la persona a la que contrató el doctor David Racero para trabajar en su Fruver. He decidido hablar porque ahora mismo volví al desempleo y estoy buscando trabajo.
Desde hace años he trabajado para dirigentes del Pacto Histórico por recomendación de la doctora Clara López, con quien estuve en mis comienzos hasta que me cansé porque la doctora me llamaba despectivamente “sirvienta”. Esto fue hace unos cinco, seis años. De ahí, una amiga de la doctora me contactó con la señora Laura Sarabia dizque para hacer un reemplazo, porque la señora que trabajaba cuidándole la niña se había ido por un problema con unas cosas de valor que se habían perdido.
No era nada fácil trabajar para doña Laura. Las llamadas del embajador Benedetti la dejaban a una de una pieza. Me acuerdo que fue un domingo cuando el esposo de la doctora me llamó a ver si yo había agarrado una maleta negra que solían dejar en la sala porque era el lugar más seguro de la casa. Que la maleta tenía la plata del mes y que no aparecía. Les juré que no sabía nada y que no había agarrado nada.
La señora Laura llegó entonces toda angustiada a la casa a preguntar por la tal maleta, que si yo no la había visto, que estaba llena de efectivo, y que si no aparecía yo tenía que responder. Me hizo bajar a un sótano en Palacio y unos policías me amarraron a un polígrafo y casi no salgo de allá. Me preguntaron de todo. Hasta secretos de la doctora Clarita. Que no conté porque soy mujer de valores, precisamente.
De ahí pasé a ayudar donde la niña Susana Boreal. Le decía “la niña” porque era jovencita. Llegué por recomendación de una persona del partido, don Bolívar. La niña Susana vivía en un cuarto, pero usted no se imagina el chiquero. Me aburrí porque ella vivía peleando con el novio, que era también asesor en su UTL: de noche era novio y de día asesor, y a veces al revés. Además fumaba marihuana todo el día y ya me tenía mareada. O se ponía a cantar y no la callaba nadie. Me tocaba recoger ceniceros, limpiar copas. Un día le dije a la niña, “niña, ya no aguanto más, yo me quiero ir, ayúdeme recomendándome en alguna parte”. Ella me contestó: “Vivianita, yo le ayudo, dígame si acá o en otro lugar de Colombia, yo tengo amigos en los 37 departamentos de este país”.
La niña, muy querida, llamó entonces a una colega de ella, también del partido, doña Mafe Carrascal:
—Allá le toca trabajar sesenta horas al día, Viviana, pero va a aprender mucho —me dijo.
Y, sí, tuve que aprender, porque yo nunca había hecho trasteos y apenas llegué nos tocó hacer uno. Mandó por mí a uno de sus escoltas y me puse a empacar, a cargar, a llevar de un lado para el otro y ni modo de reclamarle porque la doctora era de autoridad. Decía que esas eran cosas de su trabajo también. Que ella necesitaba hacer una plancha para la próxima lista del Congreso y que por eso le teníamos que llevar la mesa para planchar. Que ella estaba ayudando en el gabinete entonces que le lleváramos el gabinete (y lo subiéramos por las escaleras).
Salí con una hernia en la espalda y ahí fue cuando recibí la llamada del doctor David y él me prometió que no era trabajo de fuerza, entonces me fui para allá, a trabajar en su Fruver.
El arreglo era llegar a las siete de la mañana e irse a las ocho de la noche. Tenía que manejar la caja, barrer, trapear, limpiar el baño y hacer la pulpa, generalmente en ese orden, pero no pasaba nada porque no presentábamos Invima. Se me pagaba en efectivo. No tenía primas, a diferencia del doctor Racero que siempre se aparecía allá con don José Luis, su tío, y las hijas de él.
Yo llegaba antesitos de las siete de la mañana, porque a veces el día no alcanzaba. Y apenas me sentía llegar, el doctor comenzaba:
—Viviana, que haga esto.
Y yo que trapee, que haga cuentas, que limpie el inodoro… Y si quedaba tiempo, que lave y planche las camisas de moda ancestral que usaba para los eventos importantes, que tenían como unos tejidos en el cuello, porque al doctor le gustaba vivir elegante, verse bonito, “como un lulo”, decía, y siempre cogía un lulo y le daba un mordisco porque, eso sí, era recochero y tomaba del pelo.
El doctor Racero conocía mucho del negocio de las frutas, pero a veces era duro con nosotros, sus empleados, y no sabíamos si nos estaba regañando o pidiendo que compráramos surtidos desde el exterior.
—Se queda hasta más tarde y me importa un rábano —me dijo una vez.
—Me importa un pepino, Viviana, un comino —me dijo otro día.
El trabajo era muy pesado, y eso que yo no trabajaba sola. También trabajaba conmigo Leonardo García, un empleado de por allá del Congreso que era el que hacía los repartos. Todos los repartos, en los dos sitios: tanto allá en el Congreso como en el Fruver. A veces, el doctor se confundía de órdenes:
—Leonardo, vaya ofrezca esta papaya en la comisión séptima —le pedía.
O:
—Leonardo, vaya reparta este anón a los compañeros de la bancada.
La vez que llegué tarde el doctor me despidió. Que él podía ser muy congresista colombiano, pero que allá en su negocio se sancionaba mucho el ausentismo.
Me quedé entonces sin empleo y estoy mirando a dónde pasar la hoja de vida. Me dicen que puede ser en RTVC, que por ser mujer de golpe me den algún trabajo.
El día del paro no salí a la plaza por el ofrecimiento que hacían de lechona o para encontrarme con mi sobrino, que es del Sena y les dijeron a todos que debieron ir. No. Nada de eso. Salí a la plaza de Bolívar porque necesitaba meditar y necesitaba estar sola.
Lo que me llamó la atención fue haber visto en el camino a todos mis expatrones. Marchaban con carteles. “Por la dignidad del trabajador”, decía el de Clara López. “Por horas justas de trabajo”, decía el del doctor Racero. (Los carteles de Mafe Carrascal se los cargaba un escolta). (A la niña Susana no la vi, parece que no salió).
Por un momento pensé que debía pasar a saludarlos. Pero al final me importó un pepino.
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