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Al final del 2023 les prometí un viaje turbulento: Apocalipsis 2024. Así fue para los doce millones de personas que ahora enfrentan la deportación que prometió Donald Trump; para el pueblo palestino víctima del genocidio perpetrado por un monstruo que además condenó a muerte a la mayoría de secuestrados por Hamas; para los ucranianos que sucumben ante el avance galopante de Vladimir Putin; para los taiwaneses expectantes de la embestida de Xi Jinping; para los venezolanos que les robaron otras elecciones; para los cubanos condenados a la oscuridad desde hace sesenta años; para las mujeres del medio oriente encerradas en la jaula impuesta por los talibanes, desde la que no pueden siquiera cantar; para la gente trans que ve como el odio en su contra es una de las nuevas plataformas políticas más rentables; para las ciudadanías sometidas a vivir en represión o dictadura; para las democracias europeas que enfrentan el surgimiento de la ultraderecha; para la justicia mexicana que Claudia Sheinbaum quiere reemplazar; para los cinco millones de argentinos que ahora son pobres gracias a la motosierra de Javier Milei; para la plaza pública digital que se llevó al bolsillo el incel más rico y poderoso que ha existido en la historia del capitalismo; para los valencianos atrapados en la DANA; para los arrasados por los vientos salvajes de Milton; para los que cuelgan de un despeñadero u orilla esperando que el próximo desastre climático no lleve su foto.
Para el presidente solitario y paranoico que insiste en partir a Colombia por la mitad o por donde sea mientras esté en pedazos y él pueda ser mesías del caos.
Ante el escabroso plan de ensayo, busqué maneras de cerrar el año en estas páginas que no pasaran por un listado de eventos catastróficos que anuncian el fin. Escudriñé por dentro y por fuera para no caer en la manida costumbre de los rankings que sirven para no pensar nada a profundidad. Caí, pero la lista como un todo también habla de algo: tal vez hace décadas este planeta no enfrentaba tantos embates y tensiones que pesarán sobre la vida de casi todos sus habitantes.
Planeta que todos los años pasa por una nube de escombros del asteroide Faetón y recibe una lluvia de meteoritos de todos los colores que llamamos las Gemínidas. Y tal vez es ominoso del apocalipsis que ayer desfilaran esos rayos de luz por todos los cielos del mundo como si tuvieran ganas de acompañarnos, cual músico en el Titanic, para descender hacía el averno que promete instalarse en 2025.
Pero desde este micrófono privilegiado, empapado por el espíritu de los aguinaldos que empiezan mañana, o tal vez por los días que me regaló la moto, a la lista se colaron inevitablemente otros nombres, Gemínidas que no pude contener: la formidable Gisèle Pelicot y su cabeza en alto; los defensores de derechos humanos en Venezuela, El Salvador, Guatemala que se resisten a desaparecer; las cantantes y teatreras que responden con prosa a Milei; las madres de Soacha que persisten ante el odio; los científicos que encontraron la medicina para prevenir el VIH; las parlamentarias que llevaron el aborto a la primera Constitución del mundo en Francia; los periodistas que perdieron o arriesgaron su vida para registrar la verdad de Gaza, de Crimea, de Sudán; los presos políticos que corren extasiados al ver la luz por primera vez en décadas en Siria; los José Rubén Zamora o Julián Assange del mundo y otros mártires de la verdad; las artistas como Piedad Bonnett y Doris Salcedo aplaudidas por el mundo; los líderes sociales regados por el país empeñados en su trabajo silencioso; los Alcolirykoz que nos regalan un nuevo disco y todos los poetas y trovadores que dieron luz a libros, canciones y reflexiones que sirven para tramitar la vida; la gente que nos abraza para esperar el paso de las próximas Gemínidas.
Y no se trata de contrastar listas de lo malo y de lo bueno —ejercicio que sería decepcionante—; ni de reivindicar cantos de positividad tóxica, sino de insistir en la luz. De reconocer que en la nueva distopía también soplan algunas brisas de esperanza. Y aunque suaves, sirven para distraer tormentos, para creer. Como cuando mi mona —la Gemínida antena que pesca todo lo que sale de mi boca— mira el desorden y me dice: “qué acopalipsis, mamá”.
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