
Bogotá es una ciudad que no ha parado de hablar —tampoco de escribir ni de leer— en los últimos cinco siglos. Desde el año de su fundación, 1538, hasta la fecha, cuando falta menos de una década para celebrar el medio milenio, la ciudad es una jungla de voces y una telaraña de textos. Y es porque Funza, Bacatá, Santiago de Bogotá, Santafé o Santafé de Bogotá —hablamos tanto que existen cinco versiones del nombre de la villa— ha sido siempre un locutorio: sede de gobiernos, tribunales, parlamentos, púlpitos, colegios, universidades, recitales poéticos, obras de teatro, tertulias, charlas de café, bibliotecas, editoras, foco de crucigramistas, periódicos, noticieros de radio y televisión, chateos, redes sociales y, por si fuera poco, la primera Academia de la Lengua fundada en América (1871).
Bogotá, pues, adora la carreta.
De ese lenguaje mezcla de muchos otros que se caracteriza por su apego al castellano de prestigio, y en el que a menudo anida entre letra y letra una intención estética o satírica, se ocupa este diccionario. Su autor, Andrés Ospina, es un escritor y periodista nacido en el barrio Antiguo Country en 1976. Él concibió, dio a luz y bautizó el primer Bogotálogo hace once años con la misión de recoger “usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá”. En sus páginas habita esa lengua que muchos denominamos bogotanés y que nace cuando se mezclan la parla de los aborígenes del centro del país, el idioma de los conquistadores españoles y, en el curso de los tiempos, acentos y términos colombianos de todos los orígenes, lo mismo que jerigonzas extranjeras de múltiples lugares del mundo y anacrónicas burbujas del castellano viejo que jamás llegaron a morir entre nosotros: su merced, columbrar, atisbar, dende, acordar (en el sentido de despertar)...

Antes de la Conquista española, sus primitivos habitantes, los chibchas, conversaban en muisca, lengua de la pacífica comunidad tribal. Carecían de alfabeto, pero pintaban en las piedras unos jeroglíficos indelebles de los que probablemente se valían para marcar sus fronteras de influencia. En algunos casos, Chibcholandia llegaba hasta la costa caribe. Dicen las primeras crónicas de Bacatá que los indios eran más aficionados al orfeón que a la cerbatana, pues “toda la gente de la guerra” pasaba un mes cantando de noche y de día antes de atacar al enemigo.
El conquistador de esta nación fue, por fortuna, un hombre de leyes y de letras, no un militar ni un vulgar aventurero. Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador, nació en Granada (España) y antes de embarcarse hacia América en 1535 había obtenido el diploma de doctor en Derecho en la Universidad de Salamanca. Como buen abogado, manejaba hábilmente la lengua y la pluma. Con la primera animó a sus soldados cuando se extraviaron en las selvas infernales camino al sur. Perorar a la desolada e insolada tropa constituía un consuelo y una distracción que fomentó el soldado Lorenzo Martín, admirable improvisador de versos del que poco más sabemos. Está claro, sin embargo, que el pisco ofrecía un perfil digno de la famosa y bogotanísima Gruta Simbólica de principios del siglo XX, un parche cuyos miembros amasaban epigramas al mismo compás con que escanciaban totumadas de chicha.
Con la pluma defendió Jiménez de Quesada su condición de fundador ante dos rivales, y al morir, en 1579, dejó como legado cinco libros de su cosecha, la mayor parte de los cuales se extravió. También se esfumaron sus sermones, escritos para ese altavoz popular que han sido los predicadores de templo. Y no quedó huella de sus versos, compuestos en la antigua métrica peninsular que a la sazón perdía la batalla contra las estructuras poéticas de los renacentistas italianos.
Para ese entonces, el caserío ubicado al cobijo de dos empinados cerros en predios de los chibchas era ya una licuadora de lenguas: nuevos inmigrantes masticaban acentos peninsulares, básicamente el andaluz, el vasco y el gallego, al paso que los religiosos se ocupaban del estudio y la traducción del muisca. En 1603 se imprimió en Sevilla la primera gramática chibcha, a la que siguieron algunas más. En aquella aparecían ya palabras prehispánicas que desde entonces forman parte del lenguaje local, como chisa (larva del cucarrón), totear (reventar) y cuba (hijo menor). Todas continúan vigentes y las registra el bogotálogo. El muy ilustre científico bogotano Ezequiel Uricoechea (1834-1880), que dominaba más de media docena de idiomas y murió en un viaje a Beirut cuando era profesor de árabe en Bélgica, publicó en 1871 una famosa gramática chibcha “con vocabulario, catecismo y confesionario”. Interesante aventura para quien, a diferencia de casi todos sus colegas, era poco frecuentador de sacristías.
Quizás la palabra más usada a la que se atribuye prosapia muisca es chino. La anota Rufino José Cuervo (1844-1911) en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano en 1872. Veinte años después la empuña un periodista de iniciales J. P. M. al relatar el encuentro entre el presidente Miguel Antonio Caro, gramático y político, y un “chino desvalido, miserable y roto”: lo que hasta hace poco se denominaba en Bogotá un gamín. El chibchólogo Miguel Triana afirma en 1922 que fueron los españoles habitantes de Bogotá, y no los aborígenes, quienes desde los primeros tiempos llamaron chinos a “los indiecillos de corta edad”, dado su parecido con los lejanos pobladores de ese Catay al que creyó Colón haber llegado. En cambio, las chinas entran al bogotanés directamente del muisca; proceden de las alcobas de los caciques, que designaban a sus amantes de dicha manera.
Para entonces, acota el historiador bogotano José María Vergara y Vergara, “el trato de los indígenas con los españoles iba produciendo poco a poco un tercer lenguaje que un cronista contemporáneo llamo gitano, lenguaje compuesto de palabras chibchas y españolas”. El debut literario del tal gitano —denominación ya olvidada, gracias al dios Chiminiguagua— tuvo lugar en el colosal poema de Juan de Castellanos sobre los varones ilustres de Indias, escrito entre 1577 y 1582. Allí, extraviados entre más de ciento trece mil versos, aparecen quince términos chibchas que forman parte de un contingente de ciento cincuenta y cinco americanismos.
En el siglo XVII muchas ciudades del Nuevo Continente cultivaban la lengua española enriquecida por sus características locales. Pero ninguna era tan admirada como la versión bogotana. “Los que vulgarmente se llaman criollos son de vivos ingenios —observa en 1666 el cronista Lucas Fernández de Piedrahíta—: hablan el idioma español con más pureza castellana que todos los demás de las Indias”. En 1803 un viajero identificado como L. R. señala que en Bogotá “hay hombres bastante instruidos, en todos reina un gusto delicado y expresión fina”. Al profesor universitario estadounidense Isaac F. Holton le llaman la atención “las tertulias de la noche para relatar cuentos de subido color”. En cambio, al geógrafo alemán Alfred Hettner lo atrajo ver que los amigos pasan las horas “charlando parados en medio del andén”. Era 1882 y los santafereños hablaban, hablaban y seguían hablando. La antropóloga gringa Kathleen Romoli escribió en 1944 que el ciudadano de la capital “es brillante en la conversación; si el don de lengua es una característica colombiana, el bogotano lo posee en grado sumo”.
Desde fines del siglo XVIII o comienzos del XIX, el típico habitante del altiplano bien educado arrastraba el mote de cachaco debido al uso corriente de casacas en la clase alta social. Para los cachacos, un cachaco era todo un caballero. Y un cachacazo, ni hablar. En la costa atlántica apodan ahora de este modo a todos los nacidos en el interior del país. Por mal educados que sean, a un guache, un atarbán, un pión los llaman cachacos.
Fue el argentino Manuel Cané quien mejor describió el amor de los bogotanos por la palabra, el comentario, el chisme y “las discusiones humorísticas que se trataban sobre política”. Según su crónica viajera de 1882, la chispa en la conversación, el chiste, la observación aguda, el verso improvisado y “la maravillosa facilidad de palabra, no tienen igual en ninguna otra agrupación americana”. Cané —que, queriendo ensalzarla, castigó a la ciudad con el hiperbólico remoquete de “la Atenas Suramericana”— leyó seguramente a uno de los primeros autores que escribieron en bogotanés. Juan Rodríguez Freyle había nacido en Santafé en 1566, cuando la ciudad aún no tenía la edad de Cristo, y a los setenta años, seis antes de morir, le dio por pergeñar sus memorias empleando el cotarro de su pueblo. Su obra, conocida como El carnero, es un relato de costumbres y sucesos que, mediante un tono sencillo e irónico, logró sacarle el cuerpo a la grandilocuencia de moda. Parece inspirado por un diablito picaresco, metelón y travieso que recorría las empedradas calles de la capital.
Durante los siguientes años, y particularmente al llegar el siglo XIX, ya lo dije, los bogotanos siguieron hablando. Sumaban entre veinticinco mil y treinta mil almas. Eran famosas sus tertulias, donde lo mismo se abrían el grifo de la poesía que las compuertas de la conspiración política. Agonizaba la Colonia y las nuevas generaciones cachacas empezaban a mencionar la palabra independencia. A veces surgían escaramuzas verbales, confrontaciones entre territorios sojuzgados versus imperio o cachacos versus chapetones. Desde entonces a los españoles los llamaron así en Santafé, chapetones, por sus mejillas sonrosadas.
Parte del espíritu libertario del Nuevo Mundo consistió en afirmar la herencia de la lengua que hablaban sus antepasados. Algunos gramáticos y políticos propendían en el Cono Sur por una división de aguas en el idioma. No así los colombianos, que se reconocían gustosos en el castellano cervantino, al que más de dos siglos de uso local habían modificado, pero en ningún caso convertido en irreconocible. Los bogotanos afrontaron esta guerra con todos los fierros. Sus mejores gramáticos —los hermanos Cuervo Urisarri, Ezequiel Uricochea, Miguel Antonio Caro (el que recibió en su despacho presidencial al chino), Rafael Pombo, José María Vergara y Vergara, José Manuel Marroquín— asombraron a los peninsulares con su sabiduría y crearon en 1871 la ya mencionada primera Academia de la Lengua americana. Fue un boom extraordinario de lingüistas, casi todos bogotanos, que anticipó en más de un siglo al boom de novelistas latinoamericanos al que pertenecieron, entre otros, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Rulfo y Carlos Fuentes.

Curiosamente, para entonces abundaban los tratados sobre lenguas precolombinas —chibcha, arhuaca, caribe, paez, guajira—, pero se echaba de menos los diccionarios dedicados al español doméstico. Fue Rufino José Cuervo quien dio el primer el paso. Un paso enorme, un berraco paso. Sus ya citadas Apuntaciones (1876) no solo resultaron ser un tratado didáctico, ameno y riguroso sobre la materia, sino un éxito editorial. A lo ancho de quinientas veintisiete páginas recogió y analizó cientos de palabras, muchas de ellas con aroma netamente cachaco. El capítulo de equivalencias léxicas proponía una larga lista de términos que manoseaban los bogotanos. Buena parte siguen vivos en charlas y textos contemporáneos, y figuran en el Bogotálogo que acabamos de lanzar. Es un lote de vocablos que incluye arrunchar, angarrio, bebeco, birria, currutaco, chagualos, chéchere, chanchiros, envolatar, furrusca, guaricha, garoso, muérgano, pichoso, popocho, sute, tupio, tris, tilín, yaya... y muchos más.
Algunos han sido sustituidos por otros con el mismo sentido. El cachifo que clasificó Cuervo (“niño, rapaz, muchacho en general”) fue luego pepito (si era un poco currutaco), y a este lo reemplazó filipichín (nombre que se debe a un tipo de paño); luego siguieron varias generaciones de adolescentes, acompañados a veces por sus parejas: los glaxos con sus fosfatinas, los cocacolos con sus cocacolas, los yeyés, los gogós, los sardinos y sardinas, los gomelos y gomelas... y quizás nuevas categorías que desconozco porque soy asaz chuchumeco y catano. De todos modos, el que quiera escuchar cómo dialogaban hacia 1930 los jóvenes cachacos (o rolos y rolas, si es que optan por un término despectivo) debe leer el poema Pregones de Bogotá, de Víctor Mallarino Botero, talentoso declamador que ya nos dejó. Allí encontrará geniales diálogos entre emboladores que ambician, chinas chuscas que chupan polares y glaxos engominados que les lanzan repelentes piropos: “Mon amour, ¿la acompaño hasta su casa?”.
Las notas críticas de Cuervo iniciaron la gesta de los glosarios locales, nacionales y universales, como el homérico Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana: ocho tomos de sabiduría y más de ocho mil términos bajo el microscopio, que don Rufino José empezó en 1872 y terminaron en 1994 los filólogos del Instituto Caro y Cuervo. Entre los títulos que han aparecido desde entonces es justo mencionar el Diccionario de bogotanismos (1951), de Luis Alberto Acuña; el Diccionario bacano (1994), de Jesús Arango (en realidad, una compilación de lenguaje urbano); el Diccionario mariguanero y afines (1983), de Germán Suescún y Chucho Soto, con interesante dosis de bogotanismos callejeros donde no faltan la china ni el chino. Muy bogotano y finamente presentado es el Cachacario: diccionario de cachaquismos (2009), del cachacazo Alberto Borda Carranza. Aparte de estos, y de los que no conoce o no recuerda el prologuista, existe una rica y docta cosecha de estudios especializados sobre el español del altiplano. Destaco en ella los trabajos de los profesores Luis Flórez y José Joaquín Montes, lingüistas del Caro y Cuervo. También, y en particular, la investigación sobre El español hablado en Bogotá. Otra joya, que explora el cachaco mundo de los sobrenombres y alias, es la Contribución al estudio del apodo en el habla bogotana, de Mariano Lozano Ramírez.
Faltarían aún estudios específicos adicionales. Los nombres comerciales en Bogotá, por ejemplo. Abundan las marcas, y claman por una recolección y un análisis. Desde las decimonónicas cantinas próximas al Cementerio Central para llorar al finado (Las Fosas Fétidas, La Última Lágrima) hasta el pan nuestro de cada día que venden en Pan Pa’ Ya o la desafiante licorera situada en la avenida Pepe Sierra cuya gracia es Pepe No Cierra. Son legendarios Patiasao, Donde Canta la Rana y la Gata Golosa que, según dicen, es traducción deformada de su nombre original francés: La Gaité Gauloise (La Alegría Gala). Pero lamentablemente parece que se trata de una versión chimba.
Al comentar el estado del lenguaje en Bogotá, la profesora María Bernarda Espejo reconoció en 2005 que el de ahora, “a diferencia del español que se hablaba en épocas anteriores y que gozaba de tanto prestigio, está sometido a múltiples transformaciones” que lo empobrecen. Acusa del daño a la penetración vertiginosa de otras lenguas —principalmente el inglés—, amén de la globalización y el abandono de los buenos usos del lenguaje en los medios de comunicación. Habría que agregar la casi inexistente atención que se presta en las aulas al uso adecuado del idioma.
Pese a todo, y gracias a su vocación histórica de amor por la lengua, Bogotá sigue cultivándola. Escribió don Rufino José Cuervo —con realismo poco mágico y más bien bastante obvio— que “en Bogotá, como en todas partes, hay personas que hablan bien y personas que hablan mal”. Unas y otras disfrutarán el Bogotálogo, un chorote repleto de palabras cachacas de todas las edades.
AGRADECIMENTOS. Agradezco la ayuda de Carmelita Millán de Benavides y la información que han suministrado a este texto los trabajos de L. A. Acuña, A. Borda Carranza, M. Cané, J. Arango Cano, J. de Castellanos, R. J. Cuervo, M. B. Espejo, L. Fernández de Piedrahita, L. Flórez, J. Rodríguez Freyle, A. Gómez Restrepo, A. Hettner, I. Holton, M. Lozano, V. Mallarino, C. Martínez, J. J. Montes, A. Ospina, K. Romoli, Ch. Soto, G. Suscún, F. Vargas Pinzón, R. Vélez, J. M. Vergara y Vergara y E. Uricoechea. DANIEL SAMPER PIZANO.
*Adaptado del prólogo a la edición de 2025 de Bogotálogo: usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá, y su lanzamiento en la Academia Colombiana de la Lengua el 23 de abril de 2025, Día del Idioma.
