Daniel Samper Pizano
1 Junio 2025 03:06 am

Daniel Samper Pizano

¡ARRIBA LA BURRICIA!

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En tiempos de bárbaras naciones mandaba el cavernícola que blandiera el garrote más grande. Fue esta la primera forma de gobierno que conoció la humanidad, la más prolongada y la más versátil. El estacazo servía igual para cazar gacelas que para imponer un punto de vista o exhibir el mazo como símbolo de mando.

La cachiporra imperó hasta cuando los homínidos empezaron a hablar de seres invisibles y mágicos que desde las nubes movían los hilos del planeta, controlaban las lluvias y las sequías y decidían el destino de la gente. Había surgido la teocracia, el gobierno de los dioses, que abrió un camino nuevo hacia el poder.

(Reconozco que ofrezco una versión levemente esquemática de la historia universal; pero nadie podrá decir que es falsa).

Hace cosa de doscientos mil años aparecieron en el África unos individuos que opusieron al garrote y al chantaje religioso el ejercicio del cerebro, una presa poco utilizada del cuerpo. Allí procesaban pensamientos y la ciencia los denominó más tarde homosapiens: los hombres sabios. 

Ellos plantearon la posibilidad de domesticar la tierra para producir comida, y lanzaron hacia el año hacia el año 5.000 a.C. dos inventos que dieron nuevas formas de poder y gobierno: la escritura y el dinero. 

En muchas tribus unos avivatos se adelantaron a los demás, proclamaron que descendían directamente de los dioses y fundaron reinados hereditarios para dominar la comunidad. Se llamó monarquía.

La experiencia no fue buena y en vez de promover la armonía acabaron peleando con el rey vecino. Algunos grupos humanos decidieron que el gobierno debía estar en manos de los más sabios. Y como suponían que los más sabios eran los que más habían vivido, las principales decisiones comunes quedaron a cargo de los consejos de ancianos. Surgía la gerontocracia.

El cerebro continuaba en pleno hervor. En un rincón de Europa llamado Grecia algunos ciudadanos opinaron que no se es más sabio por ser más viejo y solo son más sabios quienes han han meditado, debatido, discutido, leído y escrito más que los demás. De este modo, pues, los países deberían estar regidos por un grupo selecto de individuos cultos, amantes de la sabiduría y buenos conversadores: la aristocracia.

Con el pasar de los años imaginaron que si aristócratas y pueblo empujaban juntos, a la sabiduría se añadiría la igualdad. Nació entonces la democracia, que desde hace dos largos milenios soporta toda clase de asaltos y falsificaciones, pero, maltrecha y deformada, se mantiene en el catálogo. 

Por encima de dudas y descalificaciones, la democracia afirma que es mejor el gobierno de los más letrados que el de los más ambiciosos, o los más alborotadores o los que más sueños prometen. No es verdad que considere iguales a todos los seres humanos pero al menos cree que son parecidos. A ella se deben las renovaciones políticas, la posibilidad de subir en la escala social y la educación basada en la ciencia y el pensamiento, entre otros logros. 

El sistema, sin embargo, acusa ranuras y puntos débiles. Aprovechando sus flaquezas ha surgido con fuerza un nuevo enemigo que corre los cimientos de la democracia ilustrada: la burricia. Se trata de un movimiento integrado por individuos que no pudieron superar la exigencia de los estudios y para mantener una remedo de igualdad se esmeran en rebajar el nivel de las mejores instituciones. Es como si los peores alumnos de un colegio dieran un golpe y se tomaran la rectoría. O como si un émulo estéril de Herodes decidiera, para vengar su esterilidad, dar muerte en su comarca a todos los menores de dos años.

Donald Trump es la más evidente encarnación de la burricia. Él, que padece un delirio de grandeza científicamente estudiado, se cree el más inteligente del planeta. Para disimular su amplia ignorancia no bastan la fortuna que heredó del papá y la reverencia que impone el dinero en sociedades que lo veneran. Su mediocre trayectoria académica permanece en la semioscuridad gracias a que se niega a mostrar sus calificaciones, y en la Universidad de Pensilvania, de la que fue alumno, no permiten examinar sus notas. Se sabe, empero, que salió de las aulas sin completar ningún posgrado ni presentar tesis digna de mención, y que muchos de sus compañeros lo consideraban un vago (hay varias citas en internet). Prosperó al principio como playboy rico y animador de programitas de televisión de medio pelo. El resto ya lo sabemos.

No hay que extrañarse de que este capitán de la burricia intente desmantelar una institución educativa fundada en 1636 que encarna sus peores frustraciones y que ha graduado a ocho presidentes de Estados Unidos (entre ellos John F. Kennedy y Barak Obama). Harvard clasifica siempre entre las tres principales universidades del mundo y colecciona más Premios Nobel (161) que ninguna otra institución planetaria.

Es una de los planteles más caros, pero también uno de los más generosos en becas y préstamos. Decenas de colombianos de exiguo presupuesto estudiaron en sus claustros y hoy lo hacen aún cerca de cien compatriotas. Pronto serán menos, porque la burricia odia a los inmigrantes y Trump ya ordenó que los consulados les cierren sus puertas. Es un combate entre el cerebro y el dinero. La burricia cree que castigando sus finanzas resquebrajará esta fábrica de gente preparada que jamás votaría por él.

La persecución inclemente a Harvard se inspira en un viejo odio de los poderosos (militares, plutócratas, sátrapas, pontífices) contra la cultura. 

Es característico de la burricia que se contradiga, retroceda y se desmienta: lo vemos a diario. La sombra de Trump flota sobre las guerras de Gaza y de Ucrania, pese a lo cual ha confesado a un cercano amigo que su meta es el Premio Nobel de la Paz. Me pregunto si no aspiraría a también a un grado honoris causa de Harvard.

En 1936 el rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, criticó la naciente dictadura de Franco, ante lo cual el militar fascista José Millán Astray gritó: “¡Que muera la inteligencia!”. Trump seguramente se habría unido a su alarido.

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